Carlos Caballero Martin (*)
Carlos Caballero Martin (*)
Este título sirvió para promoción y, aparentemente, como una barrera de contención del proyecto reeleccionista de Carlos Menem. En resumen, constituía un cazabobos que terminó aumentando las atribuciones presidenciales. Aún hoy me acosa la duda: ¿Entró o no el radicalismo de modo inocente en este juego que para el momento era completamente favorable al partido gobernante? Como fuere, las cosas sucedieron así. Analicemos los pormenores de las cláusulas aprobadas.
La reelección presidencial con acortamiento del mandato fue el corazón de la reforma, el acuerdo entre un presidente que, por las políticas económicas vigentes obtenía un sólido acompañamiento popular, y un jefe de la oposición que estuvo dispuesto a acompañarlo para evitar daños institucionales mayores. Pero si bien se mira, ese no debió ser el fundamento de una reforma trascendente.
Esa situación forzada, que tenía algunas similitudes con lo ocurrido en 1949, cuyo final conocemos, configura un punto de partida afectado por cálculos y especulaciones circunstanciales, y, por lo tanto, alejado de la sólida construcción de una Ley Fundamental pensada para los tiempos, matriz referencial del plexo normativo que luego se dictará bajo su influjo.
El problema práctico consiste en que el presidente en ejercicio cuenta con tantos poderes en sus manos, que resulta muy difícil poder derrotarlo en los comicios. Tiene que haber hecho un mal gobierno para no lograr ese objetivo.
Sabiamente, la Constitución de 1853 había consagrado un Poder Ejecutivo ejercido por un presidente durante un período de seis años. Ese lapso determinaba que el primer año fuera empleado para asentarse en el poder; del segundo al quinto, para ejecutar sus políticas, y el sexto para ir preparando su despedida. De manera que el ciclo completo le permitía gobernar efectivamente durante cuatro años. En cambio, con el período reformado en el 94, el presidente tiene un año para asentarse en el poder, los dos siguientes para ejecutar sus políticas, y el cuarto para preparar su reelección. Gobierna efectivamente dos años. Esto tiene otra implicancia muy importante, porque el período de seis años confería mayor tranquilidad para diseñar políticas de Estado, en tanto que en el ciclo acortado por la reforma las acciones de gobierno estarán signadas por el objetivo de la reelección.
Durante el primer mandato, en períodos de cuatro años, la reelección ronda constantemente en el diseño del gobierno. Como respuesta, se puede decir que dos más cuatro son seis. Esta afirmación es cierta, pero hay una elección de por medio y, en consecuencia, sucede lo que antes describí.
Por lo general, esos gobiernos nunca terminan bien. Peor aún, imprevistamente, y para mayores complicaciones, con el tiempo surgió la figura de hecho del matrimonio presidencial. Así, el esposo o la esposa podían gobernar dos períodos de cuatro años y, luego, en forma alternada, su cónyuge otros dos, y así sucesivamente. En este supuesto, la república se convertía en dinastía. En la experiencia histórica, esto tampoco termina bien.
Por si la experiencia acumulada no bastara, ahora se agrega una nueva figura, la hermana presidencial, quien junto a sus acólitos imagina dos períodos del presidente actual y, luego, su esperado turno para gobernar. Por más vueltas que se le dé, la pulsión reeleccionista, la búsqueda de la hegemonía y la apetencia por el poder, son expresivos de viejas patologías políticas, favorecidas por una sociedad de escasa cultura cívica. Pero más allá de estos cálculos de improbable cumplimiento, para todas las escenas el final es el mismo. Todos han ingresado o ingresarán al club del desprestigio.
Mediante el uso y abuso de los decretos de necesidad y urgencia, desde hace años el Poder Ejecutivo ha abandonado su atribución de colegislador para convertirse en un legislador hecho y derecho. Si bien la Constitución limita dichos instrumentos y los prohíbe en cuatro materias: derecho penal, impositivo, sistema electoral y partidos políticos; deja abierta su aplicabilidad a todas las materias restantes del derecho positivo (Administrativo, Civil, Comercial, Agrario, Recursos Naturales, por mencionar algunas) que quedaron en manos de esta cláusula.
En la práctica los resultados están a la vista y todos los gobiernos hicieron uso indiscriminado de este recurso, hasta para otorgar subsidios a algunas instituciones. El control del Congreso es nulo. Esta reprochable derivación se agravó porque la ley puede reformar su composición. Esta realidad dio pie, bajo el mandato de una presidenta, a que se incurriera en un mamarracho aún mayor. Tanto es así, que con la aprobación de una de las Cámaras la ley perfecciona su vigencia. Por primera vez en nuestra historia institucional, el Congreso se expresaba a través de una sola de sus cámaras.
Debe entenderse entonces que, mientras el Congreso no las anule, esas normas tienen vigencia y se conservan los derechos adquiridos. Se trata de una interpretación que tiene una insoslayable semejanza con la teoría de la continuidad jurídica de los gobiernos de facto. En este contexto, el Poder Ejecutivo pasa a transformarse en un legislador neto. Cuando en el cuadro del poder, alguien suma atribuciones es porque otro u otros se las ceden. En este caso, el cedente es el Congreso de la Nación. Al respecto, la Constitución reformada colabora en este punto para que el Congreso pierda incumbencias y aumente su desprestigio.
Esta cláusula otorga al Poder Ejecutivo una ampliación de las atribuciones que le otorgaba la Constitución originaria. Aquí se agrega la promulgación parcial de la parte no vetada de la ley, rodeada de algunas condiciones más teóricas que prácticas. Con un ejemplo sin duda exagerado, un convencional comentaba que un ministro de entonces afirmaba que le habían otorgado tanto poder con esta cláusula, que si la norma dijese que no se puede matar y ellos vetaran el no, podría promulgarse parcialmente que se puede matar. Si bien se trata de una acotación jocosa, la observación sirve para demostrar la vulnerabilidad del texto, su potencial gravedad y desacierto.
En el derecho público provincial existe algún antecedente previo a la reforma, pero limitado a ciertos aspectos. La Constitución santafesina de 1962 sólo la autoriza en caso de tratarse del presupuesto y la justifica con el propósito de no paralizar las tareas del Estado mientras se tratan los temas vetados.
Este subtítulo nos hace presente otra de las cláusulas de fortalecimiento del poder presidencial. Al igual que los decretos de necesidad y urgencia, la delegación legislativa constituye otra declinación de las facultades del Congreso hacia el Poder Ejecutivo.
El artículo 76 tiene una redacción confusa. Comienza afirmando que se prohíbe la delegación legislativa, y prosigue con todas las materias que se pueden delegar. Pareciera que cuando la reforma comienza con la frase "se prohíbe" hay que tomarla en sentido contrario, o sea "se permite". Es una figura muy peligrosa pues el Congreso, apoyándose en mayorías circunstanciales, puede entregar al Poder Ejecutivo la potestad legislativa que le corresponde con exclusividad.
Las imprecisiones y contradicciones del texto fundamental abren las puertas a otras respuestas. Por ejemplo, cuando se aborda el crucial tema de la "atenuación del sistema presidencial" bien podría leerse en forma inversa como "fortalecimiento de dicho sistema", lo cual nos acerca al cenagoso terreno de la realidad verdadera.
(*) Abogado, docente, ex diputado provincial y nacional por el Partido Demócrata Progresista, ex convencional constituyente en la Reforma de 1994. Artículo de la serie producida por la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional para El Litoral con motivo de los treinta años de la Reforma Constitucional.