Nos escribe Marité (52 años, Tandil): "Luciano, es un gusto enviarte este mensaje, leer tus columnas siempre me alegra y las reenvío a amigos y conocidos cuando tocan temas que se relacionan con experiencias que estén transitando. Me animo a escribir yo en esta ocasión, para contarte algo que me pasa a mí. Soy lo que se dice 'una mujer sola'. Es horrible decirlo así, porque la sociedad mira mal la soledad. Pero no es eso lo que me interesa, la mirada de los otros, sino cómo vivo. La soledad se sufre, por más que tengamos todo ese discurso de quererse a uno mismo y el tiempo para uno. Yo me encuentro transitando ese sufrimiento, a la espera de encontrarle una vuelta. ¿Podrías decirme algo?".
Querida Marité, muchas gracias por tu correo y, sobre todo, gracias por hacer de puente para que la columna llegue a otros lectores. A propósito del puente, te cuento que hay una distinción en la que vengo pensando en este tiempo; me refiero a poder pensarnos como puentes, como medios para otros y no tanto como fines.
Esta parece una idea polémica, porque contradice la noción filosófica de ver a los otros en sí mismos y no como instrumentos; pero no es esto lo que yo digo. Más bien pienso que el énfasis en ponernos siempre en el centro, en especial en esta sociedad ego-centrada, nos llevó a un empobrecimiento vincular y a una pérdida de la generosidad.
Sin duda, esto se relaciona con el tema de la soledad. Por un lado, hay una cuestión que tiene que ver con la época. Me refiero a que la extensión de la expectativa de vida hace que hoy haya una nueva experiencia después de los 50. Esto no tiene que ver con estar en pareja o haber tenido hijos, etc. En cualquier caso, todas las personas tienen que encontrarse hoy con la soledad que llega después de la quinta década.
Es cierto que hay quienes niegan la soledad y, en ese momento, optan por vidas en las que tapan lo que les ocurre, se refugian en divertimentos o esperan del amor lo que el amor no da. Freud decía que la expectativa de ser amado es un recurso narcisista para encubrir la falta de realización en otros ámbitos.
Lo difícil de la soledad a partir de cierta edad no es tanto la situación (o el sentimiento) de estar solos, sino cómo hemos llegado a esa etapa. La soledad implica vergüenza, nos guste o no. Entiendo lo que decís respecto de que no te interesa la mirada de los demás, pero no te olvides de que también está la mirada interna, que es la más severa.
La soledad se sufre porque, como bien decís, estamos indefensos ante el encuentro con los demás. Una persona sola tiene que pedirle a otra su compañía y aquí es importante poder vivir esta demanda como una propuesta. No es un fracaso pedir la presencia de otro, cuando ya no somos niños y la necesitamos para algo más o distinto que cuidado o protección.
El punto, entonces, es no revivir nuestra indefensión adulta con la misma clave con que atravesamos el desamparo infantil. Hemos vivido y si la soledad nos reencontró al cabo de los años no es por efecto de algo que hicimos mal o porque no tuvimos suerte en la vida. El tema es que la soledad está en el inicio y en el segundo tramo de esta carretera de dirección única.
Estoy de acuerdo con vos en lo vano que es todo el discurso de autoayuda sobre el amor propio -como antídoto para todo- y el egoísmo de tener todo el tiempo personal a disposición cuando sabemos que un minuto puede ser eterno si estamos angustiados o aburridos.
Para mí la cuestión está en aceptar la soledad, no como un dato irreversible, sino como un punto de partida. "En el fondo estamos solos, en un desierto de gente", dice una canción de Andrés Calamaro. Esto es algo que siempre supimos y quizá los vínculos fueron un medio en distintos momentos de la vida, hasta que la soledad regresa.
Ahora bien, la soledad no es un no-vínculo o una ausencia vincular, sino que implica otra dimensión para vincularnos con los demás. Nos vinculamos a partir de la soledad, en la medida en que ya hemos vivido ciertas etapas previas de la vida y, entonces, nos convertimos en puentes de experiencia para acompañar a los otros.
Lo digo de otro modo: aceptamos la soledad el día en que la compañía ya no es lo que pedimos para sanar algún aspecto no resuelto, sino para descentrar nuestra vida en la de otros. Ahí ya deja de importar tanto la vergüenza de la soledad; ya dejamos de vernos como "gente sola" y quizá asumimos la condición de solitarios.
Entonces, Marité, bienvenida al club de los corazones solitarios, que tiene un requisito (¡solo uno!) de ingreso, el de empezar a ver la vida ya no con el pasado a cuestas, sino con la historia de nuestros aciertos y tropiezos, para vivir una nueva etapa, en la que no se trata de conjurar la soledad, sino la de arrancarle su potencia.
Es un único requisito, es cierto, pero muy severo: haber hecho las cuentas con el pasado y no arrastrar demasiados pendientes. Saber que hubo lo que hubo y lo que no, tampoco hace falta para lo que viene. La soledad es una segunda vida, como esa de la que habla la máxima de Confucio cuando afirma que todos tenemos dos vidas y la segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una.
(*) Para contactarse con el autor: lutereau.unr@hotmail.com