A principios de junio pasado, la ciudad de Santa Fe tuvo un acontecimiento de singular característica, porque fue un hecho que marca un antes y un después en la historia del preservacionismo ferroviario. Además, desde ese momento, en el historial de la actividad ferroviaria brilla con letras mayúsculas el nombre de Andrés Alejandro Andreis, con su bien merecida condición de "Santafesino distinguido". La honorable distinción fue otorgada por el Concejo Municipal, a partir de una iniciativa de la concejala Jorgelina Mudallel.
Las luchas en la cultura santafesina siempre han sido un tema considerado como de "lucha de clases". Luchas en las que, por lo general, el arte llevó históricamente la delantera, siendo casi imposible que las distinciones y las nominaciones trasciendan ese ámbito. Pero Andrés, que falleció el 19 de julio de 2020 (a los 84 años), fue la excepción a esa norma no escrita.
"Sin ser museólogo, fundó un museo; sin ser docente, hizo docencia". Palabras más, palabras menos, así se expresó sobre él y sobre su inclaudicable obra la profesora Mabel Cosseani. Fue en el recinto legislativo, ante un atento y respetuoso auditorio, del que tomaron parte, además de la citada Cosseani y los miembros del Cuerpo, Claudia y Sonia Andreis (hijas de Andrés), Roberto "Pipy" Rivero, Gustavo Vittori y Elvio Cotterli (intendente de Laguna Paiva), entre otros.
Como una doxología pagana
Durante su intensa y extensa labor, Andrés eligió sublimarse, y coquetear con las musas prohibidas para algunos de sus compañeros, para elevarse en raudo vuelo hacia latitudes que para otros, incluyendo superiores, estaban vedadas. Aunque en realidad el ferrocarril siempre tuvo muy buenas plumas. Tomemos el ejemplo de Raúl Scalabrini Ortiz, máximo exégeta de la entropía ferroviaria.
Muchos escribieron sobre las paralelas de acero, pero sin pertenecer al universo ferroviario. En cambio, Andrés vio transcurrir madrugadas enteras junto a pachorrientos vagones, bajo techados precarios en Rafaela y lugares distantes, para poder comulgar bajo las estrellas en una curiosa doxología pagana, germen de lo que sería al fin, su libro y sus vivencias escritas.
Todos los libros que hablan del ferrocarril, contienen una esencia de relato en tercera persona, o son síntesis de síntesis de historiadores. Pero con su relato, editado por la Universidad Nacional del Litoral (UNL), no sucede esto: son las vivencias calmas de un grumete intrépido en una mar embravecida que lo llevaba, palmo a palmo, a dejar registros de cada cosa.
Ese libro, justamente, es hoy como la Biblia y el ABC de quien quiera aprender del ferrocarril. Es lo básico para el aspirante a dominar ese universo convertido en galimatías, códigos herméticos de interpretaciones en clave, pero a su vez, ejecutadas prolijamente en un clave bien temperado, como el libro de la literatura Bachiana que conocemos.
Una vida para el museo
Andrés Andreis, a diferencia de otros, no eligió una colección privada. Podría haberlo hecho. Pero no lo hizo. Su afición por la historia empoderó con conocimiento a los niños, jóvenes, y hasta investigadores. Nuestro personaje escapaba de los silogismos del multiple choice, para abreviar en un "Sí" o "No". No comulgó con los grises en ninguna faceta de su vida. Así fue como creó el Museo Ferroviario Regional que hoy en día se erige.
Una cosa es dar el tiempo, algo usual. Pero otra cosa, es dar la vida. Porque el museo ferroviario regional, le llevó exactamente eso: su vida. Un edificio enmohecido, adormilado en las gestiones públicas, ingresado por enésima vez en las mesas de entradas, fue el objetivo de su vida. El enclave en ese domicilio y lugar, no fue capricho. Es la esquina desde donde nace la historia ferroviaria en Santa fe, el nudo gordiano de un capricho provincial que arrancó desde 1882, para llevar las cargas hacia Rafaela, Esperanza y las Colonias.
Nada de esto fue casual. La vida de Andrés Andreis parece estar signada desde los arcanos del más allá. Cada pieza de su existencia por las décadas, fue parte de un misterioso engranaje de relojería que terminó de encastrarse no solo en su libro, sino en su accionar pedagógico.
Nada quedó sin hacer
Andrés fundó la plaza Manuel Belgrano en su propio barrio. Fue candidato a concejal en los años noventa. Participó como editor en fascículos para El Litoral y la UNL le editó un libro. Realizó visitas guiadas y la logística para el homenaje al doctor Esteban Laureano Maradona en el paraninfo de la mencionada casa de altos estudios en 2001. Inauguró una sala de arte en el museo, tendió lazos de hermandad con la Asociación Rosarina Amigos del Riel (Rosario) y con Basavilbaso, Entre Ríos.
Brindó a estudiantes de la Escuela Secundaria Almirante Brown un espacio para ensayos, rescató del olvido y las afiladas garras de los coleccionistas, material de la herrumbrada Estación Belgrano. Participó como escritor en certámenes de la empresa ferroviaria, realizó exposiciones literarias con sus obras e ilustraciones locales como Juan Arancio. Recibió al cónsul de Francia en 1991. Se paró audaz ante los subastadores/rematadores, que venían por todo en nombre del Estado.
Todo esto, nos habla de una lava interna que lo encendía y ardía en su interior. Puede decirse que defendió el patrimonio y consolidó el primer museo del interior del país, batiéndose a capa y espada con los intereses representados por la nación. Nada quedó sin hacer. Por eso, este homenaje desde el Concejo Municipal no lo dice todo. Pero es de alguna manera, la síntesis resumida en un acto, como en una obra religiosa: "Vida, pasión y muerte".
Dar es dar, sin elegir a quién
Andrés Andreis dio su vida, para que otros puedan vivir, sin elegir a quien o a quienes. Fue un sol que brilló para todos, desde la sonrisa de un tímido escolar que busca apuntes, hasta la ponzoñosa carroña ferrocarrilera que hunde sus garras en los tendones carcomidos por el Parkinson, buscando robarse lo ritual y la memoria colectiva, a precio de cachivache en Marketplace o en algún trueque, entre calzones paraguayos, gauchitos gil y tortas fritas cocidas al rescoldo.
El núcleo donde reside la epopeya de Andreis, no consiste en ser hijo o nieto de ferroviario, pues no es su caso. Consiste en haber defendido desde el llano, los valores y símbolos del ferrocarril para el pueblo, aun cuando la empresa misma dejó todo tirado por la extensión del país. Andreis es un aliado del conocimiento y un empoderado de los íconos de una de las empresas públicas.
Sus maestros fueron la vida y el oficio, la labor y la observación. Sus compañeros: el papel, el lápiz, la memoria. Diario El Litoral siempre apoyó su lucha. Las noches interminables bajo las estrellas paivenses, la pava caliente junto al maquinista noctámbulo escuchando a Discépolo en la radio valvular, ajustando la manguera helada para cargar agua en las madrugadas.
Y un silbato final de un tren que parte. A lo lejos. Tan pero tan, a lo lejos.