Sábado 16.11.2019
/Última actualización 16:54
Predispuesto al debate y al intercambio de ideas. Capaz de esgrimir argumentos sólidos, difíciles de refutar. Así es Mariano Llinás. Cuando construye una reflexión, vale la pena escucharlo con atención y respetar sus pausas: las ideas que desarrolla siempre adquieren una notable frondosidad. La misma, por otra parte, que poseen sus películas, que siempre tienen algo nuevo para decir y son desafiantes al mismo tiempo en términos de financiación, producción y criterios de exhibición (“Historias extraordinarias” dura 245 minutos y “La flor”, 808).
El cineasta estuvo en Santa Fe para participar del Encuentro de Cine Documental, coordinado por Raúl Beceyro desde el Taller de Cine de la UNL, y se hizo un tiempo para dialogar extensamente con El Litoral respecto a su obra y a cine argentino en general.
—¿Te considerás un innovador?
—Es difícil pensar como yo me siento. Me parece raro, uno no se siente siempre igual. No sabría que responder. Si diría que he tratado siempre de hacer las cosas como me parecía. Como me parecía que tenían que ser hechas y no como se suponía que tenían que ser hechas. Me da la impresión que siempre hubo un montón de cosas en el cine que parecía que tenían que ser hechas de una manera, en la producción, en la manera de pensar las películas, en la manera en que se conseguía el dinero. Y en las películas como objetos, cuanto tenían que durar, que forma tenían que tener y como se tenían que comportar. En ese sentido, siempre desconfié de esas ideas, también basado en una tradición. La idea de “innovación” es medio rara acá ¿Qué hice yo que no hicieron muchos antes que yo, en un montón de aspectos? ¿Qué hice yo que no hizo antes Godard? Más que nada es continuar tradiciones, no excesivamente obedientes, sino tradiciones desobedientes. Más que innovador, me reconozco en una tradición de desobedientes. De gente que ha dicho, no necesariamente se tiene que hacer de esta forma, se puede hacer de otra manera”.
—Cuando decidiste que tu película “La flor” tenga la duración que tiene (14 horas) fue un gesto de desobediencia.
—Mayor vértigo, aunque te parezca raro, generó “Historias extraordinarias”, que fue vista en su duración como algo escandaloso. Cuando se supo que la película iba a durar cuatro horas, todo el mundo decía que era algo por fuera de todos los dictados. En ese sentido, fue vista casi como una broma. Algo que descolocó a todo el mundo. Nadie podía imaginar que la película podía durar tanto. Eso fue una forma de desobediencia y de libertad. Uno ejerció cierta libertad diciendo “creo que así está bien”. Uno vio, a lo largo de la historia del cine y de su propia historia, a infinidad de directores diciendo “tengo un corte que dura tres horas y media, hay que bajarlo a dos”. Incluso personas que no tiene la obligación de hacerlo, productores independientes que tienen la decisión final sobre sus películas. Pero les parece inconcebible esa duración.
—¿Te pasa que cuando se refieren “La flor” siempre ponen mucho énfasis en su duración?
—Por un lado es lógico. Es una película larga, entonces la gente que no la vio, de lo primero de lo que habla es de eso. Al mismo tiempo, siento que es una película cuya longitud no se padece tanto. Hay películas cuya longitud se padece más. Siento que es una película que se hace cargo de su longitud, intentando poblarla de cosas interesantes. No es un acto caprichoso el hecho de la duración, sino que es consecuencia de lo que hay adentro. Como en las novelas.
—¿Cómo resultó la fase de la exhibición de “La flor”?
—La película asumió desde el principio su costado marginal, casi en forma afectiva. Estoy criado en una especie de escuela de lo marginal. Me gusta estar afuera de las corrientes centrales. Allí me crié y están las cosas que me gustan. Me siento cómodo. Nunca me gustó pertenecer a los grandes troncos, sino más bien a las cosas que están por afuera. Que después pueden adecuarse a otros grandes troncos, pero en el momento, lo que está en el medio, lo que está bajo la lupa, nunca me identificó. En ese sentido, para los pequeños círculos en los que se mueven las películas que yo hago, una película así está bien. Hay un público que se va a interesar, precisamente porque dura, no a pesar de que dura. Van a decir “que bueno que dura tanto”. Como esos deportistas que escalan montañas y les gustan las más altas porque son más altas, no pese a que son más altas.
—Ahí se da una especie de complicidad con el espectador. Le marca un desafío.
—Un desafío o algo mejor, más divertido. Algo que genera una experiencia por demás inusual. Y a quien le gustan las experiencias inusuales, cuanto más inusual sea la experiencia, mejor. Es como la aventura. Hay quienes el cine como una aventura y otros como un trámite, una cuestión casi burocrática. Son dos concepciones diferentes.
—Marcaste algunas posiciones críticas respecto de las políticas del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales. ¿Cuál es tu mirada sobre la actualidad del cine argentino?
—Tenés que entender que yo vengo respondiendo esa misma pregunta desde hace mucho tiempo.
—¿Y qué se modificó en ese lapso?
—Bastantes cosas. Muchas de ellas en mi cabeza. Antes pensaba que la posición que yo defendía podía ganar. Que las películas independientes podían reemplazar como modelo a las películas industriales. Hoy no. Hoy pienso que las películas independientes están condenadas a una marginalidad cada vez mayor. Y después, obviamente, cuando yo empecé, no conocía tanto el cine, hoy lo conozco mucho mejor. Era muy contestatario, hoy no sé si soy menos contestatario, pero si sé mejor de lo que hablo. Y, sobre todo, han cambiado muchas cosas en la manera de pensar las películas, respecto a como eran hace 15 años. En principio, los directores jóvenes tienen menos espíritu combativo. Más bien, uno podría sentir que, por ejemplo, una de las consecuencias del kirchnerismo, fue cierta confianza en el Estado. Los que veníamos desde antes combatiendo el rol del Estado, porque sentíamos que era una cosa que generaba comportamientos de obediencia, mantenemos cierta desconfianza.
—Otros cineastas, de alguna manera, depositaron excesiva confianza en el rol del Estado.
—Exacto. Es bueno que el Estado cuide más a quienes dependen de él, pero los que siempre desconfiamos nos sabemos manejar mejor en las crisis, porque nacimos en las crisis y para nosotros son permanentes.
—Además, queda cierta sensación de que las posibilidad de hacer queda atada a las políticas que se desarrollen.
—Lo malo de ser independiente es que no importa quien esté arriba, a vos siempre te va igual. Pero también es lo bueno, en algún punto, si te sabés manejar. Que esto no sea leído como una arenga en contra de que el Estado participe. Simplemente digo que quienes estamos en los márgenes estamos más acostumbrados, tenemos más cancha.