Estaba muerto. Y los muertos no resucitan. A decir verdad, la humanidad no perdía nada importante. El muerto además de chantajista y coimero estaba complicado con los narcos. Era un comisario, claro. Y Carlos lo mató porque lo extorsionaba, a él y a su familia. El muerto era una escoria humana, pero la muerte de un comisario nunca sale gratis. Ricardo se lo advirtió, pero Carlos finalmente hacía lo que le dictaba su pasión. Cometido el crimen, le avisó a Ricardo lo que había hecho y que estaba escondido donde él sabía muy bien. Ricardo calculó que en menos de 24 horas la policía daría con él; también calculó que le corresponderían no menos de veinticinco años de cárcel. La única alternativa a la prisión era no entregarse vivo. Conociendo su temperamento era muy probable que lo hiciera, pensó Ricardo. Carlos estaba casado con su hermana y esperaban un hijo. Ricardo decidió intervenir. No dudó demasiado: se trataba del futuro de su hermana, de su sobrino y de su amigo de toda la vida, el mismo que le salvó la vida en Paraguay cuando asaltaron una financiera y sonó una alarma que no estaba previsto que suene; el mismo que lo sostuvo cuando murió su esposa y quedó definitivamente solo en el mundo; el mismo que lo acompañó hasta la frontera cuando no le quedó otra alternativa que irse del país; el mismo que le confirmó que tenía cáncer y que las posibilidades de sobrevivir eran escasas. Ahora le tocaba hacer lo que consideraba su deber. No disponía de mucho tiempo, pero resolvió el problema con la solvencia de un profesional. Rompió papeles comprometedores, limpió impresiones digitales, acomodó al muerto en el escritorio, sacó una pistola del bolsillo del saco, disparó dos veces al aire. Luego se sentó a esperar. Cuando llegó la policía no necesitó hacerse cargo de la muerte porque todo era más que evidente. Sus antecedentes, su prontuario, hacían innecesaria la confesión. El juicio fue relativamente breve. Y Ricardo solo abrió la boca para dar a entender que él podía ser el autor del crimen. Su abogado de oficio elaboró algunos atenuantes que no influyeron demasiado en la condena. El fiscala le preguntó por qué se hacía cargo de delitos que no había cometido. La respuesta no se hizo esperar a pesar de su tono desganado: "Un amigo es un amigo, doctor; tal vez usted no lo entienda; pero yo sí me entiendo".
A mi compañero de celda le gustaba decir que en la vida uno nace derecho o torcido y es difícil, muy difícil cambiar ese mandato del destino. Juro que intenté hacerlo, pero todo terminó como no podía ser de otra manera. Todo tiene que ver con todo. Nadie está donde está por casualidad. Cuando nací, mi padre estaba en la cárcel y según me dijeron murió o lo mataron antes de que yo cumpliera tres años. Me consta que mamá siempre quiso lo mejor para mí, pero esos buenos deseos son muy difíciles de realizarlos cuando la droga es la que manda y la prostitución apenas alcanza para vivir. Mamá caminó siempre en falsa escuadra y yo crecí a la bartola. Antes de cumplir los 16 años ya había estado preso varias veces. Preso, pero con vida. Así lo aprendí de chico: tu principal ocupación es impedir que te maten, me dijeron. Sabía que el camino elegido era malo, pero cada vez que quise cambiar de rumbo las cosas salieron peor, porque a tipos como uno, tipos que nacimos estrellados o con mala estrella, no solo que casi todo le sale mal sino que previo a todo pasamos por esta vida salados por la mala suerte. Cuando me enamoré de Vilma pensé que por primera vez echaba buena. Vilma fue la única persona, la única mujer que me quiso en esta vida. No sé cómo llegó a mí, pero a veces pienso que las cosas se presentaron bien porque ese día Dios estaba distraído. Sin embargo la buena racha no duró mucho. Nunca dura mucho. A Vilma una noche la violaron y luego la mataron. No la lloré porque creo que así como algunos nacen bajos o altos, yo nací sin lágrimas. No la lloré, pero tampoco le dije a la policía quiénes eran los asesinos porque a esa cuenta la quería cobrar yo. Sabía dónde estaban y fui a buscarlos. Los encontré muertos en la casa que está cerca del río. Los habían cocinado a balazos. Me puse mal porque esos muertos eran míos. Alguien se había adelantado, lo cual no era para sorprenderse porque estos pájaros le debían a cada santo una vela. De todos modos, no dispuse de mucho tiempo para tratar de entender lo que había sucedido porque enseguida llegó la policía. Ellos siempre llegan cuando uno menos los espera. Inútil explicarles que yo no había sido el autor de esas muertes, que lo más probable es que los hayan ejecutado por quedarse con un vuelto. La policía insistió en que yo era el asesino. Con mis antecedentes, con el episodio de Vilma que no sé por qué salió a la luz y con el detalle de que las balas en los cuerpos de los muertos podrían haber salido de mi pistola, la suerte estaba echada. El abogado que me defiende de oficio me adelantó que por lo menos me tocan veinticinco años. Con suerte y viento a favor saldré en libertad a los cuarenta y cinco años. Habrá que seguir conviviendo con la mala suerte, aunque en este caso el regocijo de saber que los asesinos de Vilma están muertos sea lo más parecido a un consuelo.
La acusaba de bruja. El indio la acusaba de bruja. El indio y su mujer. Inútil explicar. No la entendían y lo poco que entendían no le creían. El indio la obligó a ir hasta un paraje no muy lejos de la línea de toldos. A ella y a su hijo, un bebito de no más de tres años. Tres años más o menos era el tiempo de su cautiverio. Cómo olvidarlo. Cómo olvidar el malón que cayó como un castigo de Dios sobre la aldea. Los gritos de los indios y los gritos de las víctimas. A su marido lo mataron a lanzazos; a ella y al bebé los llevaron prisioneros. Más no recuerda. Después las pesadillas de los días trabajando de esclava para la mujer del indio, la misma mujer que ahora la acusa de ser responsable de la peste de viruela que asola a la tribu. El indio la golpea con un rebenque de cuero. Y la única palabra que pronuncia es: "Bruja". Después el infierno. El indio toma al niño de los cabellos y lo degüella de un solo corte. Allí aprende que morir no es lo peor que le puede pasar. Ahora está definitivamente abandonada de la mano de Dios. Sola en el mundo. Los latigazos del indio y a su alrededor el charco de sangre de su hijo. El hombre que bajó del caballo le pareció un fantasma, un delirio de sus ojos. Lo primero que recuerda es su barba espesa, sus ojos oscuros. Y sus manos. No sabe porque persiste esa imagen: las manos. Sus ropas son harapientas, pero no son las ropas de un indio. El gaucho no es joven pero se lo ve entero. Apenas baja del caballo, el indio se le va al humo. El gaucho logra esquivarlo. Nadie habla. Bajo la luz oscilante de la tarde se inicia el duelo entre el indio y el gaucho. Boleadoras contra facón. La mujer de testigo. El desplazamiento lento de los hombres, como ejecutando un paso de danza. El indio con las boleadoras es temible; el gaucho con el facón no se queda atrás como lo demuestran los tajos del indio en un brazo y a la altura del cuello. Otro ataque del indio y el gaucho cae al suelo. El indio se le va encima con la velocidad de una víbora. El duelo está por concluir con la victoria del indio y la muerte del gaucho. De pronto, lo imprevisto: la mujer empuja al indio. Hay un leve forcejeo, pero el gaucho logra liberarse. Ahora los hombres vuelven a estar frente a frente. El gaucho y el indio en la soledad de la tarde. Continúa la danza. El indio intenta atacar y se resbala en la sangre, en las tripas del bebé degollado. El gaucho no le da respiro. El resto del trabajo lo hace el facón. La sangre del indio corre por la tierra y se confunde con la del bebé. El gaucho limpia el facón en los pastos. La mujer lo mira. Sus manos. Esas manos que le salvaron la vida. Ahora están los dos solos: el gaucho y la cautiva. Y los dos caballos: el del gaucho y el del indio. No hablan, pero saben lo que hay que hacer. Ella sube al caballo del gaucho; él la ayuda. El gaucho monta en el flete del indio. "Me llamo Martín… Martín Fierro", le dice él a ella. Oscurece. El ruido de los cascos de los caballos. La mujer y el hombre galopan hacia la línea vacilante del horizonte.