Lluvia y lágrimas. Bajo la vulnerable protección de los paraguas, la ex esposa y la hija de Nisman se emocionan con el homenaje de la multitud a la figura del desaparecido fiscal.foto:efe
Por Rogelio Alaniz
Lluvia y lágrimas. Bajo la vulnerable protección de los paraguas, la ex esposa y la hija de Nisman se emocionan con el homenaje de la multitud a la figura del desaparecido fiscal.foto:efe
por Rogelio Alaniz
ralaniz@ellitoral.com
Ni las amenazas, ni los agravios, ni las imputaciones -tan falsas como rebuscadas- de un poder tan necio como insensible, impidieron que las multitudes se hicieran presentes en las calles de la república para manifestar su pesar por la muerte del fiscal Alberto Nisman, el hombre que con su sacrificio encarna los valores de una Argentina que se resiste a las persistentes acechanzas del populismo autoritario con sus inevitables secuelas de corrupción, injusticia y muerte. Esas multitudes libres que salieron a las calles, esas multitudes que marcharon bajo la lluvia o bajo un cielo de estrellas, que se expresaron sin amenazar ni extorsionar a nadie, que caminaron por el centro de las calles de las ciudades argentinas con el rostro descubierto, como corresponde a ciudadanos honrados y valientes, constituyen el pueblo de la Nación, el pueblo soberano, el pueblo que en sintonía con nuestra mítica frase fundacional, “quiere saber de que se trata”. Cientos de miles de argentinos salieron a las calles a expresarle sus condolencias a los familiares del fiscal, esas condolencias que la Señora se negó a dar. Es más, a contramano del sentimiento de luto y miedo que embargaba a la gente, declaró desde los balcones de la Casa Rosada que había llegado la hora de la alegría, mientras en el patio de las Palmeras las comparsas se agitaban como despatarrados arlequines. El silencio habló este 18 de febrero llamado a constituirse en una página de las grandes épicas nacionales. Su lenguaje fue parco y preciso y su interlocutor fue el poder. La convocatoria formal la hizo un grupo de fiscales, y está bien que así haya sido porque Nisman está muerto y, como dijera uno de sus colegas, puede ser el primero pero tal vez no sea el último. Dicho sea de paso, es probable que esos fiscales no sean santos, pero han demostrado en un momento clave de sus vidas, disponer de una dignidad ausente en un oficialismo cómplice del silencio. Los fiscales están en su derecho de decir que la marcha se realizó con exclusivos objetivos litúrgicos, pero la multitud -que hubiera salido a la calle de todos modos- reclamó algo más que condolencias, condolencias transformadas en un gesto político que el poder se había negado a dar. Guste o no, el destinatario de la movilización fue el gobierno, pero también el poder como expresión más permanente, motivo por el cual no es arbitrario decir que los destinatarios fueron los políticos que dentro de unos meses se harán cargo de la responsabilidad de gobernar a los argentinos. Es injusto, por lo tanto, afirmar que en la calle estuvo una facción de un país dividido. Los valores que estuvieron presentes en la calle: libertad, justicia, decencia, son compartidos por la inmensa mayoría de los argentinos; incluso, por muchos que por un motivo u otro no estuvieron en las manifestaciones. La marcha del 18 de febrero no se realizó para beneficio de un sector o una clase, se realizó para garantizar libertad, seguridad y justicia para todos. Corresponde decir, además, que toda movilización multitudinaria es, por definición, política. Su naturaleza política, en todo caso, no es partidaria; pero si bien la política incluye a los partidos, la política va más allá de ellos, y está bien que así sea. Hoy la Argentina no está dividida entre pobres y ricos, o entre burgueses y proletarios. Nada de eso. La divisoria real de la Argentina se da entre una sociedad que, desde el pluralismo y las diferencias, afirma su voluntad de vivir en democracia y, del otro lado, un régimen de poder corrupto y farsante. Muy a su pesar, el kirchnerismo no es la Nación, y en el futuro inmediato no será ni siquiera una parte, porque -como el menemismo- se agota en sí mismo; y carece de posibilidad de trascendencia, porque más allá de la retórica de sus seguidores, sus objetivos nunca fueron más allá de una visión personalizada y sensual del poder. A la hora de decir las cosas como son, se debe recordar que se salió a la calle para impedir el retorno de lo siniestro en un país donde el terrorismo de Estado aún se empecina en actuar. No comparto algunas afirmaciones que le reprochan al gobierno no haber cuidado al fiscal. Nisman estaba cuidado hasta donde es posible cuidar a alguien en nuestro inseguro país. Pero existen motivos para pensar que su muerte no se provocó por causa de un descuido, sino como consecuencia de una decisión tan eficaz como criminal. Seamos claros, nadie hubiera salido a la calle si no existiera la sospecha firme de que Nisman no se suicidó, que lo mataron, y que esa muerte fue urdida en algunos sótanos de un poder al que determinadas napas del kirchnerismo no son ajenas. Que Nisman no se suicidó y que, por el contrario, fue asesinado, es tal vez la única afirmación que se puede compartir con la Señora, aunque por razones distintas. Efectivamente, fue ella la que dijo desde su investidura que el fiscal había sido asesinado. Lo dijo después de afirmar un día antes que se había suicidado. Lo dijo para, acto seguido, agraviarlo con impiedad y cinismo, pero no es un dato menor que desde la máxima investidura del poder se haya hablado de un crimen y no de un suicidio. En un país en serio la presidente debería probar sus palabras, su aluvión compulsivo de frases dislocadas e incoherentes, pero en estos temas la Argentina que nos toca vivir no es seria, entre otras cosas porque la palabra de la Señora está tan devaluada como -por ejemplo- la de su vicepresidente, puesto en ese lugar por obra de su exclusiva voluntad y capricho. ¡Maravillas de la Argentina contemporánea! Un vicepresidente procesado y una presidente imputada. ¡Y después algunos se preguntan por qué no nos toman en serio en el mundo! La prudencia y el recato nos exigen decir que se investigue una muerte que es, por lo menos, dudosa, pero la experiencia nos empuja a afirmar que el gobierno sobre este tema se comporta como si fuera culpable o como si su objetivo fuera borrar huellas, sembrar la confusión, ensuciar la cancha. Si así ocurriera, el caso Nisman se sumaría a la larga lista de crímenes impunes. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué se comporta como si fuera culpable? Misterio inescrutable, O no tanto. Alguna vez se sabrá qué hay detrás de tanta humareda y confusión deliberada. Alguna vez dispondremos de certezas sobre lo ocurrido, pero mientras tanto no es arbitrario suponer que Nisman fue sacrificado en el contexto de una guerra abierta entre facciones de servicios de inteligencia a los cuales el gobierno alentó y financió, disponiendo de ellos como si fueran sus perros guardianes. A la Señora le faltan algunos meses para irse. Nadie le da un golpe de Estado a un régimen que declina en todo el sentido de la palabra. No hay golpe de Estado en la Argentina, salvo los golpes contra las instituciones que periódicamente se han dado desde el régimen contra las instituciones y la propia Constitución Nacional. El gobierno se va con muchas asignaturas pendientes. En el caso que nos ocupa, hay tres que merecen señalarse porque explican la movilización de ayer y el malestar de los ciudadanos: nada se sabe sobre lo sucedido con la Amia hace veinte años; nada se sabe sobre los acuerdos públicos y secretos del nefasto Memorándum firmado con una teocracia terrorista cuyos funcionarios están acusados de haber sido los perpetradores del atentado más devastador cometido contra la Argentina; y nada se sabe acerca de la misteriosa muerte del fiscal que sugestivamente había imputado a la presidente y algunos de sus colaboradores. En este escenario de un poder sin resguardos éticos e institucionales, la marcha de la víspera fue una afirmación republicana en tiempo presente y tiempo futuro. Guste o no a los predicadores de un populismo tan estéril como corrupto y farsesco, la Argentina que viene dispone de reservas democráticas necesarias para permitir en este paisaje devastado el espacio mínimo a la esperanza, la legítima pretensión de vivir en un país decente, creíble y seguro, un país en el que no nos avergoncemos del poder de turno y que recupere para todos el orgullo de ser argentinos.
A la Señora le faltan algunos meses para irse. Nadie le da un golpe de Estado a un régimen que declina en todo el sentido de la palabra.