Luciano Lutereau (*)
Luciano Lutereau (*)
“¿Qué quiere una mujer?” es la pregunta freudiana. Podría responderse “Gozar”, como hizo Lacan, pero el goce como respuesta a todo no es una respuesta.
Asimismo, la pregunta no es por el deseo de una mujer, porque el deseo como tal no admite género. No hay deseo masculino o femenino, sino deseo fálico (o no), pero estas nociones no se superponen. Por eso es interesante que la pregunta sea por el querer de una mujer, es decir, por su voluntad.
Desarrollar esta cuestión llevaría a pensar en expresiones como “Querida” o en esas canciones que hablan de “Tu querer”, como algo que un varón pueden pedirle a una mujer. Es la diferencia, también, entre “Te amo” y “Te quiero”. Pero lo que me importa ahora es otra cosa, es la relación entre querer y deseo.
En un varón son casi indistinguibles, mientras que la feminidad quizá no sea más que esa división. Que la mujer queda dividida entre lo que quiere y lo que desea, lo demuestra la histeria, cuyo ser íntimo consiste en no querer lo que se desea. La histeria muestra cómo la voluntad puede oponerse al deseo, rechazarlo, reprimirlo.
Lo anterior demuestra que responder a una mujer por la vía del deseo siempre es poco. Es insuficiente, y esto ya no es una cuestión de histeria femenina. ¿Qué quiere una mujer de un hombre? Algo más que una fantasía. Otra cosa.
Es lo que ocurre en un síntoma típico de pareja: ella se queja de que él no puede tomar nada de ella; en particular, que no puede contarle algo sin que él se desespere. Él es consciente y lo explicita: cuando ella está mal, yo me altero. Y ella agrega: pero así un día a mí me va a agarrar un cáncer y te voy a tener que atender a vos. El chiste es fantástico, elocuente y de los que revelan la estructura íntima de muchas relaciones.
Aquí no hay nada psicopatológico, sino un síntoma de pareja, el modo sintomático en que una pareja se constituye. Lo que ella quiere de un hombre es algo más que su potencia; o no sólo eso, sino su capacidad receptiva, que pueda escuchar sus conflictos sin entrar en crisis de pánico, retarla o sufrir por ella más que ella. En fin, quiere su virilidad; virilidad que no tiene nada que ver con la potencia del deseo, sino con el punto de mayor pasividad de un varón, ese punto en que pudo subjetivar la impotencia.
Sin embargo, todos los varones son fetichistas. Alguna prenda, adorno o incluso una mirada son indispensables para su deseo. En este punto, es preciso distinguir entre el fetichismo como perversión y la generalización del fetiche en la masculinidad.
En la perversión, este objeto sustituye el falo que la madre tiene, es decir, el que le falta. En el varón, no. En este caso, el fetiche encarna el deseo de la mujer, el objeto en que ella depositó su seducción; por lo tanto, a través del fetiche el varón se identifica con la mujer como deseante (es decir, como objeto de deseo, como el objeto más activo: el que tienta). Esta feminización del varón, indispensable para el erotismo masculino, expone un rasgo fundamental del deseo: la pasividad.
El deseo no es activo, sino que pasiviza o, mejor dicho, todo deseo surge desde una posición pasiva. Por eso en el fetichismo del varón no se trata de la madre fálica, sino de la mujer que el varón pudo ser para el padre.
En cada acto sexual, el varón recupera su deseo a partir de una fantasía de seducción en la que él se identifica con la mujer seducida por el padre. En última instancia, todo varón es un seductor seducido. La masculinidad es la historia del cazador cazado.
(*) Psicoanalista, Doctor en Filosofía y Doctor en Psicología (UBA). Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante” y “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina”.