Luego de una noche fría donde las nubes lloraron de pena sobre los techos opacos, el sol despertó a los pájaros con su preámbulo de luz esta mañana de fines de primavera. Tengo poco ánimo para levantarme. Estoy acurrucada en la cama, tapada hasta las orejas, queriendo espantar cavilaciones espectrales, sin mucho éxito. Fue una semana dura, con la noticia inesperada de aquella muerte lastimándome los oídos y esas ganas turbias de llorar, con la incredulidad pegada a los ojos, buscando en las noticias algo que desmienta la partida. Sin embargo, su nombre aparecía en la pantalla del teléfono y una foto con el mate sobre la mesa y la sonrisa intacta. Aunque esquivo evocarla, su imagen se repite en mi mente en infinitas secuencias pasadas y deambula en mi interior suscitando emociones y añoranzas.
Busco disimular una recriminación que me punza el pecho, pero no lo consigo. ¡Nos vimos tan poco durante estos años…! La última vez fue un cruce a la salida del supermercado con la alegría encendiendo la mirada y la promesa de un encuentro en la próxima visita al pueblo, sin sospechar que la arena del reloj se agotaba y que nuestros rumbos ya no iban a coincidir más. A pesar de la nostalgia, me levanto con la mejor energía. Elijo ropa deportiva, prendo un sahumerio de lavanda y manzanilla y pongo la pava. Una infusión caliente y un par de tostadas con manteca y miel, me van a sentar de maravillas. Intento terminar de leer una novela pero ella persigue mis pensamientos, interrumpiendo las líneas narrativas con su voz voluptuosa llamándome desde algún rincón remoto de la memoria.
Resignada, dejo las páginas para otro momento. El recuerdo de mi amiga invade las horas con su oquedad destemplada. Cuesta calmar las ansias de ese abrazo que ya no le puedo dar. Me quito los anteojos y seco una lágrima imprudente. Salgo a caminar para ahuyentar la melancolía de su risa. Las calles silenciosas destilan su modorra de domingo. Enfilo hacia la avenida que limita con el cerro Currumahuida y tomo el sendero empinado hacia la gruta de la Virgen. A ella le gustaba ese lugar. Le fascinaban los relieves bruscos de las montañas mientras ganaba altura y mirar todo desde arriba. Son 40 minutos de subida entre la vegetación nativa hasta llegar al mirador. Allí la vista del paisaje se torna sublime, con la prolijidad del trazado urbano contrastando la belleza del río Azul y su desembocadura en el Lago. La brisa sopla un misterioso arcano y me susurra que algo de ella sigue conmigo.
El descenso es rápido. En el borde itinerante crecen margaritas, hipericum, milenramas y amancay, que voy recolectando hasta armar un atado hermoso y sencillo. En un descanso del trayecto, se puede apreciar el cementerio pegado a la pared rocosa. Bromeando, le comenté, en cierta ocasión, que era tan lindo que daban ganas de morirse y festejamos la ocurrencia, que hoy me parece carente de gracia. Me acerco al portón bajo de madera de la entrada. Tiene un candado y el cartel con el horario: Lunes a viernes de 8 a 14 hs. Pienso en lo ridículo que es intentar restringir la congoja de la ausencia y salto la tranquera. No creo que la policía me lleve presa por visitar a un ser querido fuera de la agenda municipal. La tierra está adornada con cruces blancas y estrafalarias flores de tela. Busco entre las lápidas. Por fin reconozco el espacio donde están sepultados su cuerpo y sus sueños todavía jóvenes. Dejo, junto a su tumba, mi ofrenda de pétalos silvestres.
Creo en el amor que trasciende las dimensiones de la vida y nos habita para siempre. Puedo sentirlo en este instante. Noto la fresca caricia del viento tocando mi espalda mientras mi boca musita un adiós dulce y desliza un beso entre los dedos. Una súbita ráfaga alborota mi pelo como si su mano me despeinara jugando, consolando ese vacío inexplicable. Un pequeño capullo anaranjado se escapa del suelo, y vuela sin destino hasta desaparecer. Quizás fue a dar una vuelta por el universo, como ella, medito con tristeza, y me marcho sin prisas, bordeando las aceras saturadas de cerezos que llevan a la plaza.