"La mirada de un candidato apunta a nuestro sistema cerebral instintivo. Los humanos somos seres visuales" y "es lógico que el ingreso visual impacte de lleno en nuestro sistema emocional".
Propuestas delirantes, postulantes subidos a una tabla de surf, candidatas exhibiendo escotes. La oferta del poder para el drama de la Argentina.
"La mirada de un candidato apunta a nuestro sistema cerebral instintivo. Los humanos somos seres visuales" y "es lógico que el ingreso visual impacte de lleno en nuestro sistema emocional".
Son algunas de las reflexiones de Luis Ignacio Brusco, autor de "Cerebro político". Para el decano de la Facultad de Medicina de la UBA, médico neurólogo y psiquiatra, la decisión electoral es un acontecimiento emocional que luego la razón termina de moldear. Juegan allí los sistemas de creencias, a los que no se les exige rigor crítico ni observación reflexiva.
¿Por qué nos apunta un candidato? En medio del drama del hambre, la pobreza "inclusiva" de los asalariados que no llegan a fin de mes, del estancamiento económico, la oferta de poder se concentra menos en los fundamentos políticos para diseñar respuestas, que en dispositivos de marketing que provoquen reacciones. Poco o nada tienen que ver con abordar los problemas y ensayar soluciones; procuran el componente emotivo del voto.
Brusco especula que hasta un 40% de los argentinos que votaremos presidente este año, saldremos camino a las urnas sin haber tomado una decisión. En el electorado hay acólitos de uno u otro bando, adherentes sin condiciones; pero incluso en independientes con capacidad y voluntad de reflexionar la decisión, operan los componentes no racionales, en mayor o menor grado, según cada caso.
En el acting de subirse a una tabla de surf, del grito desaforado, de mostrar escotes mirando a cámara, de la remanida foto besando a un chico o subidos "todos juntos" a un avión en manga de camisa -como si eso resolviera problemas-, de bajadas cinematográficas en helicóptero, de escenarios repletos de nietos, los oferentes apuntan a esa emotividad -mayor o menor- de los atribulados argentinos.
A la luz de reflexiones más elaboradas, son recursos que en algunos casos espantan ante la gravedad, que incluso generan vergüenza ajena. ¿Por qué los usan? Porque les sirven.
Yuval Noah Harari postula que Homo Sapiens toma sus decisiones basadas en una combinación de conciencia y emotividad; la primera analiza y evalúa las opciones, mientras la emotividad nos procura un sentido de satisfacción (incluso una justificación ética) que avale la decisión previamente tomada.
Hay en cada elector convicciones elaboradas y sustratos emotivos; algunos no van a cambiar de decisión más allá de toda evidencia, sea cual fuere la oferta. Otros observan y reflexionan, apelando al método de la verdad científica. Muchos se esmeran en el rechazo, la apatía, el hastío, el hartazgo. A falta de amores, los postulantes también especulan con ellos y disparan premisas negativas de sus contrincantes que -se sabe- viralizan mejor en el imperio de las redes.
Shila Vilker, investigadora y analista de opinión pública, midió el fenómeno de pregnancia de ideas delirantes en la oferta política argentina. Es decir, de propuestas que por su desmesura o ilegalidad no podrían ser llevadas adelante, pero generan debate y visibilidad. Javier Milei es el fenómeno saliente, pero no el único.
Aún cuando observa que 9 de cada diez consultados por su estudio rechazan la idea de quitar la obligatoriedad de la escolarización, o sólo 3 de cada 10 admiten la libre portación de armas, Vilker apunta que "el tema más llamativo para un analista es lo que pasa con el salto generacional. Las ideas que parecen delirantes tienen mayor grado de permeabilidad en universos juveniles; los más jóvenes están viendo una sociedad de otro orden".
¿Y qué miran los candidatos sobre esos jóvenes que procuran otro orden? Lo primero que ven es que son mayoría. De los 32,5 millones de 16 años o más que tiene el país si se toman como referencia los datos del Indec-Censo 2022, casi el 60% -19,4 millones- estarían en condiciones de votar presidente este año. Son millennials y centennials, nacidos casi en su totalidad "en democracia".
Se suman a ellos 7,3 millones de entre 43 y 55 años, más 5,6 millones de 56 años y más. A manera prejuiciosa, la oferta política infiere que aquél 60% -desencantado de la oferta clásica de la democracia- va a las urnas mejor predispuesto a las reacciones impulsivas que a las respuestas elaboradas.
Allí se expone el yacimiento en el que hurgan quienes están dispuestos a conseguir sufragios, menos por un sentido de servicio público que por la ambición del poder o el negocio subyacente. Allí es donde se rompe el contrato social que supone el mandato del electorado a los gobernantes. Es en esa instancia que la oferta política apunta y dispara, en procura del voto que le garantice el dispositivo mecánico de acceso al tablero de comando.
Las encuestas fallan mucho sobre la asertividad de aquél a quien la sociedad votaría. Son menos falibles cuando miden el rechazo que generan tales o cuáles candidatos. Es porque en éste último caso respondemos a las consultas del marketing con emotividad sobre aquello que no queremos, sobre lo que rechazamos, por experiencia o por convicción. O por ambas.