Roberto Schneider
Roberto Schneider
En marzo de 2020 la humanidad toda comenzó a padecer los efectos de la pandemia provocada por el Covid. Silenciosamente, la enfermedad comenzó a propagarse en el planeta provocando mucha muerte a su paso, destrucción y, sobre todo, miedo. Un miedo que aún sigue preocupándonos. Por entonces, la gente de teatro también paralizó sus actividades. Edgardo Dib y su grupo inmediatamente suspendieron su quehacer y ahora, tras el horror, acaban de reestrenar su espectáculo “Bodas de sangre”.
Desde hace mucho tiempo, el creador santafesino Edgardo Dib viene sosteniendo en diversos reportajes realizados en medios gráficos, orales y televisivos que le gusta mucho trabajar con su “familia teatral”. Tiene razón. Los resultados finales de cada una de las propuestas que realiza en su ciudad natal tienen una impronta particular. Cada creación tiene su propio sello distintivo y es, después de su estreno, una marca registrada. Esencialmente en la historia de la escena local, a partir de propuestas de real envergadura artística. Como se puede apreciar ahora, en el estreno de su versión de “Bodas de sangre”, la obra del eximio poeta granadino Federico García Lorca, asesinado por los idiotas de siempre en su tierra natal, muy joven, en 1936.
Cuando aparecen los personajes protagónicos del drama rural lorquiano ahora trasladados a una taberna con mucho de jazz, se instala el calor. Casi agobiante, como el drama que se avecina. La vigencia de la obra es incuestionable. Las pasiones, el amor, el dolor y la muerte siguen siendo temas, incluso hoy. El versionista respeta la esencia del texto original, manteniendo el alto contenido poético. Eso de entrada. Después, con una sagacidad por cierto envidiable, conduce la historia de pasiones desencontradas hacia personajes de más edad que en la trama original, indudablemente otro acierto. Basada en un hecho real que Lorca leyó en un diario, la pieza propone un material escénico en el que Dib elude el folclorismo y su trabajo consiste en romper la tentación de fotografiar una realidad para crear una atmósfera poética y trágica que crece y crece hasta el final.
Cada uno de los protagonistas consigue lo mejor: que la luz y el calor proyecten sus sentimientos. De tal modo, en la escena todo está teatralizado: las mesas, las sillas, los elementos escenográficos, las luces, el vestuario, con la clara intención de otorgar característica de signo elocuente. La música es otro valor de indudable jerarquía, porque también contribuye a crear una atmósfera de ensoñación exquisita. Y es también en ese particular universo donde radica, tal vez, el mejor homenaje que Dib tributa a Lorca: los espectadores leemos con claridad que a ambos les interesa más la gente que habita el paisaje que el paisaje, como sostuvo el poeta.
Como director general del espectáculo, Dib encuentra en los integrantes de su “familia” los mejores resultados. Ahí están los modos de ser de sus personajes, sus comportamientos, su decir preciso y precioso, sus canciones, sus cuerpos. Está presente la profunda indagación en los personajes femeninos a través de una mirada contemporánea, con la fuerza necesaria sobre los emblemáticos personajes. Por ello, y apelando a la profunda inserción de un texto capital, todos los personajes, los femeninos y los masculinos, son patrimonio de todos y cada uno de los actores y las actrices.
Luchi Gaido es La Novia, perfecta en los matices de angustia por no poder concretar el amor; Sergio Abbate es Leonardo, aquel amor de juventud que conserva los sentimientos más plenos. El actor le entrega indisimulable pasión, indagando efectivamente en las aristas del dolor; Rubén Von Der Thüsen es El Novio, un solterón que no puede escapar a las decisiones maternas, un personaje que el actor disfruta entregándole lo que mejor sabe hacer: actuar; y Daniela Romano, La Muerte más enigmática, exuberante y maliciosa, que la actriz resuelve con absoluta entrega.
Párrafo aparte para Raúl Kreig: es primero La Luna, que no logra enamorar a los humanos a partir de un juego permanente de sutilezas y es después La Madre, en otro trabajo brillante, para recordar. El actor ofrece sus enormes capacidades, con altas dosis de emoción, las mismas que sus compañeros de elenco. El diseño de vestuario, la escenografía, la iluminación y la banda sonora llevan también la firma de Dib; la rica realización y plástica de elementos escenográficos son de Lucas Ruscitti y Federico Toobe; las excelentes fotografías son de Leonardo Gregoret y la inteligente asistencia de dirección es de Daniel Acosta.
Cabe aclarar que hay un estupendo trabajo de intertextualidad con otro texto emblemático de Lorca, como “Doña Rosita la soltera”, y con varios personajes de Tennessee Williams. Que hay también un juego permanente para lograr creatividad; un justo y emotivo momento de homenaje a otra exquisita propuesta de este grupo como “El jardín de los cerezos”; hay una música envolvente que refleja con claridad una época determinada; hay clima de alcohol y ambigüedades. Y hay también una escena de esas que quedan para siempre en la memoria emotiva de un espectador sensible: la sincronizada, bella y perfecta coreografía de vasos y copas. Una preciosura. La poesía y el drama de Federico García Lorca están ahí, en La 3068, para disfrutar.