Ignacio Andrés Amarillo
El pasado sábado, un par de horas antes de que posara sus manos sobre el Bösendorfer Imperial del Teatro Municipal en un concierto cargado de matices y generoso en bises, el pianista Horacio Lavandera recibió a El Litoral para hablar de su pasado, presente y futuro.
Ignacio Andrés Amarillo
iamarillo@ellitoral.com
—Empezaste de muy chico. ¿Cómo se ve todo este recorrido de tu carrera?
—Muy bien, con mucha alegría. Es una gran emoción y un gran privilegio dedicarse a la música, a las artes. En el caso de la música a la que me dedico yo, grandes clásicos a los que nunca terminás de investigar (siempre hay un detalle, una renovación de cómo se interpretan) es una maravilla.
—Obras que crecen desde hace siglos.
—Hoy voy a tocar los preludios y fugas de Johann Sebastian Bach, que los escribió aparentemente preso, en 1718-19, y para mí es como si se hubieran compuesto ayer. Es increíble poder dedicarse a eso y compartirlo con mucha gente. Trabajo todo el día, todos los días desde los 12 años; dedicado al instrumento, a componer, soy director de orquesta: estoy por hacer unos proyectos con una orquesta que creé, que se llama Orquesta Clásica Argentina, en el Centro Cultural Kirchner. Es una alegría enorme venir aquí, luego estar en Hamburgo, en Nueva York, Londres. Es maravilloso.
—Comenzaste a estudiar siendo niño. ¿Cómo es el acercamiento de un niño a toda esta música?
—En mi familia eran todos músicos, entonces era natural, estaba expuesto. Mi hermana es un poco más grande que yo y estudiaba ballet clásico: yo como el menor era muy influenciable, y ella estaba todo el día con sus temas del ballet. Mi papá (percusionista) era músico estable en la Orquesta de Tango de Buenos Aires y me llevaba a los ensayos de pequeño: miraba los instrumentos, todo eso.
Mi tía abuela (Marta Freijido), con quien empecé a estudiar el piano, había estudiado con Vicente Scaramuzza, un grandísimo profesor. Con ella empecé a los siete años, por insistencia mía, lo pedía desde los cuatro años, cuando fui por primera vez a su casa. Se graduó con las mejores calificaciones, sus padres también eran músicos, todo desde mi tatarabuelo.
—Scaramuzza fue maestro de los grandes del tango y de los grandes de la música clásica.
—Claro. Daba un fundamento y una exigencia musical... En mi familia también eran exigentes: tengo grabaciones de mi tía abuela, de mis tíos, de mis bisabuelos: eran músicos formidables, crecí con ese legado. El primo de Marta había sido niño prodigio y con nueve años ya interpretaba los conciertos de Mozart para clarinete. Mi tío es guitarrista, excelente.
Renovación
—¿En qué momento te diste cuenta de que te habías convertido en una figura con proyección internacional?
—Se va dando de a poco. Tenés que trabajar muy duro, la competencia es muy grande. Con 16 años gané el concurso Umberto Micheli, en Milán: los demás tenían desde 21 años y eran de origen europeo, rusos y estadounidenses, asiáticos también.
—Cada vez hay más asiáticos en los concursos.
—Sí, por supuesto: tienen unos planes a nivel de sistemas que promueven el estudio, el quehacer artístico, y eso se nota en los resultados en las competiciones. Hay un sistema a nivel industrial, económico, de comercio: es un negocio que vayan apareciendo pianistas y generando conciertos.
Bueno, son esos los momentos, ganar en ese evento me posicionó muy bien, le dio a mi historial un premio importantísimo: de ahí a seguir conquistando premios y públicos, y ampliando mis conocimientos: no me quedé, traté de vincular al público a nuevas expectativas, nuevas trayectorias. Creé las “Noches de música y ciencia”, tuve unos programas de televisión donde vinculaba la música actual con la del pasado. Hacer un público, emocionarlo y acercarlo a tu arte.
—No hay un “llegué”.
—No. Si lo tomás como investigación, y de las emociones, no hay un límite. Beethoven estuvo toda su vida hasta conformar la Novena Sinfonía, desde que tenía uso de razón. La creó y a los años murió. Su vida estuvo al servicio de lo musical y lo emocional: quería era dejar un mensaje de que todos los hombres somos hermanos. Es la música más maravillosa de la historia.
Con esas emociones tenemos que vivir, las de grandes artistas que las trataron de llevar a sus máximas posibilidades. Con muchísimo amor y respeto, pensando en el pasado y en dejar un legado.
—¿De dónde se renueva esa energía?
—Es increíble. Estoy por hacer el concierto y pienso si la energía va a estar en gente que quizás se acerca por primera vez a un concierto de música clásica, al sonido del piano, estas obras. Como intérprete mi responsabilidad es mostrarlas como si fueran hechas en esta noche.
Que haya siempre un nuevo público dispuesto a emocionarse. Con música que no tiene letra: son dos horas y media de estar contemplando una abstracción.
Emociones
—Todo intérprete tiene sus compositores y sus obras predilectas. ¿Cuáles son las tuyas?
—Es muy difícil. Las que más me gustan presentan mucha cantidad de retos, no sólo técnicos sino expresivos, de comprensión. Que puedan ser interpretadas de varias maneras, que creen interrogantes. El Intermezzo en Si Menor de Brahms tiene muchas complejidades sobre algunas ligaduras en la segunda sección. Hoy estaba ensayando en la casa de una pianista (Nelita Kuster) y tenía la edición de Henle Verlag: quise ver cómo los editores habían interpretado eso, lo hicieron como yo y me dio mucha felicidad (los manuscritos de Brahms muestran sus dudas). Es de su última época, y en estas obras se escucha su respiración casi agonizante.
El público que conoce mis obras a veces se sorprende con mis interpretaciones, y encuentra rasgos muy nuevos. Y para los que vienen por primera vez, sorprenderlos con un sonido bello que suene muy moderno.
—¿Qué pianistas te resultan inspiradores?
—Todos los pianistas. Para cada obra hay un legado. De la “Appasionata” de Beethoven he escuchado quizás 30 versiones, desde un alumno de Franz Liszt, que fue Frederic Lamond, hasta las más actuales, como Maurizio Pollini. Me gusta también escuchar instrumentos de época: hace poco hice una versión del Himno en el piano original de Mariquita Sánchez de Thompson. Parecido a los pianos en los que tocaban Schubert, Beethoven: te dan la información de cómo sonaban en la época, ellos “rompían” al instrumento (nuestro piano tiene otro timbre, otro peso, se toca muy distinto) y las reglas del pasado.
—Bach escribió obras que funcionan en un instrumento que no existía.
—Era impensable, hasta la época de Chopin, 160 años atrás. El instrumento moderno nos brinda una homogeneidad de sonido que ni se imaginaban. Pero hay que retomar sus luchas.
—¿Cómo abordás un concierto con orquesta? ¿Buscás versiones de la obra por ese director o llegás más virgen a trabajar con él?
—Ahora voy a trabajar como director y solista con esta orquesta que armé, dedicada al repertorio de Haydn, Mozart y Beethoven. Preparé todas las particellas, tengo como un control de interpretación, no total (no me interesa) pero sí bastante. Me interesa la transparencia rítmica.
Me interesa el trabajo muy serio, con trabajo antes. No creo que sea bueno llegar a un ensayo sin tener las cosas muy decididas. Si me toca ser solista con un director trabajo de antemano lo máximo posible para llegar a un acuerdo musical lógico que nos convenza a los dos. Y luego plasmar a la orquesta una seguridad absoluta de lo que van a ser los conciertos. En los ensayos podés experimentar, pero hay un límite de tiempos y cuestiones técnicas que tienen que estar resueltas, para disfrutar y emocionar al público.
Las obras tienen espacios de libertad, podés estirar un poco el tiempo, cambiar los ataques, pero tiene que estar claro.
Hacia el futuro
—¿Qué cosas sentías que te faltan hacer?
—Muchísimas. Ahora estoy justo con lo de la Orquesta, que me llena de adrenalina, noches sin dormir (risas). Es uno de los proyectos más ambiciosos proyectos que tengo este año. Luego voy a estar grandes conciertos en Nueva York, Londres, Hamburgo, Viena, y es formidable.
Para el futuro hay millones de proyectos: en la Argentina hay un mundo de cosas por desarrollar, es cuestión de ver cómo son los momentos históricos para que se desarrollen. Hay muchas idas y vueltas. Mi gran esperanza es que pueda estabilizarse en algún momento la parte cultural, que no tenga vaivenes tan marcados, lo que puede quitar continuidad.
No es de la Argentina este momento histórico, es parte de un mundo que está culturalmente con idas y vueltas muy marcadas. Acá hace falta un desarrollo, que hubo en un momento, de industrias culturales, de mucho compromiso con los artistas, que estén grabando permanentemente, haciendo filmaciones. Hay que tratar de que todo eso vuelva, de que no haya problemas de educación para el acceso de los niños a instrumentos musicales, orquestas, sea lo más cómodo posible: eso va a crear una cantidad de gente que esté interesada en las artes.
Hay que tener paciencia, confiar, y tener esperanza de que en el futuro va a ser todo mejor: va a haber más acceso y más posibilidades de las clases obreras y medias a tener acceso, y no estar atados a cumplir con requisitos mínimos y accedan a la cultura. Es una problemática mundial: los artistas tenemos que luchar para que haya más espacios para inocular a la sociedad con el arte. En eso estamos algunos, a otros no les interesa. La industria está sumamente metida, el mundo del capitalismo. ¿Qué rol cumple la cultura? ¿Estar a la par, estar en contra, usar elementos del capitalismo o siempre estar en contra? Los artistas tenemos que luchar para que cada vez haya más acceso.