Por Ignacio A. Nieto Guil (*)
Realismo, ideología y democracia
Por Ignacio A. Nieto Guil (*)
Gilbert Keith Chesterton, con su elocuente sabiduría, argumentó alguna vez que "el rasgo distintivo del mundo moderno no es su escepticismo, sino su inconsciente dogmatismo". El dogma cabe bien en la religión, es su ámbito natural y propio a partir de una "verdad revelada". Pero, sacado del contexto religioso y aplicado a otras realidades, como por ejemplo un ámbito político o económico, provoca –inevitablemente- grandes catástrofes sociales. Las realidades temporales deben tener la impronta del "realismo", es decir "una adecuación del intelecto a la realidad": la realidad que se nos revela y no la que pretendemos construir o manipular a nuestro arbitrio.
Dentro del bloque ideológico occidental, el sistema democrático actual se erige como una "verdad irrefutable", que no se puede criticar bajo ninguna arista. Sin embargo, no hay nada más insalubre para un "sistema político" que este mismo no pueda pasar, justamente, bajo la lupa de una sana "crítica" en su pleno sentido filosófico, para un verdadero juicio de aquellos mandatos impuestos por el sistema actual. Pues crítica significa, en su origen etimológico puro: juzgar, discernir, separar o distinguir -nada más, ni nada menos- con el propósito de buscar lo que es verdadero dentro de la realidad.
Por el contrario, la "ideología", germen del mundo moderno y del democratismo político actual, según Gustave Thibon designa "un pensamiento desgajado de la realidad, que se desarrolla de modo abstracto a partir de sus propias pautas, sin relación alguna con el hecho real". Luego asevera: "Se es ideólogo cuando el pensamiento se separa poco a poco de la realidad, cuando se ignora su complejidad y su misterio y se desarrolla según sus propias leyes, para, finalmente, sustituir lo real". En efecto, en 1789, con los célebres e históricos postulados de la Revolución Francesa ("Libertad, Igualdad, Fraternidad"), nace la democracia moderna ligada fuertemente al componente ideológico o, en otras palabras, con una nueva moral y con un nuevo derecho exclusivamente "positivo".
A propósito de ello, vale recordar que Jean Madiran distingue dos tipos de democracia: una "clásica" y otra "moderna". En común se puede sostener que en ambas se da la designación de los gobernantes por los gobernados, aunque la clásica se combinaba con un "régimen mixto", es decir, con un sistema democrático propiamente y un sistema aristocrático. Esta última acepción fuertemente demonizada en la actualidad significa que las decisiones recaen en los más aptos y de aquellos que poseen más virtud dentro de una sociedad. Además, la democracia no se entendía en términos absolutos, ya que, cuando una sociedad tocaba fondo, la democracia clásica podía ser revocada o suspendida, y el poder, en consecuencia, volver a unos pocos hombres de bien.
Esta última era una cuestión escandalosa para el pensamiento modernista. En cambio, la democracia moderna se presenta como un derecho imprescriptible y se asienta en la "voluntad general" con un poder ilimitado, lo cual es arbitrario, pues ningún poder se puede ejercer sin límite alguno. Por otro lado, en la actual "democracia popular", que ciertamente niega las instituciones jerárquicas y las sociedades espontáneas de orden natural, la voluntad general como el poder omnipotente de las mayorías, aunque bajo la manipulación de burócratas, se mueve a través de la "pasión colectiva", totalmente enajenadas de realismo y absorbidas en un pensamiento mítico, abstracto e ideológico.
La pensadora francesa Simone Weil sostiene: "La pasión colectiva es un impulso de crimen y mentira infinitamente más fuerte que cualquier pasión individual". Luego afirma: "Cuando en un país hay una pasión colectiva, es probable que cualquier voluntad particular esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general". La democracia moderna falsamente se ampara en la clásica y, por tanto, dista considerablemente de su origen. La clásica era respetuosa del "decálogo", es decir de un orden moral superior al hombre, cuya ley era conforme a la naturaleza y de grandes imperativos no inventados sino descubiertos por el ser humano, puesto que el dictado de la ley se ordenaba en base a un orden «supra-positivo» que a su vez era fundamento del "bien común" y la "ley humana".
A partir de 1789 la ley se funda exclusivamente en la "voluntad del hombre" y, por consiguiente, ya no se reconoce un "orden moral u objetivo" para que dicha ley sea justa. Por este motivo, con un sistema "escéptico" como el actual que si bien encuentra en leve freno (tampoco garantizado) por una declaración de derechos (o carta magna) siempre pueden ser abolidos o decretarse otros según la misma legitimidad procedimental del sistema, al no hallarse valores imperecederos que iluminen ese sistema. Precisamente el decálogo jamás caduca, porque la obligación moral de obedecer tales mandatos atemporales es superior a cualquier sistema político vigente en cualquier tiempo.
Tema aparte significa el fenómeno de los "partidos políticos", punto central en la democracia moderna. Estas organizaciones capitalizan todo el poder político de una nación y cuyo fin es "cosa vaga e irreal". En la obra titulada "Apuntes sobre la supresión general de los partidos políticos" de la citada Simone Weil, la autora sostiene: "Un partido político es una maquinaria de fabricar pasión colectiva; un partido político es una organización construida para ejercer presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros; el primer y, en última instancia, único fin de todo partido político es su propio crecimiento, y esto sin límite alguno".
Weil destaca que todo partido político es totalitario en su origen y aspiración, cuyo colectivo domina a los seres pensantes. Además, en este escenario se invierte la relación entre "fin y medio", según la pensadora francesa: "Solo el bien es un fin. Todo lo que pertenece al dominio de los hechos es del orden de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del campo de los hechos". Entonces, el grave peligro en la democracia es tomar un medio como un fin absoluto, llegando así a un pensamiento puramente dogmático sin basamento real. He aquí la gravedad que presenta el sistema actual.
De ahí, que un sistema político no es una verdad de fe. De hecho es un sistema al igual que otros y por tanto puede ser cambiado según las necesidades concretas en un lugar y tiempo determinado. La democracia clásica puede servir en algunos países y en otros no. En una nación altamente corrupta como es, por ejemplo, la Argentina, la democracia como realidad fáctica, se torna totalmente ineficaz.
En la historia de la humanidad hubo otros sistemas políticos pensados por filósofos de la talla de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino que clasificaron a los sistemas políticos de "puros e impuros". Los primeros eran la monarquía, la aristocracia y la democracia. En su forma impura correspondía la tiranía, la oligarquía y la demagogia. Incluso Aristóteles, en la Politeia, utilizaba el término democratia en un sentido peyorativo para referirse a una demagogia, palabras que describen muy bien el sistema que actualmente domina en occidente.
En estos tiempos reina un tipo de "pensamiento sistémico, procedimental y positivista" por sobre un "pensamiento ontológico e inteligible de lo real" que descubre verdades imperecederas ordenadas al ser y la existencia. Esta es la gran inversión del mundo moderno, originado en la "pura abstracción formal de corte racionalista" de los ideólogos, y mientras no se pueda retornar al pensamiento metafísico-realista, todos los artificios impuestos por el sistema vigente seguirán avanzando en pos de destruir aquellas realidades naturales que el Estado controla desde una burocracia ideológica centralizada.
(*) Abogado, escritor y articulista. Autor de "La noticia eterna" (Alfa Ediciones).