El empleo del retrato como modo expresivo es antiguo y diverso. Y sus motivaciones, variopintas. Su arco causal puede ir desde el deseo intimista al exhibicionismo propagandístico activado por los resortes de la política. En medio, caben todas las razones que a uno se le puedan ocurrir, desde las ostentaciones del poder (temporal y espiritual) y el pavoneo social de burgueses ascendentes, hasta el amor recoleto de un artista que captura en telas impregnadas de afectividad, la imagen de sus hijos.
Tan amplio es el tema, que aquí me voy a ceñir al campo de la pintura y, más constreñido aún, al retrato en la Argentina del siglo XIX y su irradiación sobre nuestra ciudad. Sin embargo, antes de ir al grano, creo necesarias unas breves reflexiones introductorias.
El general Juan Pablo López, retratado por Amadeo Gras. Foto: José Gabriel Vittori
El gran desafío que afronta un artista verdadero, es el de traspasar la superficie física de un rostro y las defensas mentales del retratado, en el intento de remover las apariencias y atrapar, o al menos entrever, su esencia. Se trata de una delicada y sensitiva exploración del modelo que se expone a la mirada auscultadora del pintor. Es una expedición a la interioridad del otro que, en muchos casos, puede oponer defensas manifiestas o sutiles, conscientes o inconscientes, a esa acción "invasiva", incluso en el caso de que el retrato sea deseado. Es que una cosa es pretender una imagen de uno mismo, y otra, distinta, que esa imagen sea gestada por el artista de acuerdo con su propia mirada y percepción.
Por cierto, quien acometa la tarea de retratar a otro debe tener solvencia técnica para la producción de imágenes. Ese es el soporte básico, pero la captación del retratado debe atravesar su piel en busca de su naturaleza profunda, proceso que suele tomar forma a partir del intercambio de subjetividades, de percepciones y emisiones, conversadas o silenciosas, que, de modo voluntario e involuntario, se dan entre el artista y su modelo. Por eso, en general, el trabajo lleva tiempo, no tanto como el que empleó Leonardo Da Vinci para pintar a Mona Lisa Gherardini, pero sí el necesario para que la comunicación del binomio fluya con la menor cantidad de obstáculos factible.
Ventura Coll Diez de Andino en una pintura de Prilidiano Pueyrredón. Foto: José Gabriel Vittori
Ahora sí, vamos al encuentro de valiosos precursores del retrato en Santa Fe a través del patrimonio del Museo Histórico Provincial Brig. Gral. Estanislao López. Son tres y, para presentarlos, seguiré una pulsión cronológica, que es un buen modo de ordenar el texto. Todos tienen en común su vinculación con Francia: Charles Henri Pellegrini, Amadeo Gras y Prilidiano Pueyrredón.
Pellegrini (Chambéry, 1800 – Buenos Aires, 1875), padre del futuro y homónimo presidente de la Nación, fue un ingeniero saboyano (con estudios en la Universidad de Turín y la Escuela Politécnica de París) que llegó al país en 1828, se afincó en Buenos Aires y comenzó a trabajar en el Departamento de Ingenieros Hidráulicos. Tiempo después, cuando este organismo fue desarmado, Pellegrini decidió seguir los pasos del suizo César Hipólito Bacle, y abrió un taller litográfico de buen suceso, con la impresión de estampas urbanas y costumbristas a las que pronto agregó la realización de numerosos retratos que, con un esquema casi industrial, serializó las imágenes de buena parte de la burguesía de la época. De su mano, según un minucioso estudio pictórico e historiográfico sintetizado por la Lic. Geraldhyne G. Fernández en un artículo, es el retrato de Manuela Puig Troncoso de Echagüe (en algún momento atribuido a Pueyrredón), que posee el Museo. También lo es el de Josefa Rodríguez del Fresno de López, perteneciente al frontero Museo del Convento de San Francisco. Ambos fueron pintados por Pellegrini en 1830, cumpliendo un encargo de Juan Manuel de Rosas para sus compañeros del Partido Federal, y respectivos maridos de las retratadas. Los ropajes, con sus transparencias, los cintos altos y sus hebillas, los peinados y mantillas, los tocados de flores, los aros y collares de perlas con sus vueltas, ponen de manifiesto un compartido repertorio icónico que se extiende a las carnaciones propias de la paleta de Pellegrini. Ambas obras son representativas de la estandarización artística lograda por el saboyano en los albores del retrato en nuestras tierras.
Por su parte, Amadeo Gras (Amiens, 1805 – Gualeguaychú, 1871), estudió dibujo y pintura en París, y arribó a las Provincias Unidas del Río de la Plata un año antes que Pellegrini. Era un músico hecho y derecho que llegó a acompañar a Niccoló Paganini en distintos conciertos europeos. En Buenos Aires, solía tocar el violoncello en las reuniones organizadas en su casa por Mariquita Sánchez de Thompson, ámbito en el que conoció a vecinos principales de la ciudad que no tardó en retratar. La trama socio-cultural de la Gran Aldea sirvió de puente entre la música y la pintura, convirtiéndose para Amadeo en una significativa fuente de ingresos. En nuestro Museo se conserva un interesante óleo de gran tamaño que retrata al gobernador Juan Pablo López de medio cuerpo (y algo más), erguido en su negro uniforme militar de gala con acentos de rojo y oro en los atributos de su rango. Abiertos, sobre la mesa, aparecen planos con las delineaciones de los pueblos de San Lorenzo y San Javier (1858), y, superpuestas, las constituciones provinciales de 1841 y 1856 (por error se pintó 1857). Sobre ellas, "Mascarilla" (apodo que le diera Rosas por su rostro picado de viruelas) posa su mano derecha en un gesto expresivo de poder y de obra institucional realizada dentro de una dinámica de sucesivos cambios de bando político. Se trata de un cuadro de infrecuente jerarquía pictórica, que merece una restauración en regla.
Prilidiano Pueyrredón (Buenos Aires, 1823 – San Isidro, 1870), de ascendencia francesa por línea paterna, es el más importante de los tres, el que pudo descorrer las veladuras defensivas que suelen interponer el temor o la astucia de los retratados, para lograr adentrarse en las profundidades de sus naturalezas. Los aprendizajes, en Francia, de pintura y arquitectura, lo dotaron de los medios técnicos. Y su atormentada personalidad, de su caladura humana. Prueba de ello son los extraordinarios lienzos de su padre anciano, Juan Martín (1849), ex Director Supremo de las Provincias Unidas; y el de Manuelita Rosas (1851), hija de Juan Manuel, que puso a Prilidiano en el compromiso de hacer una pintura propagandística del régimen a través de la amigable imagen filial. Y el pintor salió del atolladero con una obra de alta pintura en la que la marea punzó que tiñe el vestido, el sillón y hasta las flores, es compensada por la intensa expresión del rostro de Manuelita, el singular brillo de sus ojos (una mirada que escapa al corsé ideológico) y las suaves carnaciones de brazos, torso alto y cuello.
De este gran artista argentino, el Museo también posee una obra. Es el retrato de cuerpo entero, vestido de levita negra y aderezado con la medida gestualidad de un hombre de empresa, de Ventura Coll Diez de Andino, nieto de Manuel Ignacio, el cronista, y bisnieto de Bartolomé Diez de Andino, comprador, en 1742, de la casa que le sirve de sede.