Las imágenes son brutales. Las paredes del frente de la iglesia muestran las cicatrices dejadas por la súbita extracción de placas memorativas vinculadas con su historia y la de la ciudad. El destrato a los santafesinos es increíble, máxime cuando proviene de una secular orden religiosa. Sin embargo, no debería llamar demasiado la atención, porque desde hace décadas la orden de Santo Domingo viene dando muestras de desafecto hacia la ciudad de Santa Fe, a la que paradójicamente acompaña desde su asentamiento originario junto al río de los Quiloazas (luego San Javier), 80 kilómetros al norte de la urbe actual. Hace más de cuatro siglos.
Desafecto, después de cuatro siglos de convivencia
Poco después de haber anunciado su retiro, precedido en los últimos años por recurrentes señales en este sentido, los dominicanos se repliegan a Córdoba, con la que sin duda se sienten más identificados. Tanto es así que, hace años, llevaron a la provincia mediterránea -Córdoba capital y Molinari- los libros y documentos antiguos que descansaban en anaqueles del convento local. Y hace décadas que vendieron al Museo Histórico Julio Marc de la ciudad de Rosario importantes imágenes religiosas que poblaban la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, en 9 de Julio y 3 de Febrero, entre ellas una muy significativa, que desde 1821 tenía dedicado un altar. Me refiero a la estupenda imagen de vestir de San Raimundo Peñafort, costeada mediante una colecta del pueblo santafesino y donada a la iglesia de los Predicadores durante el priorato de fray Antonio de la Cruz de Valle. Aquel fue un agravio irreparable, no sólo para los católicos que habían hecho de la iglesia de Santo Domingo su casa religiosa, sino para los santafesinos en general, que se vieron privados de una pieza patrimonial, de valor histórico y artístico, pagada con el esfuerzo de muchos y convertida sin aviso en moneda de canje dinerario por miembros de la orden.
Podrá decirse que la crisis de las vocaciones ha despoblado a la orden, y que no pueden atender todos los conventos e iglesias que tienen distribuidos en la amplia geografía nacional. Pero hay modos y modos de hacer las cosas. Lo que irrita es la brusquedad y la desconsideración para con los santafesinos. El retiro se parece a una huida, quizá porque la conciencia les espolee los flancos.
Hace décadas se vendió el terreno del segundo patio, convertido en playa de estacionamiento, y hace pocos años habilitaron desde Córdoba una alocada búsqueda de los restos del caudillo federal Juan Bautista Bustos, nacido en Santa María de Punilla, tarea realizada sin brújula con la cobertura del prestigio del Equipo Argentino de Antropología Forense, algunos de cuyos integrantes rompieron el piso del presbiterio siguiendo una lápida puesta al acaso por una delegación de cordobeses en 1973, episodio del que di cuenta como joven cronista de El Litoral.
En ese lugar, vulnerado sin los debidos estudios y cuidados, descansan los restos de una gran cantidad de santafesinos, sucesivas generaciones de familias de fuerte vínculo con los dominicos. Entre ellos se encuentran los sepulcros de personalidades históricas, difíciles de identificar por la remoción de las pequeñas lápidas de mármol que se produjo con un cambio general del solado eclesial. Sólo a manera de ejemplo, pueden mencionarse los restos de los exgobernadores Francisco Antonio Candioti (1815), Domingo Cullen (1838), Urbano de Iriondo (1851) y Domingo Crespo (1851 - 1854). Estas tumbas fueron declaradas "sepulcros históricos" por el Decreto Nacional 2236/1946, emitido durante el primer gobierno peronista, instrumento que "concedía un amplio espacio a los panteones provinciales", según afirma Nora Pagano.
En mi última visita al convento, hace unos años, no por razones religiosas sino de interés histórico, me indignó el hecho de que la celda que en 1810 ocupara el Gral. Manuel Belgrano durante una pausa en su campaña al Paraguay, estuviera convertida en un depósito de trastos viejos. Es, por añadidura, la habitación en la que Belgrano había recibido el compromiso de ayuda de Francisco Antonio Candioti y Gregoria Pérez Larramendi de Denis, luego concretada en sus respectivas estancias de Entre Ríos mediante la entrega de caballos para la tropa, mulas de carga y reses para la alimentación del ejército. Por este motivo, el conjunto formado por el templo y el convento fue declarado Monumento Histórico Nacional a través del Decreto 388/1982.
De modo que hay una doble declaración de interés nacional –respecto a los sepulcros de la iglesia y El paso de Belgrano por el convento- que protege de las acciones de sustracción patrimonial que pudieran producirse en desmedro de la Nación, la provincia y la ciudad, incluida por cierto la feligresía, que plantea sus propias demandas de orden religioso.
Este conjunto arquitectónico, que empezó a construirse en 1670, a poco de consolidada la transmuta de la primitiva Santa Fe al sitio actual, constituye uno de los santuarios más importantes y tradicionales de la ciudad de Santa Fe. Desde la primera pequeña iglesia del siglo XVII hasta el actual templo han transcurrido algo más de 350 años, largo tiempo de transformaciones edilicias, hasta que entre 1892 y 1905, el reconocido arquitecto ligur Juan Bautista Arnaldi plasmó el proyecto definitivo, incluida la cúpula -que mereciera tantos elogios- y las dos espigadas torres-campanario, que enalzan su referencial silueta neoclásica de líneas italianas en el antiguo barrio Sur.
El espacio interior, también de estilo academicista, está ornado por importantes vitrales, incluidos los del tambor de la cúpula, con escenas de la vida de Santo Domingo de Guzmán y de otros religiosos dominicos. También resaltan cuatro confesionarios del siglo XVIII tallados en cedro paraguayo, y la imagen de vestir de Jesús Nazareno, igualmente del siglo XVIII, con su peluca de pelo natural, custodiando la entrada. Asimismo, hay interesantes altares dorados a la hoja, con una menguante presencia de imágenes, que antes abundaban, y muros pintados al fresco por la acción combinada de los artistas italianos Juan Cingolani y Juan Marinaro, que dejaron en Santa Fe una invalorable huella pictórica. Sin olvidar, por cierto, la formidable araña de madera tallada que cuelga sobre el presbiterio con sus múltiples brazos, exhibiendo la maestría de su artífice ebanista.
En suma, sin perjuicio de la adopción de una legítima decisión de la orden dominicana, lo francamente inaceptable es el modo en que se ejecuta. La contracara de sus derechos, son los derechos de los santafesinos a conservar un espacio secular a cuya evolución y engrandecimiento han contribuido generación tras generación. El complejo edilicio integrado por el convento de Santo Domingo y la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, es, como ya dije, patrimonio de la ciudad, la provincia y la Nación, explicitado en sucesivas declaraciones. Por lo tanto, urge, a los efectos de su conservación in totum, la interposición ante la Justicia de una medida cautelar que frene la mano que comenzó a arrancar de las paredes placas de bronce que documentan fragmentos de nuestra historia ciudadana.
Por razones de entidad, proximidad y rapidez, pueden hacerlo la Fiscalía del Estado provincial -que en su momento intervino en el conflicto suscitado por la extracción de los supuestos restos de Bustos de esta iglesia- o, en su defecto, la del municipio; o ambas. Y no se diga que carecen de legitimación activa o de competencia para hacerlo, porque está muy claro el interés público en riesgo inminente de ser dañado. Deben hacerlo sin demora, porque la sustracción de elementos patrimoniales ya ha comenzado.