Por Graciela Ribles
Por Graciela Ribles
Siempre me gustaron las metáforas, por eso cuando la vi no me extrañó asociarla a mi vida. Pegada al cordón, lejos de los días donde su uso fue cotidiano, una cuchara de acero inoxidable está tirada. Sin pensarlo la levanto y la guardo en el bolso.
Llego a casa y me tiro en la cama. Quiero perdonar, pero no puedo, el odio es letal, un cáncer que devora todo.
Cierro los ojos y me veo en el colectivo yendo al regimiento. Todas las semanas de lo que duró la guerra llevé donaciones, mi vieja tejía para los soldados de Malvinas, era su forma de colaborar con la Patria. Tenía diecisiete años y estaba terminando el secundario. Fue así como conocí a Lucho, mecánico del ejército.
-Hola Marina, te estaba esperando. Me dijo con ese tonito del interior, era misionero.
-Hola Lucho, acá traigo bufandas y un par de pulóveres.
-Gracias Marina, en aquella mesa te lo reciben.
Nos sentamos en un banquito de piedra, hacía frío. Lucho me tomó las manos, su piel era áspera.
- Marina, esta noche salgo para Malvinas y en dos días me embarco en el crucero General Belgrano para ir a las islas. No te pido que esperes, pero si regreso prometo buscarte.
De sus pómulos descendió algo húmedo, yo le sonreí, como queriendo atropellar la tristeza.
El sonido del timbre me sobresalta. El cadete me entrega un sobre. Miro por la ventana, las luces de la calle están encendidas, la soledad pesa, pero fue mi elección y no me quejo.
Lucho nunca llegó a embarcar en el General Belgrano, el camión que lo trasladaba fundió el motor y quedaron varados varios días en Chubut hasta que recibieron la orden de regresar a Buenos Aires. La guerra había terminado. Vino a buscarme, nos casamos y nos radicamos en Apóstoles, un pueblo misionero.
Preparo el mate, los recuerdos se amontonan en una sucesión de imágenes. El ruido del ventilador me adormece. Mi cuerpo casi desnudo disfruta ese aire caliente.
El sonido de la ambulancia altera la siesta, no es común escucharla. Estiro las piernas sobre el sillón, mientras en el televisor el programa de chimentos muestra el culebrón del momento.
Suena la campanilla del teléfono.
-¿Hola?
-¿Señora de Poletti? Es una voz masculina que no conozco.
-Sí, ella habla. ¿Quién es?
-Soy el suboficial Ordoñez, necesito que venga al taller de su esposo, él sufrió una descompensación.
-Pero, ¿está bien? -le pregunto.
- En este momento lo está atendiendo el médico.
Salgo corriendo, solo dos cuadras separan la casa del taller. Al llegar veo en la puerta la ambulancia y un patrullero. Entro por el portón Lucho está tirado en el piso, tapado con una lona. Cerca del mediodía, había llamado avisando que se quedaba a terminar un trabajo de último momento.
La situación es confusa, el médico, la policía y ella. ¿Qué hace ella en el taller? Pienso. Corro la lona, Lucho está desnudo. El médico informa que murió de un infarto. Al salir del taller mis ojos son una máscara seca. El suceso se transforma en un gran chisme. Mi último recuerdo de Lucho quedó ahí, no fui al velorio, ni al entierro, nuestros hijos se encargaron de todo.
-Vivieron treinta años juntos mamá. Corta con la bronca.
Voy a la cocina desde hace unos meses todo es así, por inercia. Limpio el mate y guardo el termo en la alacena. Busco en la cartera los cigarrillos, mis manos tocan algo duro, es la cuchara que encontré en la calle. La pongo bajo la canilla y abro el agua caliente, con una esponja de acero la refriego hasta sacar toda la mugre. Busco un repasador y la seco, después con una pasta para metales le saco brillo. Una gran transformación, vuelvo a guardarla en la cartera. El reloj marca las nueve, sobre el modular la foto de Lucho. Tomo el bolso, el sobre con el pasaje, apago la luz y cierro la puerta.