I
I
Año 1994. Un amigo me dio el número de teléfono. Lo llamé alrededor de las once de la mañana. Recuerdo que era lunes. Él me atendió. Lo reconocí por la voz: suave, amable, con un leve balbuceo. Me dijo que me esperaba en su casa el jueves a las cinco de la tarde para tomar el té. Nos despedimos y le informé al director del diario que viajaba a Buenos Aires para entrevistar a Adolfo Bioy Casares. Iba a estar en "La reina del Plata" tres o cuatro días, por lo que concerté otras entrevistas: Rodolfo Terragno y Mariano Grondona. A Terragno lo conocía. Ya lo había entrevistado varias veces, motivo por el cual no hubo mayores dificultades para comunicarme con él. Me atendió con la cortesía de siempre y me dio la dirección de su casa de familia para que conversemos "café de por medio". Con Grondona había conversado una sola vez, en Punta del Este. Por supuesto, no se acordaba de mí, pero las gestiones de uno de sus productores, santafesino el hombre, facilitó la entrevista. "Marianito", como con afecto o con ironía se le decía, era entonces el conductor de un programa de televisión que gozaba de mayor audiencia en aquellos años menemistas en los que se presentaba como un liberal moderno y progresista, muy alejado de sus posiciones conservadoras o abiertamente reaccionarias de los tiempos de Arturo Umberto Illia o de la dictadura militar de Videla. O sea que mi viaje a Buenos Aires estaba más que justificado: entrevistas exclusivas a Bioy Casares, Terragno y Grondona. No podía quejarme. Tampoco el diario por pagarme los viáticos para hotel y las previsibles menudencias de un viaje de casi una semana.
II
Las tres entrevistas me interesaban, pero con todo respeto por Terragno y Grondona, la que más entusiasmo me producía era la de Bioy Casares. A los tres les conocía sus escritos, pero con "Adolfito", como le decía Victoria Ocampo, no había estado nunca y ese privilegio no me la quería perder. Si lo que se le aconseja a un periodista es que para realizar una buena entrevista importa conocer al entrevistado, yo reunía esas condiciones. Desde mi adolescencia empecé a leer a Bioy Casares y nunca dejé de hacerlo. El primer cuento que una amiga me dio a conocer fue "La trama celeste". A partir de ese momento nunca más me fui de su obra. En esos días leí "Perjurio en la nieve" y "En memoria de Paulina" ("Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado porque en esas preferencias me había identificado con Paulina"), relatos que no vacilé en calificar de "extraordinarios". Mis injustos prejuicios transmitidos por los comedidos de siempre acerca de un escritor menor cuya relevancia obedecía exclusivamente a su amistad con Borges, se disiparon al ritmo de la lectura de sus textos. Después vinieron las novelas: "La invención de Morel", prologada por Borges; "Diario de la guerra del cerdo", "Dormir al sol" y la que hasta el día de hoy sigo considerando uno de los mejores relatos nacionales, "El sueño de los héroes". A Bioy Casares lo leí, lo releí y lo seguiré leyendo siempre. Habrá cuentos o novelas que me gusten más que otros, pero es un gran escritor, uno de los grandes escritores de la literatura argentina, por más que esta afirmación a Ricardo Piglia no le guste.
III
La casa, el piso donde vivía Adolfo con Silvina Ocampo, está en calle Posadas, en plena Recoleta como no podía ser de otra manera. Hice tiempo en un bar de la esquina y a las cinco menos diez estaba en ese edificio señorial, augusto, ajustado exactamente a la imagen que uno podía hacerse del lugar donde vivían dos de los apellidos patricios de Buenos Aires. Una señora de edad mediana, con uniforme de empleada doméstica, me atendió en la puerta. Mejor dicho, nos atendió, porque en la ocasión me acompañaba una fotógrafa, una linda mujer, tan linda como inteligente cuyo nombre no viene al caso dar. La señora nos hizo pasar al salón con ventanales a Plaza Francia. Yo estaba, lo digo sin pudor, conmovido. Durante años imaginé y soñé con los lugares donde Adolfo y Borges se reunían. Ahora yo estaba allí, en la casa de Adolfo que era también la casa de Silvina y el hogar que Borges visitaba, como lo vamos a saber después, tres o cuatro veces por semana. Allí estaban los sillones, el escritorio y la biblioteca, la biblioteca que incluía el desorden previsible de quien no tiene los libros para que hagan juego con los muebles. La señora nos hizo tomar asiento en uno de esos sillones que parecían salidos de un museo. Como a los cinco minutos, no mucho más, llegó él. Traje azul oscuro, camisa celeste, corbata a tono. Muchas dificultades para caminar. Yo sabía que desde los cincuenta años, más o menos, Adolfito empezó a tener problemas de cadera y columna. Como dijera una de sus amigas: "El escritor más buen mozo y más mujeriego de Buenos Aires con esos problemas...qué desperdicio".
IV
¿Cómo expresar el momento? No era una entrevista habitual, por lo menos para mí no lo era. Sé las diferencias literarias entre Borges y Bioy, pero también sabía que ahora estaba en el universo que ellos forjaron. Admiración, cholulismo o como quieran llamarlo, pero en ese momento presentí que vivía uno de los instantes importantes de mi vida. Tomar el té de las cinco de la tarde con él y hablar de literatura era "lo más". El señorío, la gentileza, esa cordialidad de gentleman que te hace sentir que conversar con él es el acto más sencillo y cotidiano de la vida; esos modales austeros, sencillos y, al mismo tiempo, distinguidos; ese don para escuchar transmitiéndote la sensación de que lo que decís es importante; esa sonrisa levemente irónica, ese porte de caballero traducido en una manera de estar distendida, informal pero siempre elegante.
V
Hablamos. Mi amiga tomaba fotos y él no dejaba de sonreírle. Con ochenta años, disminuido físicamente, y sin embargo no perdía la ocasión de galantear: una sonrisa, una mirada…incorregible. La entrevista fue publicada en El Litoral hace casi treinta años. No recuerdo exactamente lo que escribí, pero recuerdo el sonido de su voz, algunas palabras precisas y la tarde que caía sobre Plaza Francia. No le resultaba del todo simpática Victoria Ocampo, su cuñada. No me lo dijo pero lo dio a entender con discreción de señorito. Todo el cariño del mundo para doña Leonor, la madre de Borges. Y el afecto y la admiración por Silvina, ausente desde hacía un par de años. Me habló del "Facundo" de Sarmiento, pero no disimuló sus simpatías por Lucio Mansilla, y en particular sus exquisitas "Causeries". En una sola ocasión lo vi algo fastidiado. Fue cuando le pregunté por André Bretón, el cacique mayor de los surrealistas. "Un verdadero imbécil", me dijo sin levantar la voz. Al otro autor que no perdonó pero lo liquidó con ironía fue a Ernesto Sábato. "De Sábato lo que sé es que sus libros se pueden leer sin necesidad de correr riesgo alguno". Apenas el refucilo de una sonrisa. Le busqué la boca para que hable del peronismo, pero no quiso entrar en el juego. "Lo que pasó ya casi lo he olvidado -me dijo- tengo presente de aquellos días aciagos la sensación de vergüenza que nos daba tanto servilismo y obsecuencia". Después me contó una anécdota en la que le tocó ser testigo involuntario. Año 1977. Había salido a buscar unos remedios en la farmacia. Y de pronto un auto con encapuchados y una pareja de jóvenes que corren. El tiroteo y uno de los jóvenes cae herido. "No parecían policías, parecían sicarios…asesinos a sueldos…mazorqueros…esta no era la Argentina que yo deseaba vivir...no sé quiénes eran esos jóvenes, ni qué hacían, pero nadie merece morir así". Hablamos de Santa Fe. Me comentó que alguna vez, a principios de los años cuarenta, con Silvina visitaron nuestra ciudad con un auto que incluía una casa rodante. Recordaba el cielo de Santa Fe, "tan parecido al cielo porteño que a veces espío desde mí ventanal". Ya oscurecía cuando nos despedimos. Nos acompañó hasta la puerta del piso. Sus dificultades para caminar eran notorias, pero se las ingenió para que mi amiga lo ayudara. Supongo que para el eterno galán fue un momento de felicidad que mi amiga lo abrazara y caminara con él unos metros. Mi amiga dijo algo parecido, sin el ingenio de Bioy pero con limpia claridad expositiva: "Cuando les cuente a Susana, a Mirta, a Silvia y a Luz que Bioy me tuvo en sus brazos, se van a morir de envidia".