Si bien organismo y cuerpo son palabras que en el habla común se utilizan como sinónimos, en la clínica psicoanalítica fue necesario distinguirlas tempranamente. Allí funcionan como conceptos bien diferenciados a la hora de pensar la práctica. Un concepto es una construcción de lenguaje que sirve para producir lecturas sobre un fragmento de la experiencia. Aunque en ocasiones los conceptos consigan disfrazarse de verdades últimas, por mucho que quieran no pueden agotar la intelección del problema que pretenden explicar.
Sobre el primero de los términos, el organismo, su definición formal remite a un conjunto de órganos que constituyen al ser viviente. Su funcionamiento responde estrictamente a la biología y su unidad mínima es la célula, las cuales se agrupan para conformar órganos que a su vez integran sistemas más complejos (circulatorio, digestivo, respiratorio, entre otros) y sostienen así el fenómeno de la vida. En un sentido general, la ciencia médica se encarga del organismo y su homeostasis.
El cuerpo, en cambio, es un concepto más abstracto y difícil de atrapar. Su sustrato no es material, sino psicológico. Para ser más precisos, el cuerpo es la "representación psíquica" que cada uno ha elaborado a partir de su propio organismo. Nacemos con un organismo, pero no con un cuerpo, sino que se constituye en el lazo con los otros primordiales, tras una serie de operaciones subjetivas tan sutiles como inconscientes, que no siempre alcanzan a efectuarse. El cuerpo es un montaje cuya unidad se ve amenazada por la fragmentación, tal como se aprecia especialmente en las descompensaciones propias de la esquizofrenia y también en otras coyunturas vitales específicas.
Un organismo posee una estructura general propia de la especie que se replica en cada individuo -número de órganos o extremidades-, mientras que la forma del cuerpo es siempre singular, sin par, supeditada a las marcas de una historia subjetiva y las respuestas e invenciones que fueron posibles cada vez. Por ello se dice que el organismo es un dato primero, ahistórico, sin sentido, mientras que el cuerpo está hecho de interpretaciones, recuerdos, sentidos, símbolos e imágenes. En su tiempo Sigmund Freud acuñó el sintagma "anatomía fantasiosa" para referirse a las vicisitudes del cuerpo, es decir, un funcionamiento motor y sensitivo regulado por las fantasías inconscientes y no por las estructuras anatómicas del sistema nervioso.
Por ejemplo, en la época victoriana -cuyo rasgo fue una moral sexual fuertemente represiva- una joven presenta un síntoma motor singular, una renguera sin causa orgánica constatable. En tanto la dificultad en la marcha comienza nueve meses después de un mal encuentro con la sexualidad, Freud interpreta que el síntoma figura en el cuerpo una serie de pensamientos reprimidos. Por un lado, la convicción de haber dado un "mal paso" en su vida y, por el otro, la fantasía de embarazo como saldo mortificante.
La distinción conceptual entre organismo y cuerpo supone un forzamiento teórico, en la experiencia de lo cotidiano ambos se confunden y superponen. A menudo se interviene sobre un síntoma orgánico como si fuera psíquico o, en su reverso, se trata un síntoma psíquico como si fuera orgánico. Otras veces se asume que un síntoma no es puro, es decir, que se inscribe al mismo tiempo en ambos registros en una proporción variable. Más allá de las posiciones ortodoxas y los fundamentalismos de siempre, dada la inabarcable complejidad del asunto, lo cierto es que nadie tiene la última palabra. A pesar de los avances significativos en la materia, hasta nuevo aviso la relación entre el organismo y el psiquismo continúa siendo enigmática.
Si bien en los espacios psicoterapéuticos los motivos de consulta suelen ser heterogéneos, tantos como personas caminan por el mundo, en ocasiones se trata de un síntoma que irrumpe allí en la intersección entre el organismo y el cuerpo. A veces el malestar que llega a la superficie toma la forma de una preocupación obsesiva por las variables mesurables del cuerpo. Así, un sujeto se toma la presión arterial varias veces al día, otro mide el nivel de glucemia en sangre más de lo necesario, y un tercero lleva su termómetro a todos lados. A su modo, cada uno apoya la oreja en el propio cuerpo en una larga y angustiosa vigilia, atentos y a la espera de no ser sorprendidos por un signo que se vive como el principio del fin. En el horizonte la idea de muerte se impone como amenaza latente. En otro tiempo un pensador recordaba una frase alusiva, sin esperanza: "Todos debemos una muerte a la naturaleza: la propia".
Aunque los filósofos establecen que el hombre es el único animal que se sabe mortal, dicha conciencia no implica que la finitud pueda simbolizarse como tal. Freud entendía que no hay inscripción de la propia muerte en el psiquismo, precisando así un límite a la simbolización en el ser hablante. Agregó, además, que la muerte es siempre la muerte del otro, del semejante, mientras que la propia es irrepresentable. Es una agudeza clínica que aún tiene vigencia. En los espacios de terapia, cuando se hace hablar a estos síntomas que implican una preocupación obsesiva por el cuerpo, en ocasiones los sujetos comienzan a enumerar una serie de pérdidas significativas en sus lazos afectivos, muchas veces sorpresivas. Se trata de los sentidos y marcas que se depositan silenciosamente en el cuerpo, en su más allá del organismo. En efecto, la palabra es un recurso ante el carácter avasallante de lo traumático.
Si bien el fin del ciclo vital es un hecho inexorable que hace a la condición humana en sí, vivir mortificado por la muerte es ya un síntoma. La muerte es algo excepcional, pero en el síntoma se hace presente todos los días. Si para no ser sorprendido nuevamente es necesario convivir con ella, entonces la ecuación se hace demasiado costosa. Dicho de otro modo, el problema no es solo la finitud del organismo, sino cuando el saberse mortal deviene una certeza que obtura la vida misma.