por Rogelio Alaniz
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Alguna vez tenía que ocurrir. Los grandes historiadores, los hombres que conversan con los muertos y los vivos, también marchan al silencio. Tulio Halperín Donghi tenía ochenta y ocho años y supongo que no necesito dar demasiadas explicaciones para sostener que fue el gran historiador argentino de los últimos cuarenta años. Explicito el tiempo, porque el otro gran historiador, el hombre que no sé si fue su maestro pero seguramente fue su guía, se llamó José Luis Romero. Como Newton, Halperín Donghi bien podría decir que “si he logrado ver más lejos, es porque me he subido a hombros de gigantes”. Él también llegó a ser un gigante. Imposible pensar los grandes problemas de la Historia sin sus aportes. Leí su último libro sobre Belgrano hace un par de semanas sin sospechar que se trataba de una despedida. “No es su mejor libro”, me dijo un amigo. No lo es, pensé, pero pocos, muy pocos podrían escribir un libro así. Tal vez no sea su mejor libro, pero allí está él, su mirada singular, su talento para instalar un punto de vista o percibir algo que hasta ese momento nadie había advertido; sus modulaciones, sus tonos, su despreocupada ironía. Durante años, el anuncio de un libro de Halperín Donghi en la calle era un momento de felicidad para quienes amamos la historia. La noticia llegaba desde algún lado y uno salía a las librerías para conseguir el libro. Esa felicidad, esa dicha, esa particular ansiedad, es una sensación que perdemos con su muerte. Algo parecido me pasaba con las películas de Bergman, Visconti y Rhomer. Él no está más, pero quedan sus libros, que nunca se terminan de leer porque, como los clásicos que merecen ese nombre, son infinitos, siempre dicen algo nuevo, nunca dejan de hablar. A “Revolución y guerra” lo debo haber leído ocho o nueve veces y ciertos párrafos de algunos capítulos los puedo repetir casi palabra por palabra. Mentiría si dijera que leerlo es un placer. Su prosa no se permite esas debilidades. Frases largas, a veces interminables, sometidas a todas las variaciones de las subordinadas, hacen de su lectura más una exigencia que un placer. Su lenguaje es la expresión de un pensamiento complejo, contradictorio, matizado por la reflexión, liberado por la ironía. Alguna vez se me ocurrió postular que Romero es el Borges de nuestra historia; y Halperín Donghi, el Faulkner. Como Faulkner, su escritura es torrencial y a las revelaciones e interrogantes hay que hallarlos en el inquietante descenso de las subordinadas, en los laberintos de sus infatigables frases. En verdad, leerlo no es un placer, pero es un desafío a la inteligencia. Hay libros que se leen sin riesgos, como si se tomara un vaso de agua; algunos se comparan con esas copas que se saborean a la hora del aperitivo. Tragos livianos para bebedores livianos. Por el contrario, los libros de Halperín Donghi siempre fueron un trago fuerte, uno de esos tragos que hay que tomar con sorbos cortos y paladeando la calidad del vino. Con muy pocos autores uno tiene la sensación -al concluir su lectura- de que es más inteligente, que su visión del mundo se ha ampliado y que en lugar de conformismos o saciedad, lo que se abre son nuevos interrogantes. Con muy pocos libros pasan esas cosas. Los de Halperín Donghi cumplen al pie de la letra con estas exigencias. José Luis Romero es el otro. Durante años, debatir acerca de las modalidades de la escritura de “José Hernández y sus mundos”, por ejemplo, se tornó en un hábito cotidiano, en un vicio de prolongadas tertulias de sobremesa. En lo personal, creo que en ciertos momentos se le va la mano y la lectura se hace innecesariamente farragosa. Quienes lo trataron dicen que alguna vez -y con la prudencia del caso, porque sus respuestas podían ser temibles- le observaron estos límites. Por supuesto nunca les llevó el apunte. En Halperín Dongui, esa escritura fue una marca en el orillo, y para acceder a su genio había que resignarse a atravesar por esa jungla de palabras donde a veces ni siquiera la cortesía de una coma o un punto seguido le permitía al fatigado lector una pausa. El estilo de Halperín Donghi es inseparable de él, de su manera de relacionarse con sus pensamientos, de su manera de representar la realidad, de construir escenarios. El problema, en todos los casos, no es él y su escritura, sino aquellos que suponen que para ser un buen historiador hay que escribir como él. Una escritura así, sin el brillo de su inteligencia, sin la aspereza de sus ironías, sin las lecciones de su sabiduría, es una caricatura, un indigesto guiso de palabras. El talento, la creatividad, la lucidez, exigen condiciones irreductibles a la imitación o a la presunción de que se alcanza el genio de Faulkner o de Halperín Donghi porque se escriben frases largas que se extienden hasta el fin de la página sin piedad ni misericordia para el lector. Salvo su primer libro sobre Echeverría, y su tesis sobe los moriscos en el reino de Valencia, creo haber leído toda su obra. Sus libros de historia y sus excelentes ensayos y prólogos. No aporto novedad alguna si digo que su obra cumbre es “Revolución y guerra: afirmación de una élite dirigente en la Argentina criolla”. Lo leí hace muchos años en las sierras de Córdoba. Me llevó quince días leer el libro para arribar a la resignada conclusión de que si quería aprovecharlo en serio, lo mejor que podía hacer era empezar a leerlo de nuevo. Fue lo que hice. Renegué con su escritura, pero a la segunda lectura supe que nunca más podría apartarme de ese fraseo, pero por sobre todas las cosas aprendí lo que era un historiador de fuste haciendo su trabajo. “Revolución y guerra”, no sólo me enseñó cómo se constituye una élite dirigente, cómo se produce el pasaje del letrado colonial al intelectual revolucionario, cómo se construye el poder, sino que en ese libro que una vez que agarra al lector no lo suelta más, aprendí a pensar históricamente, a asumir la complejidad de los procesos históricos, a rechazar las interpretaciones y determinaciones lineales, a hacer inteligibles los hechos históricos desde la historia misma; a decir ante la resolución de cada problema histórico: “Y sin embargo hay otra vuelta de tuerca”. El otro libro para llevar a una isla es “Una nación para el desierto argentino”. Tal vez sea una continuidad de “Revolución y guerra”. Es probable. Está impecablemente escrito. ¿Historia de las ideas, historia política, historia de los intelectuales, historia social? No lo sé. Pero Halperín Donghi lo sabe. Mejor dicho, sabía que en historia, como en literatura, los géneros no existen o no son lo más importante. También sabe que no hay historia sin teorías, aunque para el buen historiador las teorías son un respaldo, una palanca, nunca la sustitución de la historia. Se dice que después de “Revolución y guerra”, nunca más pudo escribir un libro de ese nivel, no porque se hubiera agotado su creatividad, sino porque en 1966 y ante la irrupción de los militares liderados por Onganía, renunció a su cátedra y se fue a los Estados Unidos de Norteamérica donde trabajó en Harvard y Berkeley. No fue un exiliado en el sentido estricto de la palabra, pero fueron razones políticas las que lo obligaron a dejar su país. Nunca dejó de pensar a la Argentina y nunca dejó de volver, sobre todo después de la recuperación de la democracia. Ya para entonces, era un prócer consagrado. Sus adversarios revisionistas impugnaban algunas de sus ideas, pero no podían desconocer su obra. Alguna vez lo acusaron de gorila y alguna vez dijeron que era demasiado conservador. Jamás perdió el sueño por esas imputaciones. Me consta que conversar con él no era fácil. Ni pedante, ni soberbio; mucho menos fanfarrón, era sencillamente complicado y lo sabía. Algo de esto se insinúa con mucha discreción en su libro “Son memorias” y en algunas entrevistas. Sin embargo, los que lograban superar las barreras levantadas con tan esmerado esfuerzo, descubrían a un hombre espléndido, un conversador ameno, un polemista refinado y elegante y un amigo leal. Intimidades al margen, con su muerte la Argentina pierde a uno de sus intelectuales más reconocidos en el mundo y sus lectores nos perdemos la posibilidad de disfrutar de nuevos libros.
Con él se aprende a pensar históricamente, a asumir la complejidad de los procesos históricos, a rechazar las interpretaciones y determinaciones lineales...