Javier Aga
Javier Aga
Una de las mejores definiciones acerca del significado político de una Constitución es aquella que señala que "una constitución dice lo que somos y lo que queremos ser". La presente reflexión intenta retornar a la Constitución Nacional de 1853 y su última Reforma, la de 1994, tratando de repasar en términos institucionales, lo que éramos y lo que pretendíamos ser.
En 1810 se rompió el orden virreinal, pero resultó necesario construir uno nuevo para organizar una Nación y un Estado. Para dar cumplimiento a la tarea de formar una Nación, era imprescindible una convivencia social, con un sentido de pertenencia e identidad histórica articulada con la misión de pensar un sistema de dominación política a través del Estado.
Fue un largo período histórico que transcurrió durante el siglo XIX, cuyo proceso persiguió dos propósitos: fundar la Nación y organizar el Estado. Un Estado para que cumpla con las tres funciones básicas: gobernabilidad, desarrollo y distribución equitativa. Reemplazar el antiguo rey colonial por un nuevo orden político y transitar del mundo antiguo a las sociedades burguesas.
Fue en 1880 cuando concluyó la tarea que habían comenzado los hombres de aquel mayo de 1810. Declarada la Independencia en 1816 -aunque aún no consumada en el plano militar-, la anarquía y el desierto fueron los desafíos a enfrentar por parte de los dirigentes de la llamada "Generación del 37" (Alberdi, Sarmiento, Echeverría, Gutiérrez, V.F. López, Miguel Cané padre, Mármol y Frías, entre otros) que, con el romanticismo de una ideología y visión del mundo, fueron conscientes de que una Nación no solamente se construye con un conjunto de ideas iluminadas e ilustradas sino que era necesario indagar sus tradiciones, sus leyendas, sus historias profundas, sus afectos, para darle encarnadura emocional e histórica a los proyectos políticos.
Hubo sectores unitarios liderados por Bernardino Rivadavia que lo habían previsto pero que, por diversos motivos, no pudieron construir una identidad histórica consistente para afianzar la Nación. Y justamente en esta agenda del romanticismo, es donde estarán presentes los enfrentamientos, las guerras civiles y por supuesto, el desierto.
Renombradas obras de nuestra literatura del siglo XIX, como "Amalia", "El matadero", "La cautiva", "Facundo", "Martín Fierro", "Una excursión a los indios ranqueles", "La gran aldea", dieron cuenta de este complejo escenario de lo inmenso y lo nuevo, donde se entremezclaban los dilemas a resolver.
Decíamos que el inicio del siglo XIX estuvo signado por permanentes enfrentamientos: guerras de la Independencia, guerras civiles, anarquía, dictadura de Juan Manuel de Rosas. A esos problemas se les sumaban otros dos: pobreza y desierto. Para afrontar aquellas dificultades había que crear un Estado que concentrara el poder necesario para gobernar. Había que poblar el desierto a través de la inmigración para aprovechar sus potencialidades productivas, y combatir la pobreza a través de planes educativos.
Entre 1850 y 1870 un grupo de dirigentes -entre ellos Justo José de Urquiza, Juan Bautista Alberdi, Domingo Sarmiento, Bartolomé Mitre, Dalmacio Vélez Sarsfield-, lideró cambios orientados a homogeneizar política y jurídicamente estas tierras a través del siguiente programa: concentrar el poder; asumir el monopolio de la fuerza en todo el territorio; asegurar el pleno ejercicio de los derechos de la ciudadanía para dar seguridad jurídica; y fomentar la inmigración europea.
La Constitución de 1853 cumplió con las premisas básicas del programa que reclamó esa época: pacificar, poblar, educar y concentrar. ¿El sistema dio sus frutos? Creemos que sí. A comienzos del siglo XX, casi la mitad de la población argentina era extranjera; la ley 1420 lograba homogeneizar la educación pública en todo el país, tanto para nativos como para inmigrantes; se expandían las fronteras agropecuarias; se consolidaban las instituciones, con eje en Buenos Aires, y la Argentina se ubicaba entre las primeras potencias económicas mundiales.
¿Había excluidos del sistema? Ciertamente los había y, en muchos casos, eran reprimidos con violencia. Cada uno de ellos, desde su visión, reclamaba participar del aparato de poder. Algunos hacían oír sus voces críticas y accionaban en consecuencia: Ricardo López Jordán, José Hernández, Felipe Varela, Vicente Peñaloza y Leandro N. Alem, entre otros. El problema era que el sistema había sido concebido en términos de una democracia mediada. La Constitución se había ideado para la eficacia, más que para la deliberación. Por ese motivo, con el paso del tiempo crecieron las demandas y las propuestas para convertirla en una democracia constitucional plena, dialógica y participativa.
Ya en el siglo XX, después de reiterados golpes de Estado, el año 1983 se constituye en una bisagra para la vida institucional del país. Después de décadas signadas por la violencia política, incluido el decreto de aniquilamiento de la subversión dictado por el gobierno constitucional en 1976, y tras años de dictadura militar, desapariciones, torturas, muertes, censura y la derrota ante Gran Bretaña en la guerra de las Malvinas, el 10 de diciembre de 1983 la Argentina habrá de recuperar la democracia por el voto popular y, con ella, la libertad para decidir sobre nuestro destino.
De esa manera comenzó el llamado "momento constitucional", que culminó con la Convención Constituyente de 1994. Entre las diversas virtudes de aquella Reforma debe señalarse la profundización de la democracia constitucional. No se trata de un juego de palabras unidas al azar, sino del sentido político institucional más significativo de nuestro sistema de vida. Es el que consagra la inviolabilidad de los derechos fundamentales de la persona elevada a la previsión constitucional. La nueva democracia constitucional establece una relación inversa entre la política y el derecho.
El Estado de Derecho se somete a las normas que él mismo genera. El poder político encuentra sus límites en la normativa constitucional, de modo que deja de ser ilimitado en los hechos. Si bien mantiene obvios nexos con la política a través de la acción legislativa en el Congreso de la Nación, esa actividad debe encuadrarse en las cláusulas constitucionales. El derecho deja de estar subordinado a la política y sus inspiraciones espontáneas o utilitarias. La ley de la razón, en forma de principios y derechos fundamentales, le pone límites a la fuerza volitiva del poder. El Estado de Derecho Constitucional también cambia sustancialmente la concepción de la democracia como categoría política. Ya no será concebida como la mera supremacía de la mayoría legitimada por la voluntad popular.
No va más aquella frase hecha de "para la mayoría todo, para las minorías nada". Ahora la democracia constitucional establece principios y derechos que disponen qué cosas ninguna mayoría circunstancial puede decidir en contra de la garantía fundamental de los derechos de libertad de la minoría. Y de los derechos sociales, sin exclusiones.
La Reforma de 1994 fue un gran acuerdo político que señaló lo que queríamos ser. Un país que, entre otras cosas, preserve el ambiente; reconozca la identidad de los pueblos indígenas; defienda a los consumidores y usuarios; cuide el patrimonio natural y cultural; respete la autonomía universitaria; promueva los valores democráticos; garantice la igualdad real de oportunidades y de trato respecto de niños, mujeres, ancianos y personas con discapacidad; seleccione a los mejores magistrados.
A treinta años de aquella magna asamblea… ¿Pudo la Argentina superar la dicotomía entre lo que es y lo que quiere ser?
(*) Abogado, ex decano de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la UNL. Profesor de Derecho de esa casa de altos estudios. Artículo producido por la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional para El Litoral, con motivo del trigésimo aniversario de la Reforma Constitucional de 1994.