Tomé la Línea 8 en General Paz al 7000 poco antes de las 4 de la tarde, un martes. De inmediato me llamó la atención un chico, que estaba en brazos de su madre, porque parecía tener fiebre. Entonces el coche arrancó, no sin ciertos tirones, ruidoso. Pensé, qué feo tener fiebre y estar a bordo de un colectivo que se sacude.
De aspecto más bien gringo, tendría unos 3 años. Seguía mirándome con mirada de fiebre, con esos ojos vidriosos, como mojados, elocuentes, que tienen los chicos cuando la fiebre les acecha próxima, o cuando ya están con fiebre. Pero en seguida cerró los ojos y volvió a sumirse en el cobijo protector de su madre, o tal vez para negar una realidad que le era hostil.
Tenía fiebre, o al menos en mucho me lo parecía. Y pensé que en medio de la epidemia de dengue que asola la ciudad de Santa Fe, un diagnóstico probable para esa fiebre bien podría ser, precisamente, el dengue. La fiebre no es una enfermedad sino el síntoma de una enfermedad. Entonces imaginé toda la escena: el hijo tiene fiebre y su madre sale con él en busca de atención médica, sea un médico general solvente en pediatría, sea un pediatra con similar solvencia.
El 8 avanzaba inclemente con sus ruidos y sus sacudones, ajeno sin duda a la necesidad del paciente, que seguro quería silencio y quietud. Espasmódico, giró a la derecha y tomó Ángel Casanello. Pensé que el niño y su fiebre y su madre se bajarían unas cuadras más allá, en el centro de salud Alberdi, pero no lo hicieron. Tal vez ya lo sabían, tal vez por propia experiencia. Presté atención a mi izquierda. Al pasar el colectivo por el frente, pude ver que el centro, minúsculo pero de puertas abiertas, tenía un cartel que anunciaba que ya no tenían vacunas contra la gripe.
Pensé en una negligencia, o una incompetencia quizás, pues estamos en tiempo de vacunarse contra la gripe, tanto niños como adultos. Y si un centro ya no tiene esta vacuna, y en consecuencia ya no puede vacunar a la población a la cual debe servir, es que hubo una previsión mal prevista, tal vez por impericia, tal vez por confundir la propia opinión con la necesidad real.
Para saber más, y tratar de entender por qué no se bajaron allá, busqué las características de este centro de salud en internet, y me sorprendió descubrir que no tiene médico, o que no suele tenerlo, y menos por la tarde. Pensé, qué curioso que un centro de salud de la ciudad, en medio de una epidemia de dengue, ni médico tiene.
Según la información oficial que encontré en internet, no todos los centros de salud tienen pediatra y médico de familia de lunes a viernes. El horario de atención suele ser corto, y por tanto es probable que resulte insuficiente para atender a toda la demanda. Y no suele haber atención médica en horario de tarde. Entiendo que sí hay atención de enfermería, y entonces las enfermeras y los enfermeros podrían asumir roles más relevantes, tal como ya se ensaya en otros países.
Es evidente que Santa Fe tiene que repensar su pediatría, pues a la vista está, y desde hace tiempo, que tal como está no está bien, ni es eficiente, ni es suficiente, ni responde a la necesidad de la gente. Repensar la pediatría puede parecer un desafío difícil de asumir, dado que suele haber reticencias a los cambios, pero sin duda es algo que hay que hacer.
Con estas cavilaciones me llegó el punto de destino y me bajé del colectivo. El niño febril y su madre seguían a bordo, y pensé entonces que iban al Hospital de Niños. Pero, según se viene comprobando desde hace tiempo, y cada vez peor, en la guardia de este hospital tienen problemas de personal, tal vez porque el personal está cansado de un trato impropio, tanto en lo profesional y laboral como en lo personal.
Estos problemas de personal resultan extraños y tal vez sospechosos, difíciles de entender porque este hospital es la institución más interesante de la ciudad para que tanto un pediatra como un aspirante a serlo puedan desarrollar una buena carrera, tanto en lo profesional como en lo personal. Es sin duda la mejor opción, la mejor institución de pediatría. Entonces no se entiende. O será que hay quienes se aprovechan y abusan, y al actuar así contribuyen a crear el mal ambiente, tóxico y crónico, que ahuyenta a los candidatos a pediatra. Esto es lo que se dice, pero no sé si es del todo cierto, o si por el contrario se queda corto. Alguien debería acercarse y mirar.
En la C Verde
Tres días antes, casi al mediodía, yo esperaba la C Verde en Rivadavia, zona de sanatorios, cuando observé que a mi lado también esperaba el colectivo una chica (20 años quizás, tal vez un poco más), que tenía en brazos a un recién nacido. El bebé no tendría más que unos pocos días de vida, y se veía tranquilo y feliz, con los ojos cerrados. El cabello, abundante y negro.
La chica en cuestión sería con toda probabilidad su madre. Lo sostenía sobre su antebrazo derecho, y con la mano de este mismo lado sujetaba el muslo de su bebé con el evidente propósito de evitar cualquier caída accidental. Parecía preparada para la difícil tarea de subir a la C con un recién nacido dormido y acomodado en su brazo.
La madre tenía un gesto como de dolor, como quien aguanta, pero a la vez el gesto parecía indicar una firme y decidida determinación. Y el bebé parecía acompañar la actitud de su madre pues tenía ambos puños cerrados con firmeza, tal como es habitual observar en todos los recién nacidos. Entonces llegó la C, a los tirones, resoplando.
Dos o tres personas subieron antes que ella, tal vez sin considerar que la madre y su bebé tenían un prioridad evidente. Con movimientos calculados, con suma prudencia, con todo cuidado, cautela, sin apuro, la madre subió a bordo de la C. Fue una subida de alto riesgo porque los escalones de esa unidad son altos y estrechos, difíciles de subir, y estaban sucios con arena seca, y esto favorece un resbalón.
Sujetándose con la mano izquierda en los pasamanos del colectivo, la madre consiguió por fin superar todas las dificultades, y subió. Subí detrás de ella. Se detuvo un momento para sacar la tarjeta Sube del bolsillo con la mano izquierda. La acercó a la máquina y ésta le cobró algo más de setecientos pesos.
Entonces pensé que a un senador le pagamos el avión para que pueda ir a trabajar, pero una madre que acaba de parir debe pagar de su propio bolsillo el boleto del colectivo. Y mientras aquél puede duplicarse el sueldo, sin por ello tener que trabajar más, esta madre se debe conformar con una asignación que no alcanza para criar un hijo, y que siempre estará sujeta al criterio de quien cobra mucho más.
Varios se pusieron de pie para cederle el asiento a la madre y a su bebé neonato. Y ella se vio de pronto envuelta en un dilema: a quién de los varios que se lo ofrecían le aceptaría el asiento. Decidió rápido, y le aceptó el asiento a una señora que le duplicaba el peso y que bien podría haber sido la abuela del bebé.
Yo me senté más atrás. Y mirando por la ventanilla pude ver al cabo de unos minutos que el centro de salud de La Guardia estaba cerrado, pese a la epidemia de dengue y a los muchos chicos que viven por allí. No se entiende. No es al senador a quien hay que proteger, sino a las madres y a sus hijos. Porque podemos prescindir de un senador, y muchos países lo hacen, mientras que no podemos prescindir de los niños. Estos son el futuro, mientras que aquéllos ya huelen a naftalina.