Por Sergio Alfredo Fenoy (*)
Camino a los 500 años de la fundación de la capital provincial
Por Sergio Alfredo Fenoy (*)
El origen fundacional de Santa Fe, al igual que sucedió en otras ciudades antiguas de Argentina, está signado por el encuentro entre dos mundos diversos: los pueblos originarios y los españoles. No es este el lugar para hacer juicios de valor –que sobran, tanto de un lado como de otro– sino para subrayar este hecho: el hecho milagroso y conflictivo al mismo tiempo de un encuentro.
Todo encuentro es una mezcla de oportunidad y tensión porque, por un lado, es un evento único e irrepetible y, por otro, nos obliga a salir de nosotros mismos y abrirnos a la novedad, a renunciar y morir a algo para que pueda ser fecundo dando a luz algo nuevo.
Todo encuentro pasa por asombros, recelos, distancias, sospechas, acercamientos, acuerdos, desacuerdos, choques: así es el camino de la comunión, que va permitiendo encontrar nuevos horizontes para que se den otros seguramente más fructíferos, como la historia nos lo permite ver hoy: así, los inmigrantes europeos fueron configurando la idiosincrasia de la ciudad y la zona aledaña tal como la conocemos ahora; últimamente, también se dio el encuentro con personas de países limítrofes, del norte del país o de países asiáticos, en menor medida.
Santa Fe siempre logró incorporar, asimilar sin homogenizar. Hoy estamos ante la posibilidad de construir juntos una auténtica cultura del encuentro, en la que se permita al que llega brindar su aporte original, haciendo que se sienta parte de la ciudad: un ciudadano y no un mero habitante. Uno no elige a aquellos con quienes se encuentra, pero elige hacer de los encuentros un tesoro para la vida. Sólo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza a una ciudad.
Del encuentro bien capitalizado surge la síntesis de los polos en tensión, la configuración de una sociedad cuya nueva unidad supera la suma de las partes. De este modo se va gestando la organicidad, con sus instituciones diversificadas, colaborando mutuamente, en continua cooperación, aportando cada uno lo propio y recibiendo lo que el otro originalmente me obsequia.
Desde el inicio, la Iglesia Católica jugó un rol fundamental en la configuración de nuestra ciudad, con la transmisión de los valores propios del Evangelio; con la promoción humana y espiritual de las grandes Órdenes Religiosas y Misioneras. La creación de escuelas, empezando por la escuela primaria de los franciscanos –primer escuela de la provincia– y el Colegio de la Inmaculada, primera escuela secundaria del país; la obra de barrios, sobre todo desde fines del s. XIX y principios del XX; las obras de caridad, como la Casa Cuna; e incluso, la prensa, cuyo mejor exponente ha sido Fray Francisco de Paula Castañeda. A esta tarea se fueron sumando otras confesiones religiosas e instituciones.
En cada barrio surgieron los clubes, las vecinales con sus redes solidarias, vehiculizando los anhelos de los ciudadanos organizados. Y se crearon las universidades, que desde la ciencia y la tecnología no dejan de ser un faro para toda la región. Por último, no podemos olvidar que nuestra ciudad fue la cuna de la Constitución Nacional y de su posterior reforma, lo cual es signo evidente de la vocación institucional y orgánica que posee.
Nos toca ser hoy protagonistas de una nueva etapa de organización. Por un lado, se perciben los intentos de cooperación interinstitucional a través de organismos convocados por los mismos gobiernos, como el Consejo Económico y Social, o fruto de la iniciativa de la misma comunidad, como la Mesa del Diálogo.
Por otro lado, sin embargo, no siempre están representados todos los actores y falta un factor aglutinante, como, también, un claro proyecto compartido por todos, fruto de un discernimiento comunitario que se convierta en acción transformadora. El anhelo de las "3-T" (tierra, techo y trabajo), que debería estar al alcance de todos, porque expresan derechos sagrados, y que tiene mucho de inteligencia humilde pero a la vez fuerte y sanadora, podría ser un primer paso para delinear un proyecto que apunte al desarrollo humano integral.
Una virtud que ha distinguido, popularmente y desde siempre, a nuestra ciudad es su cordialidad acogedora. Así se decía que, quien llegaba a Santa Fe, se sentía bien recibido. El indiscutible aire de pueblo que tiene la capital provincial favorece a una hermosa y sencilla fraternidad, cuyo fruto es el corazón abierto para quien llega.
Los santafesinos, desde la cuna, deberíamos sentir el gusto de rellenar los baches causados por la frialdad y la indiferencia, abriéndonos a los demás con esa cordialidad y atención fraterna que se hace cargo de las necesidades del prójimo.
Sería bueno que la cordialidad y la atención fraterna siga siendo el aporte que los santafesinos hacemos al resto del país, a fin de reforzar el tejido de la amistad social. Mostrándonos cercanos, abriendo caminos, indicando -con tenaz paciencia- perspectivas de esperanza en aquellos contextos existenciales complejos (narcotráfico y violencia, atención a la niñez, trata de personas, desnutrición), muchas veces marcados por el fracaso y la derrota.
Para que un día podamos celebrar en paz los 500 años de nuestra ciudad, como encuentro de todos sus vecinos, conviviendo en armonía plural, con un corazón abierto y cordial, es indispensable que todos los días tengamos el coraje de apostar por el diálogo.
El único modo de que una persona, una familia, una ciudad, crezca, es la cultura del encuentro; la única manera de que la vida de los pueblos avance, es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar y todos pueden recibir algo bueno en cambio. Siempre el otro tiene algo que darme cuando sabemos acercarnos con actitud abierta y disponible, sin prejuicios. Esta actitud abierta, disponible y sin prejuicios, es definida por el Papa Francisco como "humildad social", que es la que favorece el diálogo.
Entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta, siempre hay una opción posible: el diálogo. El diálogo entre las generaciones, el diálogo en el pueblo, porque todos somos pueblo, con capacidad de dar y recibir, permaneciendo abiertos a la verdad. Una ciudad crece cuando sus diversas riquezas culturales dialogan de manera constructiva.
La cultura del diálogo, no nivela indiscriminadamente diferencias y pluralismos, ni tampoco los lleva al extremo haciéndoles ser motivo de enfrentamiento, sino que abre a la confrontación constructiva. Esto significa comprender y valorar las riquezas del otro, considerándolo no con indiferencia o con temor, sino como factor de crecimiento.
Cuando nos sea difícil salir del estrecho horizonte de nuestros propios intereses para abrirnos a una confrontación auténtica y sincera, tengamos el coraje de dialogar. El diálogo es la vía de la paz. Un diálogo tenaz, paciente, fuerte, inteligente, para el cual nada está perdido; que permita vivir juntas a personas de diferentes generaciones, que a menudo se ignoran; que permita vivir juntos a ciudadanos de diversas procedencias étnicas, de diversas convicciones. Porque siempre el diálogo favorece el entendimiento, la armonía y la concordia. Por ello es vital que crezca el diálogo, que se extienda entre la gente de cada condición y convicción, como una red de paz que protege nuestra querida ciudad, sobre todo a los más débiles que la conforman.
El momento actual está marcado por la crisis económica que nos cuesta superar. Es necesario multiplicar los esfuerzos para aliviar las consecuencias y captar y fortalecer todo signo de reactivación. La tarea primaria que corresponde a la Iglesia hoy, es la de testimoniar la misericordia de Dios y alentar respuestas generosas de solidaridad para abrir a un futuro de esperanza; porque allí donde crece la esperanza se multiplican también las energías y el compromiso para la construcción de un orden social y civil más humano y más justo, y surgen nuevas potencialidades para un desarrollo sostenible y sano.
No hay futuro para nuestro país, para nuestra sociedad, para nuestra ciudad, si no sabemos ser todos más solidarios. La única cultura que construye y lleva a una ciudad más habitable es la cultura de la solidaridad, como modo de hacer la historia, como ámbito vital en el que los conflictos, las tensiones, también los opuestos alcanzan una armonía que genera vida. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en nuestra ciudad. No habrá felicidad para una ciudad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma. La medida de la grandeza de una ciudad está determinada por la forma en que trata a quien no tiene más que su pobreza.
No hay una verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación y una ciudad, sus bienes inmateriales: la vida, que es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia, fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración social; la educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de información; la salud, que debe buscar el bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual, esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, teniendo la convicción de que la violencia sólo se vence partiendo del cambio del corazón humano.
Una de las postales que identifica a nuestra ciudad es el Puente Colgante. Me parece una providencial invitación a seguir creando conexiones que lleven a encuentros reales, vínculos que unan, itinerarios que ayuden a superar conflictos y durezas. En este mundo globalizado, donde desafortunadamente parece cada vez más fácil excavar distancias y atrincherarse en los propios intereses, estamos llamados a trabajar juntos para procurar el bien de todos y no contentarnos con nuestro propio "estar en paz".
Nuestro Padre Dios, que no se cansa de unir el Cielo a la tierra, no deje de enseñarnos que nuestro futuro es vivir juntos, que nuestras diferencias no deben ponernos unos contra otros, y que siempre y en todas partes debemos ser capaces de buscar vías de comunión, y que es más fácil construir puentes que levantar muros, elaborar juntos memorias de comunión que curen las heridas de nuestra historia y tejan tramas de coexistencia pacífica para un futuro próspero, en paz y hermanados.
(*) Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz.
Para participar.
La ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz cumple 450 años. Es ocasión propicia para que los santafesinos hagamos memoria de nuestro pasado y proyectemos nuestros mejores sueños hacia el futuro. Quisiera compartir con ustedes tres palabras que buscan sintetizar, tanto el camino recorrido como la esperanza de algo distinto y mejor para nuestra ciudad: encuentro, organicidad y cordialidad.