José Curiotto Email: jcuriotto@ellitoral.com / Twitter: @josecuriotto
Por José Curiotto
José Curiotto Email: jcuriotto@ellitoral.com / Twitter: @josecuriotto
Cualquier argentino promedio carga sobre sus espaldas con las secuelas producidas por cíclicas y traumáticas crisis económicas. Y aunque el tiempo suele disimular las heridas generadas por la coyuntura, resulta inevitable que cada uno de aquellos cimbronazos haya quedado grabado a fuego en la memoria colectiva. Las crisis se generaron por factores diversos o por la conjunción de los mismos. Sin embargo, en cada una de ellas existió un elemento en común: la mentira. No importa si el descalabro se produjo por contextos internacionales adversos, por equivocaciones internas o por la irresponsabilidad de la clase dirigente. En cada uno de ellos, los gobiernos se encargaron de devaluar su credibilidad. Pusieron en jaque la palabra, factor indispensable para la implementación de cualquier medida de política económica. El 29 de junio de 1959, el entonces ministro de Economía, Álvaro Alsogaray, dijo: “Hay que pasar el invierno”. En 1981, Lorenzo Sigaut aseguró: “El que apuesta al dólar, pierde”. Un todopoderoso Domingo Cavallo, en 1991, declaró: “Con la convertibilidad, habrá más de seis décadas de crecimiento y prosperidad en la Argentina”. A fines de 2000 y en cadena nacional, Fernando De la Rúa auguró: “El 2001 será un gran año para todos. ¡Qué lindo es dar buenas noticias!”. Y en plena crisis de 2002, Eduardo Duhalde habló en el Congreso de la Nación: “El que depositó pesos, recibirá pesos. El que depositó dólares, recibirá dólares”. Empeño obsesivo Si algo caracterizó durante los últimos diez años al kirchnerismo, fue su obsesivo empeño por diferenciarse del pasado. “La década ganada”, según el discurso oficial, se convirtió en una suerte de refundación de la Argentina. Sin embargo, más allá de ciertos matices y mal que les pese a los kirchneristas duros, este gobierno también pasará a engrosar la nefasta lista de mentiras históricas en un país en el que la confianza viene siendo pisoteada con desparpajo absoluto. El 6 de mayo de 2013, Cristina Fernández dijo en un acto en Casa Rosada: “Por lo menos, mientras yo sea presidenta los que pretendan ganar plata a costa de devaluaciones que tenga que pagar el pueblo van a tener que esperar otro gobierno”. Sin embargo, el dólar que oscilaba en los seis pesos hace algunas semanas, llegó a cotizar ayer 8,50 pesos. Y al menos hasta los próximos días, su verdadero valor será una incógnita. Pero ésta no fue su única contradicción. El miércoles último, Cristina dijo que en el país existe “un régimen de plena ocupación”. Lo que no parece haber tenido en cuenta es que lo afirmó mientras presentaba un programa social destinado a ayudar a los “ni-ni”, centenares de miles de jóvenes que no estudian, ni trabajan en la Argentina. Aún hay más: el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, acaba de anunciar la supuesta desaparición de un cepo que, en teoría y para el oficialismo, nunca existió. Y afirmó que la medida se adoptó porque “el gobierno considera que el precio de la divisa ha alcanzado un nivel de convergencia aceptable para los objetivos de la política económica”; cuando apenas 24 horas antes había asegurado, desde el mismo atril, que ésta “no es una devaluación inducida por el Estado”. La mayor mentira sostenida durante los últimos años fue generada nada menos que desde el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos, un órgano que sólo tiene sentido en la medida que cuente con una credibilidad impoluta. Pero como toda falacia tiene patas cortas, a partir del mes en curso el gobierno dispuso aplicar un nuevo método de medición de precios que reemplazará a otro que, supuestamente, rozaba la perfección. En definitiva, y más allá de cuál termine siendo el verdadero impacto de la actual crisis -palabra borrada del léxico oficial, tal como sucediera con términos como inflación o devaluación-, lo cierto es que una vez más los discursos oficiales se contradicen con la realidad. La pérdida de valor del peso seguramente golpeará a cada uno de los argentinos porque alimentará, aún más, un proceso inflacionario que el gobierno se encargó de insuflar a partir de 2007. Sin embargo, a largo plazo el mayor de los problemas radica en este nuevo golpe a la confianza. La palabra, en la Argentina, está herida de muerte. Y así, no sólo es más difícil gobernar, sino que resulta más duro vivir cuando no se sabe en quién se puede confiar. Durante su último discurso, la presidenta de la Nación afirmó: “No hay que enojarse con los que creen mentiras, hay que enojarse con los que las dicen. El pecado es mentir”. En eso, estamos todos de acuerdo. Y ésta era una buena oportunidad para ponerlo en práctica.