Por María Teresa Rearte
Por María Teresa Rearte
De modo paradojal la vida pública de Jesús fue también de experiencia de la soledad y la incomprensión. En el monte de los Olivos supo de la soledad cuando los discípulos se durmieron. Pero vivió también otra forma de la soledad, que es la de estar a solas con Dios.
A la que se puede aplicar más que a cualquier otro hombre el decir de Guillermo de Saint-Thierry, para el que: "Quien está con Dios, nunca está menos solo que cuando está solo".
La Pascua de Resurrección ha venido a ser la gran fiesta de los cristianos, que somos la familia de Jesús. La que constituyó con quienes recorren el camino del Evangelio a través de la tierra y de la historia.
Al término de la liturgia del Jueves Santo la Iglesia recorre el camino de Jesús, trasladando el Santísimo desde el tabernáculo a un altar o capilla lateral, que expresa la soledad de Jesús en Getsemaní. Aquí oran los cristianos que quieren acompañar a Jesús en su soledad.
El lavatorio de los pies adquiere singular importancia en el capítulo 13 del Evangelio de Juan. En el que se expone el gesto del lavatorio de los pies como un acto en el que Jesús realiza el servicio de esclavo, lavando los pies sucios del hombre.
Sin embargo, el hombre pecador es capaz de rechazar el amor liberador de Dios. El Evangelio nos muestra el rechazo de Judas, que no quiere ser amado y vive sólo para las cosas materiales. ¡Cuánta similitud con este mundo de codicia e idolatrías en el que vivimos!
Hay también otro rechazo de Dios. No sólo del hombre materialista, sino también del hombre religioso, representado por Pedro. Es el peligro del hombre devoto, que no reconoce que él también tiene necesidad del perdón, porque sus pies también están sucios.
En la Última Cena, Jesús asumió -anticipadamente- su muerte cuando se entregó en la Eucaristía. E hizo de su muerte un acto de amor.
En nuestro mundo se vive como si Dios no existiera. Pero los creyentes en Cristo tenemos la más hermosa noticia que el mundo necesita escuchar. Esa noticia es la del Amor de Dios por el hombre. Algunas personas recordarán el filme "La Pasión de Cristo" (2004) de Mel Gibson. En el que la cinematografía se esfuerza por mostrar la crueldad de la Pasión y Muerte de Jesús. Es una muestra de la teología de la expiación.
Para no quedarnos en el dato cinematográfico es necesario advertir que no fueron los sufrimientos indecibles del Redentor la causa de nuestra salvación. Sino su Amor, del que los padecimientos experimentados mostraron su alcance y profundidad.
Hay un día del año en el que la liturgia no se centra en la Eucaristía. Sino en la Cruz. No en el sacramento; sino en el acontecimiento. Es el Viernes Santo, día en el que no se celebra la Misa. Se contempla y adora al Crucificado.
Si bien la Muerte como la Resurrección son momentos del misterio pascual quiero detenerme en una especial consideración de la Cruz. Porque el Viernes Santo es un día de especial gracia en el que "resplandece el misterio de la Cruz", como reza un himno litúrgico.
Sugiero detenernos en la meditación del Crucificado siguiendo al apóstol Pablo cuando dice: "Mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos; necedad para los gentiles; más para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios." (1Co 1, 22,24)
La muerte sin el acto de Amor infinito de la Última Cena no pasaría de ser una muerte vaciada de sentido. A la vez que la Cena sin la concreta realización de la muerte se mostraría carente de realidad. Cena y Cruz son el origen de la Eucaristía. San Juan dice que del costado traspasado del Señor "salió sangre y agua" (19, 34). Recordemos que comulgar con el Cuerpo y la Sangre de Cristo nos pide también la liturgia de la vida. De modo que nuestros sufrimientos sean también sacrificio. Y "podamos suplir en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo." (Col 1, 24)
Aunque los evangelistas no coinciden en los detalles, concuerdan no obstante en lo esencial en cuanto a que Jesús murió orando. Marcos y Mateo dicen que Jesús gritó "con voz fuerte" las primeras palabras del salmo 21, que son las del justo perseguido. "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; Mt 27, 4) Se puede advertir que muestran el sufrimiento del justo, aparentemente abandonado por Dios. Pero todos los evangelistas coinciden en que el salmo 21 guarda relación con la Pasión de Jesús.
No quiero dejar de hacer una breve consideración antropológica. Ser hombre significa ir al encuentro con la muerte. Biológicamente hablando es natural morir. Pero desde esa vida se abre un centro espiritual que aspira a la eternidad. De modo que la muerte es un absurdo que contradice esa aspiración.
Al confesar que el Hijo de Dios "se ha hecho Hombre" expresamos que también ha ido al encuentro con la muerte. Por lo que la contradicción que implica el morir alcanza en Él su máxima expresión.
La fe cristiana en la Resurrección de Jesús suscita diversas controversias. Incluso por los textos bíblicos, el aspecto lingüístico y conceptual, con relación a la cultura actual. No obstante ha de quedar claro que Jesús no volvió a la vida al modo de un muerto reanimado. Sino por el poder de Dios, que excede lo que es física y químicamente mensurable.
En la Pascua de Resurrección que celebramos Dios se revela por sobre las fuerzas de la muerte. Y enciende nuestra esperanza. Por eso cantamos "aleluya" (*), en un mundo donde las guerras siembran atrozmente la muerte.
¡Feliz y santa Pascua!
(*) Sobre el tema se puede leer mi nota "Por qué cantamos aleluya". El Litoral, 22/04/2014.