Fue el abril más triste de mi vida. El cementerio estaba desolado y la realidad parecía derrumbarse bajo torrentes de lluvia y de lágrimas. Noté con desesperación como iban cerrando con cemento el lúgubre espacio que guardaba los restos del hombre que mas he querido y que más me amó. Mis evocaciones de esa escena son monocromáticas y recortadas, como si hubiera sido una espectadora de mi propio dolor. Un leve mareo me desestabilizó y me vi desorientada, vacía, con una inmensa orfandad oscureciendo mis sentidos. Después, no tengo ningún registro más.
Siempre fui memoriosa. Me aferro a imágenes y juego con ellas. A veces amortiguo y exagero instantes, gestos, detalles, de acuerdo a mi espanto, mis miedos, mis necesidades más profundas. Pero hay fragmentos de mi niñez que son preciosos gracias a él. En el jardín de la casa en que crecí reinaban rosas, helechos y malvones. Más atrás había una frondosa madreselva que cubría nuestros bochinches los días de calor y también algunas calas. Mis hermanas chiquitas hacían travesuras mientras yo terminaba la tarea de la escuela. Después amontonaba los útiles en el rústico portafolio de cuero marrón claro y me acomodaba en un rincón para ver cocinar a la abuela.
Ella me enseñaba preparaciones simples, me mostraba los ingredientes y los cuidados indispensables en ese área que ella gobernaba combinando economía y afecto. Sus sopas eran las más ricas y perfumaban el ambiente con sabores de ajo, zapallo y apio. Repentinamente aparecía mi abuelo y la mañana se quebraba en una fiesta de golosinas, de cantos y de risas. Un día, llegó con un paquete especial. Con su sonrisa de galán y su pelo oscuro engominado lo puso en mis manos pequeñas. Al abrir el papel, yo, que recién aprendía a leer, descubrí aquel libro, mi primer diccionario de tapas azules, mi primer apego a las letras. Estaba tan feliz… Él sabía mirar el alma y guiarte en la dirección adecuada.
Tal vez por eso, en el momento en que más frágil estoy, en el que mí sensibilidad estalla en los ojos y me arden de ganas de llorar, cuando el desamparo y la impotencia me ahogan hasta cortarme el aliento, siempre está él para sostenerme aunque ya no esté, con su mirada color uva y su ternura de padre de remiendo, cariñoso y protector. Él siempre fue el refugio. El lugar donde estaba a salvo de todo lo malo, todo lo injusto, todo lo cruel que tiene este mundo. En muchas ocasiones me hace falta oír su voz, sentir su mano en mí hombro, animándome a seguir adelante, a ser fuerte, a buscar mis sueños. Ahora, soy una mujer madura, que elige sumergirse en un universo de palabras y navegar la poesía cotidiana donde la nostalgia tiene el aroma a mandarinas que tanto le gustaban y el dulzor de las cosquillas y los cuentos. Cuando mí corazón está temblando, me abrazo a su recuerdo que nunca me traiciona. Y sé que ya no tengo soledad porque conservo su amor, y ese amor resiste el tiempo y la muerte.
(*) Dedicado al Papi Carlos.
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