La sonrisa de Cristina junto al Papa en el Vaticano. Foto: EFE
La sonrisa de Cristina junto al Papa en el Vaticano. Foto: EFE
por Rogelio Alaniz “Cuando la hipocresía empieza a ser de muy mala calidad, es hora de empezar a decir la verdad”. Bertolt Brecht Una foto con el Papa no hace a nadie ni más bueno ni más malo. Sé de lo que hablo porque yo lo hice. Lo que vale para mí, vale para la presidente. El Papa esto lo sabe muy bien, pero como la señora se siente cómoda en las espumas del poder supone que colgada a la sotana de Francisco recibirá algo así como una transfusión de popularidad. Si en lugar de mirarse al espejo, prestara atención a los hechos, debería haber aprendido la lección que las urnas le dieron a Martín Insaurralde, luego de que ella maniobrara con su habitual delicadeza para instalar a su candidato al lado del Papa. Conociendo el paño, la señora debe suponer a esta altura de los acontecimientos que Francisco ya es el “compañero” Francisco, un esforzado militante de la causa K que, como todo el mundo lo sabe, es el emprendimiento cultural y político más importante de América Latina en los últimos doscientos años. Creer o no creer. Fue necesario que Bergoglio llegara al Vaticano para que -iluminado por el Espíritu Santo- descubriera los evidentes beneficios que la gestión kirchnerista prodiga a la humanidad. Si el Espíritu Santo hizo lo suyo, mucho más hizo la señora con sus elegantes y sutiles recursos argumentativos. Ya en la primera visita, la compañera presidente le explicó al Papa los atributos del mate y las virtudes de la bombilla. Ahora continuó con las lecciones. Al respecto, no dejaban de ser sugestivas las imágenes que nos llegaron de esa primera reunión en Santa Marta, donde resultaba mucho más llamativo el insistente e irónico silencio del Papa que la locuacidad de la señora, locuacidad que ya en su momento sorprendió a Michelle Bachelet, también transformada en abnegada oyente de quien en la ocasión le brindó sesudos consejos acerca de cómo conviene vestirse para las funciones de gala. Como se dice en estos casos, cada uno habla de lo que sabe. Imagino la frase que estará preparando Ricardo Forster: “La inesperada, insólita y jovial lección de la luminosidad turgente de lo nuevo sobre la piel devastada de lo viejo”. De todos modos, no necesito recurrir a la fantasía para imaginar las maniobras de acrobacia verbal y política del “niño Cafiero”, el mismo que en su momento se encargó de informarles a los cardenales que votar por Bergoglio era algo así como votar por Astiz y Videla. Según los lenguaraces del oficialismo, ahora la señora y el Papa marchan tomados del brazo por el camino de la liberación nacional. El hombre ya no es más el jefe de la oposición, mucho menos el cómplice de los genocidas o el perverso destituyente. Según estas fuentes confiables, el Papa está en contra de la exclusión social e impugna a los ricos. Dos mil años de historia le han dado a los dirigentes de la Iglesia Católica habilidad diplomática, destreza en el empleo de las palabras y las medias palabras, talento para sugerir o insinuar y estilo para manejar los silencios, fiel al principio de que “serás prisionero de tus palabras y dueño de tus silencios”. Que el Papa le manifieste a la “compañera” su preocupación por la exclusión social en la Argentina, es más una ironía que una identificación con quien precisamente ha hecho poco y nada para asegurar una sociedad más igualitaria y más justa. El Papa no habla de lo que hay sino de lo que falta. Si efectivamente en la Argentina la exclusión social se hubiera reducido, nadie habría dicho una palabra sobre el tema. ¿Y qué decir del mensaje de Francisco con motivo de la Cuaresma? Fue pocas horas después de la reunión con “la compañera”. Allí se refirió a los hipócritas que se disfrazan de buenos. ¿Habló en general o en particular? Para un jesuita ese dilema no existe: se habla en general y en particular al mismo tiempo; se es abstracto y concreto. Que cada uno -¿o cada una?- luego se ponga el sayo que le corresponda. “Cuiden a la presidente”, dijo el Papa. Nadie dice esas palabras cuando un gobierno es fuerte. El Papa insiste en este tema, porque sabe que una renuncia anticipada, un quiebre institucional se paga caro y los que más caro lo pagan son los pobres. Me parece bien que el jefe espiritual de la Iglesia Católica nos haga esa recomendación, pero como yo no soy un jefe espiritual ni soy partidario de la teoría de la otra mejilla, no me siento obligado a ser tan piadoso. Me explico. Defiendo el orden institucional y aspiro a que la señora llegue al 2015, pero no me comprometo a cuidarla, porque para eso ella cuenta con muy buenos amigos, muy buenos guardaespaldas y muy buena cuenta corriente. Sí creo que es la presidente la que nos tiene que cuidar a nosotros, entre otras cosas porque para eso la eligieron. Cuidarnos de la miseria, la corrupción, la inseguridad y la ignorancia. Cuidarnos de Jaime, Báez, Oyarbide, Boudou y Aníbal Fernández. Continuemos. La señora dejó el hotel Edén en Roma y marchó a París, donde nos sorprendió brindándonos una lección de cine. En la ocasión, la presidente nos habló de sus preferencias por Godard, Chabrol y Vadim. ¡Recórcholis! Menem en su momento nos presentó a un Borges novelista; la señora nos pone en el mismo nivel a Godard y Truffaut con el Pancho Dotto del cine francés: Roger Vadim. Esto y decir que me gusta Bach, Mozart y el Potro Rodrigo, es más o menos lo mismo. ¿Cuesta tanto quedarse callado? En una ocasión, Winston Churchill les dijo a los cancilleres que agradecía la invitación a un concierto, pero que él de música sabía poco y nada. Al Che Guevara los checos quisieron llevarlo a un museo de pintura, pero les advirtió que la pintura para él era chino básico. Impecables. Un jefe de Estado no tiene la obligación de saber de todo; su obligación es saber acerca del arte de gobernar; su obligación es, por ejemplo, proponer soluciones a la inflación, o resolver la inseguridad, o liquidar la corrupción, o dar ideas acerca de qué hacemos con las escuelas cerradas en provincia de Buenos Aires. ¡Notable! La señora habla de lo que no sabe y lo hace mal, pero de lo que tiene que hablar se queda callada o mira para el otro lado. En este afán de presentarse como “cultos”, Carlos Menem y Cristina de Kirchner se parecen. Se sabe que el alarde disimula una carencia y en más de un caso define un estilo, una manera de relacionarse con la cultura. Lo grave no es que toquen de oído, lo grave es que tienen el oído estropeado. A Menem se olvidaron de decirle que Borges no escribía novelas y a la señora es probable que en el apuro haya confundido a Vadim con Bresson. Menem por su lado confundió a Atahualpa Yupanqui con Antonio Machado y logró la hazaña de hacerlo escribir a Sócrates. La señora considera que se puede confundir a Dostoievski con Tolstoi, porque, total, los dos son rusos. Mientras que de Manuel Belgrano lo más interesante que se le ocurre decir es que “hubiera intentado seducirlo”. ¡Genio y figura! La combinación ideal: un poco de sexo y un poco de histeria ¡Ni a Isabel Sarli ni a Moria Casan se le hubiera ocurrido algo semejante! Después de las lecciones de cine, llegaron las de historia. Esta vez el tema versó sobre Napoleón. Sobre Napoleón y el bonapartismo. En su libro “El 18 Brumario”, Marx ironiza a los campesinos que votaron al sobrino creyendo que votaban por el tío. Lo que Marx nunca se imaginó es que un siglo y medio después una presidente argentina iba a tropezar con el mismo palito. Errores que se cometen cuando se habla de lo que no se tiene la menor idea; errores, que, por ejemplo, Néstor Kirchner se cuidaba muy bien de no cometer. Imagino las objeciones. Me detengo en los chismes, me ocupo de los detalles. Exactamente. Y lo hago porque esos detalles dicen más de un presidente que los discursos que tejen el relato. Ya habrá tiempo para hablar de cómo se bajan los pantalones con Repsol o cómo pasan la gorra en el Club de París o cómo le hacen caiditas de ojos a Obama. Ya habrá tiempo.