Sábado 13.8.2022
/Última actualización 5:26
Siempre me atrajo la Edad Media, pese a su supuesta oscuridad, o quizás por esa misma razón. Y, en consecuencia, las iglesias de ese tiempo remoto, tanto las románicas como las góticas, tan distintas entre sí, aunque signadas por misterios que habitan en las antípodas del orden de la matemática y la geometría renacentistas. Hoy me detendré en dos objetos de la arquitectura gótica, las gárgolas y las quimeras, que han imantado mi interés desde que era un chico que leía novelas de caballería.
Las he fotografiado durante décadas, en cada viaje a Europa. Mi vínculo se estrechó al máximo en 1982, con un episodio que me marcó para siempre, una extraordinaria coincidencia de las que hablaba Carl Jung. Ocurrió en París, en la escenográfica catedral gótica de Nuestra Señora (Notre Dame), que se espiga en la "isla de la ciudad", sitio originario del asentamiento galorromano de "Lutetia", que, en su expansión, le fue dando forma a París.
Recuerdo que era un día sábado y se trataba de una visita exploratoria a la iglesia que la novela de Víctor Hugo, acentuando su arquitectura ascensional, la había proyectado a las nubes de la fantasía. Y Viollet-le-Duc, con los monstruos quiméricos agregados en su restauración, le había agregado sombras medievales a su intervención decimonónica. Subí los 387 escalones que se retuercen en espiral desde el nivel de la calle hasta el pasadizo-balcón que, en la altura, vincula a las dos torres-campanarios, hogar de Quasimodo, el jorobado ficcional que potenció la maravillosa realidad de la iglesia. Es un buen lugar para ver de cerca a esas extrañas figuras que remiten a los bestiarios del medioevo con una insoslayable exudación diabólica.
Volví al día siguiente, para tomar las fotos, pero al entrar al templo empecé a sentirme mal. Necesitaba aire. El malestar se acentuó con mareos y una sensación nauseosa. Regresamos al hotel con mi mujer, y un dolor espantoso, como el de una lanza clavada en el abdomen, se incrustó en mi cuerpo y no me abandonó pese a los medicamentos suministrados en tres visitas médicas que se sucedieron en el transcurso de las horas.
A las seis de la mañana del lunes, una ambulancia me transportó al Hospital Cochin, donde luego de largas esperas y distintos estudios, fui internado en terapia intensiva. El diagnóstico: una pancreatitis aguda, y el primer paso, varios días en terapia intensiva. En suma, el proceso insumió 20 días de internación para ponerme en condiciones mínimas para subir a un avión que me devolviera a la Argentina. Es sólo una anécdota, vinculada con las quimeras de Le Duc y mi obsesión por acercarme a ellas. Una década después volví a París, estuve de nuevo en "Notre Dame" con cierta conmoción interior, pero no subí a las torres. ¿Por qué? No lo sé. Pero la atracción por las quimeras, persiste.
Desde la antigüedad, la fuerza y las habilidades de animales como el león, el oso y el águila, han subyugado a los seres humanos, al punto que fueron adoptados como emblemas de grupos tribales, y, más adelante, de sociedades nacionales. Por eso no resulta extraño que los antiguos hayan guarecido simbólicamente sus fortalezas, palacios y templos con imágenes zoológicas que transmitían seguridad hacia adentro y advertencia hacia afuera; vigilantes, siempre.
La construcción de Notre Dame comenzó en 1163, pero sus acentuaciones escultóricas más espectaculares fueron realizadas durante la restauración encabezada por el medievalista Eugène Viollet-le-Duc, entre 1844 y 1867. Curiosamente, en el gran incendio que en 2019 consumió la mayor parte del templo, la fachada y las torres, con su población de infernales seres pétreos quedaron a salvo.
Lo cierto es que esos diablos, encarnados en grotescos animales fantásticos, siguen vigilando París. Víctor Gómez, un bloguero atraído por las quimeras, como quien escribe, pero que pudo fotografiarlas con detalle, describe la galería de figuras monstruosas. Dice: "La que me da la bienvenida es la archiconocida estirga burlona (ser mitológico que se alimentaba de sangre), que mira a lo lejos y le saca la lengua… a la estatua de Carlomagno y a la universidad de la Soborna, al poder y a la ciencia, como si todo lo pudiera y todo lo supiera...". ¿Qué pensaba Le Duc al concebirlas? ¿Podía su mente decimonónica atrapar el significado profundo de esas figuras en los siglos XII y XIII d. C.? ¿Cuán artificiales eran esas reproducciones fuera de sus contextos religiosos originarios? Preguntas, en fin, que siguen sin respuesta, porque las indagaciones de historiadores y antropólogos culturales, sus intentos de interpretación, carecen del registro íntimo y la vivencia cotidiana del infierno en las gentes de la Edad Media.
La atracción incierta que esas imágenes nos producen, expresa la inquietud ante lo desconocido; ante dimensiones que escapan al orden de la racionalidad que solemos exaltar, y a la cual adscribo como brújula necesaria en medio del creciente caos de nuestro tiempo.
Las gárgolas y las quimeras fueron compañeras inseparables del gótico, y la inercia de las primeras penetró tramos significativos del Renacimiento. Pero, aunque sus formas tienen semejanzas, sus funciones fueron y son diferentes.
En las gárgolas, el ornamento fue la piel de su función de desagüe. Para que los caños cumplieran bien con su propósito, sin detrimento de la arquitectura, fueron separados de los muros a través de elongaciones revestidas de figuras fantásticas que estiran sus "cuellos" sobre los vacíos. A la vez, por una cuestión también funcional, las bocas de descarga se multiplicaron para evitar los problemas que pudiera ocasionar la presión del agua si se concentraba en pocas salidas. La consecuencia fue la floración en la altura de las más diversas formas de cobertura de las cañerías -figuras humanas, animales, vegetales, mitológicas, en general fantasiosas-, que le otorgan al gótico su exuberancia decorativa. De paso, el sonido que produce el agua al desplazar el aire dentro de los caños fue asimilado al de una gárgara, asociación de la que surgió la palabra gárgola.
Por si las gárgolas no bastaran, en las cornisas superiores solían agregarse figuras de quimeras, muchas de ellas aladas. Sobre el sentido de estas curiosas formas se han hecho innúmeras especulaciones teóricas, entre ellas, la de que tenían la función simbólica de proteger el templo y asustar a los pecadores. Esta explicación se desvanece cuando se observan diablos y monstruos en los capiteles interiores de las iglesias medievales, al igual que frescos en las paredes que muestran las muchas variantes de Satán acechando a las ciudades y a las personas de aquel tiempo.
La Quimera es un animal fabuloso, extravagante, integrado con partes de otros animales, que en la mitología griega recorría el Asia Menor devorando seres vivientes. Durante la Edad Media, esta bestia imaginaria encontró ámbito propicio para crecer en una mentalidad colectiva proclive a la creencia en un infierno de padecimientos físicos, además de morales. Así, esta fantasía inspiradora de temor se materializó en el cuerpo de las catedrales. Algunos dicen que por el hecho de tener la capacidad de espantar al mismo demonio.
Desde mi perspectiva, tan subjetiva como relativa, más bien habría que hablar de una consciente pedagogía basada en el miedo, suscitado por las consecuencias del pecado mediante el despliegue icónico del Averno y su horrorosa y siempre amenazante población estable.
En cualquier caso, inmateriales, pero más peligrosos, son los monstruos reales que suelen arraigar en la interioridad de los seres humanos.