Sábado 23.4.2022
/Última actualización 19:57
Hubo en Santa Fe, y todavía subsiste en parte, una biblioteca que en su tiempo dio mucho que hablar. Cuando era joven, quien despertó mi interés por ella fue Agustín Zapata Gollán. Había pertenecido a su tío, Floriano Zapata, un hombre de letras que había experimentado con ella el éxtasis y la agonía.
Floriano había nacido en Paraná en 1843, diez años antes de que esa ciudad se convirtiera en la capital de la Confederación Argentina. Vivía en el caserón de sus padres -Jacinto Zapata y Dominga Quintana- junto a sus hermanos. Era un niño travieso e imaginativo, que con frecuencia eludía las directivas de su mamá, habitualmente a cargo de la casa.
A mediados del siglo XIX, las siestas eran sagradas. Durante las horas que seguían al almuerzo, la vida de las casas se apagaba en la quietud de la somnolencia. Pero algunos espíritus inquietos permanecían activos. El pequeño Floriano era uno de ellos. Él prefería incursionar en el fondo de la casa, en el espacio dedicado a la huerta y poblado de árboles frutales. También había un horno para quemar desechos de la casa. Era un buen lugar para dejar volar sus fantasías infantiles. Pero esas andanzas durante la siesta, mientras todos dormían, inquietaban a su madre. Por eso, en el intento de sujetarlo, le dijo que a esas horas el diablo solía andar por el fondo.
No obstante, Florianito siguió haciendo de las suyas. Fue entonces que a doña Dominga se le ocurrió pedirle prestado a un cura amigo de la capilla de San Miguel, erigida en 1822, el demonio de madera policromada que yacía a los pies del arcángel, jefe de la milicia celestial que había derrotado a Lucifer. Su idea era ponerlo entre las ramas de un árbol de la huerta, como elemento físico que fortaleciera su relato sobre el diablo a la hora de la siesta. El religioso estuvo de acuerdo y le prestó la imagen tallada por un imaginero. Dominga la llevó a su casa en secreto y la ubicó en uno de los árboles. Las horas pasaron sin novedad. Al otro día enderezó sus pasos al fondo para corroborar que todo estuviera en orden. Pero el corazón se le aceleró al ver que el diablo había desaparecido. De inmediato le preguntó a Florianito si había visto la figura de Satán, y él le dijo que sí. Y cuando, agitada, le inquirió dónde estaba, le expresó que la había arrojado al horno. Desesperada, la mujer le preguntó por qué había hecho tal cosa, y él le contestó que en el infierno el diablo habitaba entre las llamas del fuego.
Ese niño capaz de elaboraciones lógicas que ponían en aprietos a sus mayores, cursará sus estudios secundarios en el célebre Colegio de Concepción del Uruguay, donde conocerá entre otros futuros intelectuales a Olegario Andrade, Onésimo Leguizamón y Evaristo Carriego; también, a Julio Argentino Roca, quien ejercerá la presidencia de la Nación en dos períodos constitucionales.
Una vez egresado, abrazará el periodismo, y en 1862, con la provincia de Buenos Aires ya reintegrada al cuerpo de la República Argentina, permanecerá en Paraná y colaborará, entre otras publicaciones, con el periódico El Litoral, fundado por Evaristo Carriego.
En 1869 empezará a colaborar con el gobierno de la provincia de Santa Fe, actividad que intensificará en los años siguientes a través de distintas funciones. Y también ejercerá el periodismo en el círculo de escribas próximos al gobierno del Dr. José Gálvez, desempeñándose en 1886 como jefe de Redacción del periódico La Revolución. Como senador provincial, en 1889 defenderá la creación de la Universidad de Santa Fe; y, en 1900, será uno de los convencionales constituyentes que reformarán la Constitución Provincial. Un año antes, cuando agonizaba el siglo, había escrito un libro breve y singular denominado "La Ciudad de Santa Fe. Sinopsis para la obra del censo nacional". En sus líneas hace gala de una pluma florida e infrecuente, que más que ofrecer datos censales útiles, traza perfiles de una sociedad en transformación, que dejaba atrás jirones de usos y costumbres propios del mundo en el que él había vivido.
El año 1902 será crucial en su existencia. Se casará con Esmeralda Rodríguez Galisteo y, de modo simultáneo, perderá una parte significativa de su biblioteca, la que había formado, libro a libro, a lo largo de décadas. Otra vez las llamas signaban sus días. Ocurre que la consagración de su matrimonio en la iglesia de Nuestra Señora de los Milagros, activará la mano que le prenderá fuego a su amada biblioteca.
Según me contó su sobrino, Agustín Zapata Gollán, quien será el legatario de los libros salvados del incendio, cuando los novios salieron del templo, vieron elevarse en la cercanía una columna de humo oscuro. Es muy probable que Floriano comprendiera de inmediato que provenía de su casa, emplazada en calle Moreno entre San Martín (por entonces Comercio) y 25 de Mayo. Ocurre que su matrimonio había puesto fin a una relación de años con una mujer que, al sentirse abandonada, lo hirió en el lugar que más habría de dolerle. Las crónicas de la época hablan de una mano criminal anónima, pero Agustín sabía de quién se trataba, aunque nunca pronunció su nombre en mi presencia. Lo cierto, en cualquier caso, es que la venganza logró su propósito. Floriano ya no sería el mismo. Se habían perdido para siempre varias de sus obras inéditas, entre ellas, según un resumen de Juan Godoy, "Historia de los periodistas del Plata" y el "Diccionario bufo-político o La cuestión presidencial". Asimismo, "Historia anecdótica del General Urquiza". Un contemporáneo dirá al año siguiente que el fuego había consumido "un sinnúmero de preciosidades: la labor madura del escritor concienzudo y brillante". Lo escribió en 1903, el año en que Floriano habrá de morir en un accidente de tránsito. Su matrimonio había durado un suspiro, y su vida se extinguía impregnada de tristeza.
Pese a todo, buena parte de su biblioteca sobrevivirá y será trasladada a otra casa, ubicada en la calle Entre Ríos, muy cerca de la esquina noroeste formada por la intersección con calle San Gerónimo. En ese lugar, Agustín seguirá ampliándola con sus propios libros, hasta convertirla en una casa-biblioteca.
Pese a haber compartido con él varios años de aprendizaje, nunca había podido visitarla. A menudo se hablaba de ella, pero sus puertas habían quedado selladas para terceros desde la trágica muerte de su único hijo varón, a los doce años, en la pileta de la quinta de los jesuitas en Piquete. Sólo él, y algún ordenanza del Departamento de Estudios Etnográficos y Coloniales, entraban a esa casa, demolida hace años.
Sin embargo, antes de que ese hecho se consumara, pude al fin ingresar con Alejandro Villar, quien tomó la foto que ahora comparto con ustedes. Los libros, por su parte, migraron a la institución que Agustín dirigiera durante décadas, donde pueden consultarse.