Cuando salí de la cárcel sabía que mi mujer se había ido con otro tipo después de vender la casa que alguna vez compramos. Estaba solo en el mundo. Mamá había muerto el año pasado y a mi padre nunca lo conocí. El balance no era como para bailar en una pata: cuarenta años, un bolso chico con ropa usada, dinero como para vivir en una pensión pobre no más de tres meses y un libro de Pessoa. No, no era un capital para sentirse orgulloso, pero si algo había aprendido en la cárcel es que siempre se puede estar un poco peor y que cuando se está en el fondo del pozo lo más importante es tratar de pararse y dar el primer paso. Entré en un bodegón barato, pedí un plato de tallarines y una botella de vino. Si dijera que estaba feliz, exageraría, pero sí estaba convencido de que, atendiendo las circunstancias, podía permitirme alentar una modesta cuota de optimismo.
El secretario me dijo que Miguel no podía atenderme y que al otro día viajaba a Europa con Silvia, su mujer, viaje que se extendería por dos o tres meses. Pensé que Miguel no tenía ninguna ganas de verme, aunque conociendo mi situación y en homenaje a la amistad de nuestros años juveniles, me entregó a través de su empleado una suma discreta de dinero que acepté porque, a decir verdad, no podía permitirme el lujo de no hacerlo. Esa noche, en la barra del bar, y acompañado de una copa de vino, consideré a esa suma de dinero como una devolución a cuenta de los préstamos que le hacía en nuestros años de estudiantes cuando compartíamos la misma pensión y Silvia, su esposa, era mi novia.
Cuando a mi hermano lo metieron preso y lo condenaron a cadena perpetua, yo lo iba a visitar a la cárcel una o dos veces por mes. Así fue durante los tres primeros años. Cuando los médicos me dijeron que tenía cáncer y no le quedaban más de seis meses de vida empecé a visitarlo más seguido. Hablábamos de fútbol, discutíamos de política, se interesaba por la vida de algunos amigos comunes, pero nunca preguntó por mi hijo y mucho menos preguntó si yo tenía algo más que decir respecto de su condena.
Regresó a su pueblo después de quince años de ausencia. Nunca supo si se fue buscando la felicidad y la gloria o simplemente escapaba de algo que lo excedía, pero lo seguro es que regresaba triste, pobre y con un leve temblor en las manos que solo el whisky sosegaba. Nadie lo esperaba, ni siquiera su hermano mayor, el hombre más rico del pueblo casado con la mujer que en otro tiempo y en otra vida, había sido su novia e intentaba convencerlo de que era brillante y que el éxito y la fama lo aguardaban a la vuelta del camino..
Se había fugado de la cárcel y la policía lo seguía de cerca. Su foto estaba en todas partes y sabía que el bigote afeitado y el pelo teñido más algunos kilos de más no lograrían confundir ni al policía más distraído. Mañana dejaba la ciudad, pero esa tarde debía asistir a un compromiso ineludible. Su único amigo le insistía que no fuera, que era lo más parecido a una celada, pero él, que a lo largo de su vida dejó a varias mujeres esperando en una esquina cualquiera, incluso abandonó a la madre de su hijo que vivía a pocas cuadras de su antigua casa, sabía, cómo lo sabía, que a esa mujer que ahora lo esperaba, que a su manera lo esperaba, no podía fallarle, que a esa cita no podía faltar y que ninguna excusa podía justificarlo. Sabía que la policía lo estaría esperando, pero confiaba en su buena estrella y además estaba convencido de que la asistencia a ese velorio era más importante que su libertad.
Me desperté después del mediodía de un domingo cualquiera en una ciudad balnearia en la que nunca antes había estado y que en los meses de invierno suele estar casi desierta . Me dolía la cabeza y tenía la garganta seca, seguramente por los efectos de la borrachera de la noche anterior. Me puse un vaquero, una camisa y salí a la calle. La ciudad estaba desierta, pero había un bar abierto donde tomé una cerveza y comí un plato de tallarines. Caminé por la costanera de la ciudad y me crucé con dos o tres personas, una parejita de novios y un muchacho que trotaba en la playa. Oscurecía y me dije que no hay nada más desolador que un domingo a la tarde en una ciudad desconocida donde ni siquiera mis pasos hacen ruido. Estaba fumando un porro en el banco de una plaza cuando dos policías me pidieron documentos, se cercioraron de que no estaba armado y después me llevaron a la seccional. Pasé toda la noche en el calabozo y mientras acostado en algo así como un catre miraba el esfuerzo de una arañita tejiendo su tela en el techo de la celda, pensaba que cuando los policías vayan a mi pensión solo encontrarán dos camisas, un pantalón, un par de zapatillas, una novela corta de Onetti y algunos hojas sueltas en las que están los borradores de dos o tres poemas que escribí el sábado a la noche acompañado de la música de Johnny Cash y una botella de Old Smuggler.
No le gustó hacerlo, hubiera preferido no hacerlo, pero finalmente lo hizo: delató a la policía a dos de sus cómplices, y uno de ellos después apareció muerto en su celda. Todo se complicó de una manera inesperada, dijo, pero él sabía muy bien, o debía saberlo, que en su ambiente las situaciones no solo se complican sino que casi siempre salen mal. Él lo sabe y presiente el desenlace. Sabe que por lo que hizo va a pagar un precio, pero lo que lo desvela es no saber si el precio lo pagará él o su hijo de diez años.
Me cuenta que a esa mujer la recuerda todos los días. Pasaron más de veinte años y no olvida. Nunca supo su nombre, si hoy la cruzara en la calle no la reconocería y ella, supone él, tampoco le reconocería a él. Todo fue muy breve: una tarde y una noche. Hubo un bar y un hotel con un cuarto y una cama en la que cuando él despertó a la madrugada ella ya se había ido. Él no recuerda muy bien por qué estaba en Córdoba, pero sí tiene presente que hacía dos meses que su mujer lo había dejado. La conoció a ella en una esquina. Siempre supo que al sexo lo cobraba. La invitó a tomar una copa en un bar que ella conocía y, según me cuenta, esa mujer fue la única que lo escuchó cuando nadie lo escuchaba, la única que le dijo las palabras que él necesitaba oír y la única que le dio el afecto que consideraba perdido para siempre. Sabía que ella estaba cumpliendo con su trabajo, pero no le importaba porque la situación que él vivía en esos días no le permitían mayores pretensiones. Todo fue muy confuso y borroso. De ella apenas recuerda el color de sus ojos, el tono de la voz y una cicatriz pequeña en la espalda. Más no sabe, incluso ni siquiera está seguro de haberle pagado.
Recién estaba saliendo el sol cuando nos pusimos a hacer "dedo" en la ruta. Aún no se había disipado la borrachera de la noche, pero cuando se tienen veinte años esas dificultades se superan. Fue ella la que propuso viajar hasta un pueblo que según el mapa estaba más allá de Bariloche y todos sus habitantes eran amigos. Viviríamos de nuestro talento: ella cantaba canciones de los Beatles y Elvis Presley y yo me tenía confianza tocando la guitarra. Estuvimos viajando más de seis meses. Viajamos como pudimos, pero viajamos a algún pueblo o a alguna ciudad chica y siempre nos arreglábamos para ganar los pesos que nos permitiera comer, dormir y divertirnos. A veces la suerte no ayudaba y dormíamos en una plaza, en una terminal o en una estación de servicio. Viajábamos ligeros de equipaje, pero nunca nos faltó un porrón de ginebra y un porro para despuntar el vicio. A veces llovía, a veces brillaba el sol, pero llueva o truene dormíamos abrazados y más de una vez ella me dijo que cuando se acurrucaba en mis brazos el frío no existía. Conocimos mucha gente; hicimos amigos y algunos enemigos. No nos privamos de nada, incluso de pasar tres noches en un calabozo y recuperar la libertad gracias a las gestiones de un abogado del que nunca le pregunté a ella por qué nos defendió gratis y con tanto entusiasmo. Me crean o no, fueron los meses más felices de mi vida. Nunca llegamos al pueblo levantado más allá de Bariloche donde todos eran amigos, cantaban canciones alegres, pintaban, escribían poemas y se sembraba marihuana como otros siembran maíz o trigo. Nunca llegamos porque ella se fue antes. No sé si sola o acompañada. Lo seguro es que se fue y el único recuerdo de ella fue un libro de poemas de Dylan Thomas, poemas que de vez en cuando ella me leía antes de dormirme.