Anticipo del desastre
Convocados por Nosotros, un grupo de periodistas, fotógrafos y camarógrafos de El Litoral y Cable & Diario construyeron, en palabras e imágenes, un relato colectivo de la mayor tragedia que sufrió la ciudad. Y que la foto que ilustra la tapa de esta edición sintetiza en las cruces que, desde la Plaza 25 de Mayo, siguen reclamando justicia.
Anticipo del desastre
Lía Masjoan. Redacción de El Litoral
•La mañana del 29 de abril nadie tomaba real dimensión de la cantidad de agua que iba a cubrir un tercio de la ciudad esa misma tarde. Las autoridades ni hablar: no tomaron ni una sola medida que demuestre lo contrario. Tampoco los propios vecinos, que preocupados porque “se venía el agua”, sostenían la ilusión y todavía intentaban defender sus hogares con bolsas de arena. Pero quienes en las primeras horas del día, por cumplir con la labor periodística de contar lo que pasaba, recorrimos el extremo sur del oeste tuvimos algunas señales que nos heló la sangre, nos hizo estremecer, agarrarnos la cabeza, abrir los ojos como pelotas y percibir el caos. El Salado, desbocado, ya impedía avanzar por la Circunvalación Oeste aquella mañana. A la altura de calle Tucumán, el río corría por el asfalto y bajaba hacia Santa Rosa de Lima. Sólo se veían los techos de las viviendas y las copas de los árboles. Imposible detener el desastre. A partir de allí, elijo una imagen entre miles, que el fotógrafo retrató pero que igual quedó grabada en mi retina: vecinos de Villa del Parque, el barrio que está detrás del Parque Garay y a metros del hospital Iturraspe, caminaban hacia el terraplén ferroviario con el agua al cuello y unos pocos bultos sobre sus cabezas. Una escena de desolación, confusión y angustia, que se multiplicó por miles con el correr de las horas.
Luis Cetraro
27 de abril a la noche, diez años atrás. A la misma hora en que se estaban contando los votos, luego de una jornada en que las crónicas sobre la elección presidencial se mezclaban con un panorama preocupante por la crecida del Salado, tomé esta foto: un testimonio del lugar por donde comenzó a ingresar el agua. No había ninguna autoridad presente. Podría llamarse “El comienzo” de la tragedia que vino después.
PRODUCCIÓN. NANCY BALZA. Pasaron diez años desde que el Salado arrasó con viviendas, sueños y vidas del oeste, y cambió la historia de toda la ciudad. Veintitrés personas murieron como consecuencia directa del ingreso del agua, aunque los registros no oficiales informan un número mayor de víctimas. Hubo evacuados; autoevacuados; refugiados en los techos; hombres, mujeres y niños viviendo en carpas durante meses; objetos que testimoniaban toda una vida, convertidos -en horas- en basura; hubo escuelas abiertas a la desesperación y una voluntad de hierro de quienes dejaron su propio hogar, en muchos casos también bajo el agua, para salir a ayudar en medio de un desconcierto que también fue oficial. Por aquellos días, recorrer las calles, aún aquellas cubiertas por el agua, escuchar la historia que cada uno tenía para contar, y describir un escenario de devastación nunca imaginado, se convirtió en tarea diaria y necesaria para todos los medios. En esta edición, un relato reconstruido desde la memoria y la experiencia de un grupo de colegas, y desde las imágenes elegidas por fotógrafos de El Litoral.
La marca del agua María José Ramón. Cable & Diario
•A 10 años los recuerdos se agolpan. Ese domingo 27 de abril estábamos por finalizar el especial de las elecciones nacionales cuando un llamado nos devolvió a la realidad. “El agua entra por el hipódromo, nos inundamos todos”, fue la denuncia; y fuimos. Sin poder creer lo que veíamos. El límite oeste estaba inundado y el Salado avanzaba con furia en medio de la oscuridad. En minutos, la casa bomba 7 estaba rodeada ante el desconcierto del hombre a cargo. Él no sabía qué hacer y al parecer no era el único. Recién el 28 hubo reacción. Decenas de gaviones se tiraron para cerrar la brecha del terraplén. Fue en vano, a las 18 Marcelo Alvarez literalmente fue corrido por el agua. Lo que siguió fue una carrera contra reloj para ganarle al Salado. Se improvisó un muro de bolsas en circunvalación con la ilusión de truncarle el paso al río. Ilusión que hasta hoy no se sabe quién fomentó. ¿Fueron el municipio, los vecinos o vialidad que esa noche dirigía a los camiones cargados con tierra y arena? Lo único cierto es que a las 23, y sin que nadie ordenara la evacuación, en San Pantaleón y gran parte de Barranquitas todos huían. Pero sin saber bien adónde. El martes el cordón oeste -tal como lo conocía- no existía, solo quedaban techos sobre un mar de agua. El éxodo era continuo y, en medio del drama, un esfuerzo sobrehumano para defender al Hospital de Niños. No se pudo. Ahí entendí que nada sería igual. ¿Qué rescatar de ese momento? Estoy convencida de que los gestos fueron cruciales. Dudo que la mayoría recuerde lo que se decía por aquellos días; pero estoy segura de que tienen grabado a fuego el rostro de quien ofreció un bote para rescatar a la abuela, o a los chicos atrapados sobre un techo. Al que se acercó con su lancha para llevar alimentos, sin esperar nada a cambio. El imborrable rol del voluntario que se acercó al centro de evacuados para jugar con los niños; el del médico y el enfermero que, aún sin saber nadar, se subieron a una canoa para vacunar. O la actitud solidaria de los estudiantes, que armaron listas de buscados, y gracias a eso se dio el reencuentro de familias disgregadas por el río. Hoy muchos recordarán ese gesto fraterno, que los ayudó a soportar la imagen de su hogar arrasado, en la vuelta a casa. A 10 años solo eso perdura. Incluso los medios locales fueron solidarios. A pesar de la inexperiencia, se optó por informar sin hacer del drama un show o un botín político, como sí ocurrió en Buenos Aires. Cuando bajó el agua, se analizaron las causas y se buscaron responsables. A 10 años solo falta un gesto: que la justicia se expida.
Guillermo Di Salvatore.
La imagen fue tomada en calle López y Planes, cerca de la cancha de Unión. Ese 29 de abril llegué al diario a las 7 de la mañana y a las 8 ya estábamos haciendo esta foto. Era impactante ver cómo salía la gente de los barrios, con sus pertenencias, pero también todo lo que habían dejado atrás. Pero uno no se daba cuenta. Como reportero gráfico, pensaba en tomar las mejores fotos para el diario, y que iban a quedar como un documento para las próximas generaciones. Pero con el paso de los días fui tomando dimensión de lo que era aquello y de cómo nos afectaba psicológicamente. Hubiese servido cubrir aquella tragedia si después de tanto tiempo no se siguiera inundando Santa Fe. Pero seguimos inundándonos, y volvemos a hacer fotos en el mismo lugar. Hace algunas semanas volví y saqué una foto que era casi lo mismo que en 2003: hay gente a la que le sigue entrando agua a su casa y sigue perdiendo sus cosas. Entonces, no lo podés terminar, lo seguís volviendo a ver.
Flavio Raina
El 29 de abril estábamos llegando al Hospital de Niños, después de estacionar el auto a una o dos cuadras al este por calle Mendoza, y nos encontramos con gente que colocaba bolsas de arena para ubicar un perímetro por calle Lamadrid, que después se ordenó retrasar hasta el cordón del hospital. Lo que vi fue el éxodo de la gente que venía por Mendoza, y la desesperación. Uno no tenía noción de lo que pasaba hasta que llegaba a la vía, que era el punto alto de referencia, y se encontraba con que el agua empezaba a pasar por los costados y ganaba la parte que no se había inundado. Recuerdo a la gente sacando a sus familiares, ayudando a los viejitos y a las mascotas. Ya estaba cortado el tránsito con bolsas de arena y me acuerdo de haber ayudado a un chico a cruzar el perro para el otro lado y que después salió corriendo otra vez hacia la vía y hacia el agua: evidentemente algo había quedado en lo que después quedó cubierto. Cuando fuimos a buscar el auto ya estaba en el agua. Aquello era una lucha titánica, pero perdida en todo momento. Y a eso no te lo borrás.
Sociedad anónima Araceli Retamoso. Ex integrante de Revista Nosotros
•Ya el agua en los barrios afectados por la tragedia había escurrido mientras los políticos prometían obras y se hablaba de resarcimiento económico a las víctimas. Pero cada vez que se mencionaba el alerta meteorológico en la ciudad, el miedo se hacía presente en las caras de los santafesinos. Era julio del 2003. Desde la Revista Nosotros decidimos contar historias, de esas que no son tapa del diario. Las de la sociedad anónima. “Lo que el agua no se llevó” se llamó esa serie y desde ese espacio contactamos con Otilia Acuña, nuestra querida Madre de Plaza de Mayo y su relato sobre la pérdida de la urna donde se encontraban los restos de su hija, asesinada durante la dictadura; de la FM Popular de Santa Rosa de Lima y el “silencio de radio” obligado por la destrucción de los equipos; la de Carlos García, de 73 años, y las maneras con que mitigaba su propio dolor ayudando a otros viejitos del barrio. Pero aún se me llenan los ojos de lágrimas, un poco por dolor y otro por satisfacción al recordar de esa serie de notas a Angélica Velázquez. Una jubilada, doméstica había sido, que en esos tiempos se definía como “poeta”. Iba a un taller literario en Santa Rosa de Lima y amaba escribir. El agua, entre otras muchísimas más cosas, se llevó su Remington. El desastre hídrico de ese día de abril había arrastrado sus palabras y un lugar, su lugar, para contar lo que sentía en ese corazón arrugado casi tanto como su rostro. Pusimos un recuadrito al final de la nota, para ver si alguien podía donarle una que no usara y fueron tantas las que llegaron a nuestro diario, tantas, que debimos encontrar otros lugares para regalarlas. La sonrisa de doña Angélica cuando le llevamos una máquina de escribir nueva, en su cajita, fue una de las vistas más bellas que tuve en aquellos tiempos de frío, barro y dolor. Otra vez la sociedad anónima, esa que no sale en las tapas de los diarios, también había puesto una esperanza en medio de la desolación, como lo hizo a través de ONGs, de instituciones, de colaboraciones personales en los meses que siguieron a la tragedia. El agua no se llevó consigo el impacto emocional, el recuerdo, la tristeza, pero tampoco pudo con la buena voluntad de miles de santafesinos dispuestos a cerrar heridas.
A la intemperie Ana Laura Fertonani. Redacción de El Litoral
•Hay ropa colgada, mojada, por todas partes; colchones encimados en los pisos, sillas que trazan límites. Hay niños colgados, mojados, por todas partes; pies descalzos, en pañales, zapatillas en los pisos, en las sillas que contienen. Hay hombres, mujeres, colgados, colgadas, mojados, por todas partes; con andar pesado, lento, inseguro. Hay perdidos, extraviados, ajenos. Esas humanidades conocen el dolor del fin, eso desespera. Y ahí en el Predio Ferial conviven tan solas y tan todas juntas. Cualquiera podría perder la cordura en esa instancia de inseguridad total y parece que no lo hacen, se muestran entrenados en ese suelo. Respetan los metros cuadrados que los amparan, comparten los baños y lo que les queda, siguen sus vidas ahí en ese marco, conviviendo con perros y caballos, compartiendo el olor de la miseria, velando lo que se llevó el agua, buscándose, buscando un hijo, un padre, un tío; pudiendo, queriendo poder. Yo no podría. Pensé en la lección de esas vidas dibujadas de inseguridades, absolutamente incómodas; en esa manía que tienen las situaciones críticas de dejarnos a la intemperie, mostrando verdades, aniquilando apariencias, regalando oportunidades. Cómo fue, cuándo fue que dejamos que a esas lecciones también se las lleve el Salado. Y nos quedamos con lo peor, siempre amarrados al miedo.
Mauricio Garín
Llegué a Santa Fe cuando ya el agua, en parte, se había ido. Pero lo que me asombró fue la gran cantidad de muebles, de objetos y de historia que la gente había perdido. Mientras hablaba con las personas que estaban limpiando sus casas, lo que más remarcaban era la pérdida de su historia. Cuando vine en 2005, con los compañeros de trabajo con los que me tocó hacer las coberturas, las personas destacaban eso: que lo material se podía llegar a recuperar pero su historia se había perdido en un día o dos. Era lo que más les dolía y les llenaba los ojos de lágrimas. A esta imagen la tomé en calle Presidente Perón, un par de cuadras al norte de Pasaje Irala. Había pilas y pilas de muebles y de objetos en las veredas, y la gente que estaba adentro de sus casas se ponía mal por eso, porque habían perdido parte de su historia.
Una cámara viva Alejandro Pérez y camarógrafos de C&D.
•En la segunda mitad de 2002 las lluvias extraordinarias inundaban permanentemente los barrios de todo el oeste de la ciudad, desde San Agustín y Loyola hasta Chalet. El canal, por primera vez, había tenido la necesidad de comprar varios pares de botas, pilotos adecuados tanto para nosotros como para las cámaras, y en ese invierno siempre sentía que no era suficiente ir a hacer esas notas a los vecinos que tenían sus casas con un metro de agua. Volvíamos al canal, nos secábamos, nos tomábamos un café y ellos se quedaban ahí. Poníamos las notas al aire, los periodistas explicaban lo doloroso del asunto, y la próxima lluvia nada había cambiado, nadie había acudido a resolverles nada, y otra vez con los móviles a los mismos barrios; otra vez mirar por la luneta trasera cómo se quedaban ahí con el agua hasta las rodillas, con ese frío horrible del abandono. Nada cambió cuando el agua entró por la brecha de calle Gorostiaga, nada en el abandono y la irresponsabilidad, pero sí cambió en nosotros. Esta vez, después de ese lapso de duda, de reflexión culposa, que es común entre la mayoría de los cámaras con los que he hablado, entre si ayudar o tomar la cámara, tomamos esa herramienta para ayudar, para poner en evidencia, para que se registre y archive la verdad, la elocuencia impresionante de los hechos que nos conmovían todos los días un poco más en nuestra incredulidad. Un día, al término del noticiero de C&D estábamos hablando con Fernando Nicola, camarógrafo y director del noticiero; atiende el teléfono y alguien le dice que no manden más arena al Alassia, que manden botes. Le dijimos al coordinador periodístico que nos íbamos para allá, se sumó, y a partir de lo que nos pasó esa tarde, de lo que vimos y registramos se resolvió ocupar toda la programación dando información sobre lo que pasaba momento a momento, ofreciendo los datos sobre centros de evacuados, búsqueda de personas, vacunación. Editábamos en cámara, mientras los movileros buscaban datos, más de una vez nosotros hacíamos las notas, y en otro casete grabábamos imágenes. Llegábamos de la calle y, sin editar, se emitía el material, todo el mundo estuvo a la altura de las circunstancias, cada programa del canal, desde el de economía, hasta La Cuarta Pared, de Roberto Schneider. Todos los cámaras y periodistas laburamos sin descanso, coordinados por quienes estaban en el piso, en la redacción y en el control. Y fuera del horario del canal, varios de nosotros también salimos con cámaras propias o prestadas a seguir registrando lo que pasaba, porque la catástrofe no finalizaba la transmisión hasta el otro día, porque estábamos impresionados y atravesados por lo que vivÍamos. Venir del lugar donde ocurrían los hechos, embarrados, y entrar en una conferencia de prensa a escuchar cómo se minimizaba lo que acabábamos de registrar en la cámara, redoblaba el compromiso. La solidaridad, el compromiso y organización de la población, nos contenía y nos daba sustento. Helicópteros, canoas, lanchas, camiones: la cámara estaba ahí, pero la cámara tenía vida, tenía alma. Aprendimos mucho sobre nosotros mismos, sobre nosotros como personas y como profesionales. Y aprendimos en carne propia que la justicia es el derecho al que jamás debemos renunciar.
Hospital en emergencia Ivana Fux. Redacción de El Litoral
•Las imágenes imborrables de la inundación de 2003 son innumerables. Pero la del Hospital de Niños “Orlando Alassia” absolutamente anegado es una de las más impactantes. Como corresponsal de Radio Dos de Rosario, viví esa secuencia en el propio nosocomio. A media mañana de aquel 29 de abril, buscando respuestas oficiales en la Casa de Gobierno, el entonces ministro de Obras Públicas, Edgardo Berli, reconocía -vencido- ante un grupo de cronistas, que el establecimiento comenzaba a inundarse. Llegamos a ese “portón de entrada” del barrio Santa Rosa de Lima. Los vecinos seguían -inútilmente- construyendo cordones con bolsas de arena para defender el edificio. El agua estaba a sólo algunos metros. Ingresamos al área de consultorios, y las autoridades médicas confirmaban a grabador abierto que habían tenido que evacuar el hospital. El tiempo que estuvimos allí fue el que demandó hacer la entrevista; no más de una hora. Cuando quisimos retirarnos, el agua ya había avanzado vertiginosamente. Hasta que dejamos el lugar, estábamos mojados hasta la cintura. Poco antes de ello, Carlos Reutemann “visitaba” el establecimiento público, también, inútilmente. Para entonces, sólo quedaba ayudar a los vecinos a “escapar”; prestar los brazos para cargar algún niño, y tender una mano.
El anotador Mariela Goy. Redacción de El Litoral
•Dejo salir, una a una, las palabras que se agolpan en mi mente al recordar aquellos trágicos días de crónica. Como una suerte de memoria fotográfica, los apuntes de aquel anotador se reescriben en mi recuerdo. El principio: agua, mucha agua, sale gente de La Tablada, al norte de la ciudad, ese lunes 28 posterior al domingo de elecciones. “Inundaciones hubo muchas pero como ésta nunca ví” (un señor del barrio). Tomo nota: la gente escapa en carros y hasta en canoa por una ¡calle!, “¿y esto?” (pienso). Martes 29 de abril: el agua en los barrios del oeste, los vecinos salen por calle Mendoza desde Santa Rosa de Lima, lloran, tiritan, gritan, traen lo puesto más los chicos en brazos. Tomo nota: algún vecino que ayuda, nada más. Todos atónitos, ¡qué pasa!, nadie cerró la brecha de la defensa, el agua del Salado ganó la ciudad, ya es tarde. Días siguientes: un centro de evacuados, nadie sabe nada, todos consultan. “¿Usted anota a los desencontrados?” (me preguntan), “no señora” (respondo). No me escucha, ahora viene un hombre todo mojado, me da apellidos, documentos, y viene otro y otro y otro, tomo nota: desesperación. La ayuda llega de la gente solidaria, el gobierno aporta poco y desordenado. “A mí nadie me avisó” (dice el ex gobernador), ayuda (pide la gente). “Tranquila señora que a su hijo inválido seguro lo habrán sacado de la casa cuando el agua tapó todo” (le digo a una anciana). Oscuridad, helicópteros, gendarmes armados. Veinte días después: lodo, olor nauseabundo, insoportable, montañas de cosas desintegradas, podridas, nada sirve, gente limpiando lo único que quedó en pie: las paredes de su casa, tomo nota: todo perdido, angustia (siento) por los traumas, pérdidas y muertes evitables. Hoy, 10 años después: ¿aprendimos algo?, me gustaría (a)notar que sí... mantengamos la memoria vigente.
Alejandro Villar
El 29 de abril en el Hospital de Niños se vio reflejado el drama de la inundación: los vecinos trataban de defender el hospital mientras salía la gente que ya estaba inundada en Santa Rosa de Lima. Ahí se mezclaron todos para colaborar: representantes de los clubes de fútbol, de rugby, de básquet, equipos enteros, directores técnicos; representantes de escuelas, de iglesias, de todos los sectores; vi una funcionaria pública prestando atención inmediata en ese lugar, todos trabajando en una demostración de solidaridad. La tragedia, que nunca respeta clases sociales, los igualó. Pero pese a la tragedia y a la lluvia, la gente no pensó en nada y ayudó. En ese momento pensamos que el ataque del agua iba a ser ahí, pero después fue en todos lados, por otras calles y barrios de todo el oeste.
Amancio Alem
Esta foto es del 2 de mayo de 2003. Estábamos todos a full: los que estábamos inundados, estábamos un rato inundados y un rato trabajando, como la mayoría. Como siempre hago fotos aéreas, me tocó hacer este recorrido. No me di cuenta de que pasábamos por el barrio Centenario, donde la más complicada fue mi hermana. La noche anterior habíamos estado sacando las cosas de su casa. Cuando salíamos con la lancha -que era de un tío- los vecinos querían que volvamos a sacar gente. Sacamos hasta donde pudimos y después fuimos a rescatar a otros parientes. A la mañana, cuando fui a hacer la foto aérea y pasé por la zona del Centenario, tenía el visor de la cámara mojado y era porque estaba llorando. Era imposible contener las lágrimas. Esa sensación no me la voy a olvidar jamás. No era mi hermana nomás la que se había inundado, era todo Santa Fe. La foto muestra a varios barrios, pero eran miles de casas inundadas y cientos de miles las personas afectadas. Si bien vivimos en una provincia con alto riesgo por inundación, hubo cosas elementales que no se tuvieron en cuenta. La foto es un documento para las próximas generaciones, pero quisiera que sirva para que nunca más se repita.
Yo no me inundé Natalia Pandolfo. Redacción de El Litoral
•Yo no me inundé, pero vi a una señora en silla de ruedas que rodaban en el agua, llorando desolada. Yo no me inundé, pero vi a un pibe desesperado, su gorra a rayas, gritando “no quieren salir de las casas”, como si en ese grito le fuera la vida. Yo no me inundé, pero lloré con un nenito de dos, tres años, que no podía calmarse y se aferraba al cuerpo de su mamá convertido en manta. Yo no me inundé, pero vi cómo los miserables se juntaban para ver si podían rescatar una tajada de la torta podrida. Yo no me inundé, pero sentí el olor del encierro y de la transpiración y del orín y del asco y de la tristeza infinita, en galpones llenos de cuerpos amontonados. Yo no me inundé pero me desbordó la rabia al ver al señor de traje levantar sus hombros y llevar las comisuras hacia abajo, inmune a todo. Yo no me inundé pero el alma se me llena de lágrimas y la impotencia se expande como un río al ver las cruces, firmes como soldados, esperando justicia mientras nadie, nadie, pide perdón.
¿Todavía no hay responsables? Nicolás Loyarte. Redacción de ellitoral.com
•Creo que lo que más me impactó y me sigue haciendo ruido de la inundación de 2003 es la impunidad de los responsables de la tragedia. Si a 10 años del avance del Salado sobre el cordón oeste de la ciudad de Santa Fe -además de Recreo y Santo Tomé- la justicia no sentenció a nadie se pueden realizar dos lecturas: ocurrió una catástrofe natural o los responsables fueron amparados. De aquellos días en los que me tocó recorrer los barrios inundados conservo en la retina miles de imágenes y voces. Y puedo resumirlas en una que escuché en un centro de evacuados en la escuela Vélez Sarsfield. Realizaba una entrevista para Cable & Diario con una abuela que me decía: “Esto nos cambió la vida de un minuto a otro. Yo estoy enferma, tomo tres pastillas distintas por día. Ahora el agua me llevó todo. Y no tuve tiempo de pensar en mí. Acá me ocupo de hacer jugar a los chicos, de darles de comer, de todo lo que se necesita, y me olvidé de las pastillas”, palabras más, palabras menos me dijo aquella abuela, mientras un nene me tiraba del pantalón para darme algo. Cuando terminé la entrevista bajé la vista y aquel nene me entregó un dibujo que había realizado minutos antes. La imagen en el papel era un periodista y un camarógrafo entrevistando a un inundado. “Sos vos contando la inundación”, fueron sus breves palabras.