Cada 9 de agosto se conmemora en Argentina el Día de la Educación Especial. La fecha deriva del aniversario de la creación de la Dirección de Educación Especial: 9 de agosto de 1949. Sin duda alguna la celebración y el apoyo a la educación especial es de esos días que deben durar todo un año. Tampoco cabe duda, en mi opinión, que toda la educación debe ser especial. Debe especializarse y acoplarse a las necesidades de cada estudiante. Hay que personalizar el aprendizaje de todas y todos, porque lo que queremos que dominen debe pasar inexorablemente a través de la piel de cada uno al acerbo interior, con las historias y las limitaciones de cada cual.
Si se me permite, voy a reducir el foco un poco más en esta nota. Voy a mirar este día desde el punto de vista de los aspectos psicológicos de estos chicos/as, que, por otra parte, es de las pocas cosas que sé. Quiero empezar haciendo una excursión histórica sobre uno de los hitos que generaron la clasificación de personas y también la educación especial: el concepto de inteligencia. En el último tercio del siglo XIX entró el concepto de inteligencia en el ámbito psicológico y lo hizo de la mano de dos escuelas antagónicas: el Neohigienismo de Alfred Binet y la Eugenesia Nacional de Francis Galton.
El Neohigienismo era una consecuencia de las revoluciones jacobinas, del triunfo de la Ilustración. Si todos somos iguales en deberes y derechos, el Estado debería garantizar esa libertad y una de las mejores maneras para asegurarla era extendiendo la educación a todos los niños, haciéndola obligatoria. Una vez en ese camino había que asumir la diversidad y, muy en el estilo de la época, eso pasaba por evaluar y clasificar. Así aparecieron los test de inteligencia que medían el grado de armonía entre la edad mental y la cronológica. Entraron, sin querer, queriendo -como diría el sabio Chapulín-, los conceptos de retraso metal, las fronteras entre la normalidad y la anormalidad.
La otra escuela, la Eugenésica, venía como desarrollo de la teoría de la evolución. La biología generaba diferencias en los individuos, unas más adaptivas que otras, y algunas muy poco. Se llamó inteligencia a esa capacidad de adaptación de las personas, según como vengan construidas de fábrica. El Coeficiente Intelectual (CI) dependía de cómo fueran sus capacidades de discriminación sensorial. Quien más rápidamente se dé cuenta de las diferencias, capte un concepto o desarrolle una serie lógica, será más inteligente y por eso se acoplará mejor a cualquier circunstancia.
Dos modos de entender la inteligencia, muy diferentes entre sí. Los de Binet creían en el poder remediador de la educación para la mejora de la inteligencia. Los de Galton solo creían en el genio hereditario. Pero los dos fundamentaron una práctica que se solidificó en el siglo XX, que fue medir el retraso o el déficit, midiendo inteligencia, como una síntesis granítica de toda la capacidad de una persona. Tal es así que todavía queda en muchos países como uno de los criterios de consideración legal del grado de minusvalía de una persona.
La psicología y la educación llevan mucho tiempo demostrando que las personas con algún tipo de discapacidad no se diferencian fundamentalmente por un dato, que el CI dice poco, que es un mal resumen. Todos tenemos luces y sombras y en esto último conviene delimitar qué funciona peor, qué proceso está afectado y cómo se puede remediar. Todos somos iguales y todos diferentes, por eso hay que procurar conocer de qué pie rengueamos y generar procedimientos pedagógicos y terapéuticos para conseguir funcionalidades equivalentes.
Entrados ya en el siglo XX la psicología fue dando paso al contexto, a los entornos que moldeaban el desarrollo biológico. En el Moscú de los años 20, unos jóvenes intentaron construir un hombre nuevo, dando relevancia a la cultura y la educación. Lev Vygotski, Alexander Luria y Aléksei Leóntiev, buscaban herramientas culturales para construir la mente. El lenguaje, los significados y sentidos, eran los más potentes mecanismos de mediación, pero podría haber otros.
Así fue como consiguieron mejorar la movilidad de un chico con Párkinson que apenas controlaba su marcha y no podía andar rápido ni subir peldaños. Unos papelitos en los escalones sirvieron como mediadores para que pudiese hacer lo que sabía, pisar, y así conseguir lo que no podía, subir las escaleras, pisando un papelito tras otro. Se abrió paso el modo de trabajo más fructífero en la educación especial, evaluar lo que ocurre y buscar alternativas, otras herramientas de mediación.
Veámoslo todo esto centrándonos en un proceso psicológico que suele usarse para explicar la calidad del funcionamiento psicológico y del que queda mucho por saber: la motivación. En los pocos trabajos que hubo sobre cómo era la motivación en las personas con discapacidad siempre aparecía la idea de que ésta era más simple, más sujeta a los premios y castigos. Cuando se ha estudiado con más detenimiento, se ha visto que la estructura de la motivación es similar a la de niños normotípicos, que a todos les gusta aprender, superarse y progresar en conocimientos.
Hoy se sabe que su motivación depende de los mismos factores contextuales que el resto de los estudiantes. Para todos es clave estudiar en un buen clima educativo, con tareas desafiantes, recibiendo retroalimentaciones de calidad, etc. Una retroalimentación de calidad, por cierto, no es decirle siempre qué bien para darles ánimos, pobrecitos. Es que alguien que sabe y que sea cercano a ti te diga lo que has hecho bien y lo que te queda para conseguir una tarea. Es decir, es darle las mismas evaluaciones que quisiéramos recibir nosotras/os.
Todos los que trabajamos desde la diferencia sabemos que hay un veneno que parece camuflado como un remedio, que es la sobreprotección. Esto es, cuidar de ellos hasta el extremo, modificar los entornos para que no sean dañinos, protegerles de las barreras, limitando su superación. De este modo, solo se consigue restringir el efecto remediador de los entornos sociales, el aprendizaje autónomo y la sensación de que también ellos pueden controlar sus vidas, tan bien o tan mal como nosotros. Esto explica, por ejemplo, que los niños con discapacidad se sienten más obligados a explicarse los éxitos que los fracasos, por lo especial que resulta, en esa visión paternalista, lo primero.
Cuando se analizan los procesos de manera profunda, podemos descubrir particularidades en ellos que demuestran más potencialidades de las que aparecen en los niños normotípicos. En el caso de la motivación muchos trabajos han demostrado que cuando expresan sus mecanismos de orientación y regulación de su comportamiento pesan más los componentes emocionales y los usan con propiedad. Juegan bien con las pasiones, que es una manera muy sana de vivir.
Felicitaciones para todas las personas que trabajan con la diferencia para construir ciudadanos auténticos, con deberes y derechos. Sus esfuerzos sin duda ayudan a todos.
(*) Doctor en Psicología por la Universidad Autónoma de Madrid. Docente de la Diplomatura en Inclusión Escolar de la Universidad Católica de Santa Fe.