Osvaldo “Coni” Cherep
Osvaldo “Coni” Cherep
Vi la marcha de recuerdo a Alicia Muñiz, una víctima de femicidio en 1988. Su asesino se llamaba Carlos Monzón, y entre otras cosas, fue campeón del mundo de boxeo, uno de los mejores que recuerde la historia de ese deporte. Monzón, prototipo del hombre salvaje devenido en estrella, conoció el Olimpo de los lujos y los excesos cuando lo abanicaba el éxito, y su final, como suele ocurrir, fue en la compañía de sus amigos originales. A diferencia de otros, que supieron compartir mesas y fotos con él pero que pertenecían a otras castas sociales, por su tez y su origen, purgó la pena de haber cometido un homicidio y murió en un accidente de tránsito, en la Ruta Provincial 1, regresando a su celda en Las Flores, donde cumplía 11 años de condena. Su sepelio será recordado por haber sido la manifestación popular y espontánea más grande que recuerde la historia de la ciudad de Santa Fe.
No hay dudas ni justificación alguna: Monzón era un hombre violento. Tenía antecedentes. En aquel entonces, nos guste o no, su condición de “macho cabrío”, lejos de constituir un asunto de género, implicaba -en casi todos los ámbitos- una condición de superioridad sexual. Y el propio colectivo femenino, ya constituido como fuerza social, también lo legitimaba.
Monzón tiene, por su condición de campeón mundial santafesino, un monumento -espantoso para este escriba- de dimensiones inexplicables en plena Costanera santafesina. La marcha de homenaje a Alicia Muñiz, y de recuerdo de la condición de femicida del extinto campeón, reclamó, entre otras cosas, la eliminación del esperpento de piedra, por considerarlo reivindicatorio de la violencia masculina.
Un fragmento del documento dice: “En el caso del monumento a Monzón las mujeres estamos ocultas/negadas tras el héroe deportivo con los puños en alto en actitud victoriosa. La parte no develada, pero que hace a la persona, es que ese campeón mundial también es un femicida (si bien la tipificación jurídica es posterior al hecho, es la más apropiada para conceptualizar la forma más extrema de la violencia de género)”.
El reclamo podría considerarse, en tanto simbólico, adecuado para las actuales circunstancias sociales: una mujer muere a manos de un hombre cada 20 horas en nuestro país. Y valen todas las herramientas de concientización posibles. Sin embargo, hay un serio problema de adecuación temporal: termina siendo anacrónico y parcial, para la memoria del púgil. Se recurre, paradójicamente, a una figura que, leída en contexto, tuvo -además de la violencia activa de matar a su mujer- la violencia pasiva de haber nacido en la miseria, de no haber tenido otras oportunidades en la vida más que el boxeo, y además, la insoportable presión de ser el “más grande”, sin la mínima formación intelectual.
Revisionismo extremo
Se trata de observar que la línea de asociaciones revisionistas de la historia del machismo y el patriarcado, nos pone a todos, ante el riesgo de clausurar los monumentos y los recuerdos, de algunos otros “Monzones”, a lo largo de nuestra historia, pero de ignorar comportamientos tan graves como el citado, en otras figuras importantes de nuestros pasado.
¿No será la hora también, de tachar de la lista de intocables a Ernesto “Che” Guevara, por ejemplo? El revolucionario rosarino, fundó en Cuba el primer campo de concentración de América Latina, destinado a Homosexuales: Guanahacabibes se llamaba y en la puerta, lo recuerdan algunos sobrevivientes, estaba escrita la consigna : “El trabajo los hará hombres”. Allí, en los últimos dos años como jefe de la Seguridad del Estado, el “Che” diseñó un esquema de trabajo forzado sobre centenares de personas que perdieron la vida, siendo sometidos a vejámenes de una brutalidad impropia de la naturaleza humana: violaciones, amputaciones de penes y torturas, que procuraban “enderezar a los maricas”, para ajustarlos a la “moral revolucionaria”.
¿No deberíamos, todos, reclamar entonces el fin de la reivindicación simbólica para un hombre que persiguió, encarceló, torturó y asesinó, desde el omnímodo poder del Estado -lo que en la Argentina conocemos como terrorismo de Estado- a decenas y decenas de homosexuales? ¿Cuál sería la excusa para salvarlo al Che, en comparación a Monzón, y compartir -vaya paradoja de los tiempos- algunas tribunas y manifestaciones del #NiUnaMenos, con mujeres y hombres que curiosamente lo llevan estampado en el pecho?
Si la excusa es que el Che no comprendía entonces el fenómeno de la igualdad de género, ni consideraba a los homosexuales como sujetos de pleno derecho, entonces la respuesta sería: es un anacronismo. Como el de Monzón, con la diferencia del caso.
Bochornosas distorsiones
Pero no nos quedemos en el Che, ni en Monzón. Retrocedamos en la historia, y podríamos, aplicando la misma lógica, acabar pidiendo que se derrumben por motivos similares o familiares a las actuales lógicas del pensamiento feminista, cada uno de los monumentos, calles y denominaciones de Perón, Sarmiento, San Martín, Urquiza o Juan Manuel de Rosas, sólo por mencionar a algunos de los hombres que -claves en nuestra historia- podrían ser pasibles, hoy, de acusaciones bochornosas.
Perón, si nos signamos a las reglas de hoy, fue un abusador de menores y un acosador. En el libro “Amor y violencia, la verdadera historia de Perón y Nelly Rivas”, Juan Ovidio Zavala, publicó con documentación y testimonios inéditos, la relación que mantuvo el entonces presidente de la Nación, con la joven militante de la UES, de apenas 14 años, que según los testimonios, enamoró y acompañó tras la muerte de Eva al general, hasta su derrocamiento. La propia Nelly confiesa en esas páginas, cómo nació aquella relación y cómo se despidieron, antes de que que Perón se refugiara en la Cañonera Paraguaya: “Perón me entregó algunas joyas y 400.000 pesos y me dijo al despedirse ‘Nenita, quedáte tranquila. Con lo que te dejé podrás vivir un tiempo. En cuanto llegue te mandaré a buscar y así los dos haremos una vida tranquila donde sea’”.
¿Perón entonces, era un abusador de menores? Según nuestro Código Penal vigente, no quedan dudas. Y si encima le agregamos la manifiesta diferencia de poder en el marco de la relación, ningún juez dudaría en agravarlo, con la figura de acoso sexual y eventualmente, como pedofilia.
Pero no se nos ocurre hacerlo. ¿Por qué con Monzón sí, y con Perón, no? ¿Porque fue un estadista? ¿Porque era un líder popular? ¿Y qué lo diferencia, entonces, en el anacronismo del trato a Carlos Monzón?
Lo mismo le cabe a San Martín con Remedios de Escalada, para llegar al absurdo. O a Domingo Faustino Sarmiento, que en el afán de ser pulcro con las rendiciones de gastos en sus giras por Europa y América Latina, tal como lo explican varias obras sobre su vida, se encargaba de anotar entre los viáticos, los gastos en burdeles, y con detalles, en prostitutas. Muchas de ellas, menores de edad.
¿No fue Sarmiento, entonces, un colaborador de la prostitución? ¿No le cabrían hoy, severas responsabilidades como funcionario público, además de las consecuencias penales de confesar sus proezas sexuales con menores de hasta 12 años? Claramente un pedófilo.
Podríamos enumerar a cientos de prohombres que construyeron la historia del país y el mundo, que reivindicamos como tales, y que en sus vidas privadas cometieron acciones imperdonables a los ojos de hoy.
No se trata, entonces, de retroceder y ejemplificar con situaciones que ocurrieron en otros estadios sociales, bajo otras reglas y otros paradigmas. Poner a los protagonistas del pasado, aunque se trate sólo de 30 años, en el escenario del presente es un error. Porque desvirtúa el objeto de análisis y distrae la verdadera pelea: desterrar a la violencia machista de la vida actual y futura. Del pasado se puede aprender, y más: en el caso de Monzón, se pudo juzgar y condenar. Pero tirar del hilo de lo “simbólico” del pasado, es peligrosamente discriminatorio y subjetivo, al punto de terminar eligiendo a los “victimarios” exclusivamente por nuestras inclinaciones o simpatías políticas. Y permítanme agregar, por sus condiciones sociales.
Si vamos a tumbar el Monumento a Monzón, hagámoslo. Pero antes, repasemos una y cada una de las conductas ilegales, machistas y oprobiosas de todos los hombres que tienen monumentos en la ciudad. Y ojo, corremos el riesgo, si somos severos y debidamente exigentes, de quedarnos sin ninguno en pie.
Nota del autor: Soy un ferviente compañero de las reivindicaciones feministas. Y además, como todos y todas, un aprendiz diario, que se empeña en corregir todo aquello que se manifieste como restos de la formación machista, patriarcal y judeo-cristiana, en la que fui educado. Sobra, ya lo sé, pero hay que decirlo como paso indispensable para levantar la mano y opinar sobre un fenómeno, que como todos los fenómenos que revolucionan nuestras estructuras, se funda en razones profundamente humanitarias, pero que antes de asentarse puede generar excesos. Daños colaterales.