Jueves 11.1.2024
/Última actualización 4:48
Respecto del sentido de la vida, desde siempre conviven opiniones diferentes. Dada la profundidad del tema, se comprenderá que tal diversidad no es una simple casualidad. Si tomamos en cuenta los grandes debates que signaron la cultura occidental en los últimos siglos, sea en la orientación que propone la religión o en los postulados de una filosofía, el carácter enigmático del asunto insiste aquí y allá. Ahora bien, existen los enigmas con los cuales todos tropezamos tarde o temprano, y después está el cómo cada uno se las arregla con ellos.
Dependiendo del credo, en el sentimiento religioso y otras prácticas espirituales, se asume que el sentido de la vida nos preexiste. Aunque a uno mismo se le escape dicho sentido trascendental, puede que una búsqueda introspectiva lo revele oportunamente. Así, detrás del enigma del sentido de la vida, ha de hallarse el propósito de un ser superior, arquitecto primero y último del cosmos. El sentido ya está allí, a la espera de ser descubierto por aquel que lo busque lo suficiente.
Por otro lado, es claro que la idea de destino fascinaba a los antiguos griegos, tal como se deduce de la estructura narrativa de sus tragedias. Más allá de todos los esfuerzos y recaudos, Sófocles dejó bien en claro que Edipo asesinará a su padre y se casará con su madre. Está escrito en el designio caprichoso de los dioses antiguos. Palabras más, palabras menos, el derrotero del héroe solo lo conducirá a un destino fatídico que él mismo desconoce, de allí el efecto trágico que conmueve al espectador de ayer y hoy. Aquí el sentido de la existencia adquiere un rasgo siniestro, en la medida en que no hay escapatoria posible, los dioses no pueden ser burlados por el hombre. En efecto, cada vez que alguien ofende a los dioses las cosas terminan mal, como bien detalla el Génesis bíblico, también el mito platónico de los andróginos en el célebre diálogo "El banquete" o incluso el relato de la caída de Númenor en el legendarium de J.R.R. Tolkien.
Ya en el campo de la reflexión filosófica, en especial las corrientes llamadas nihilistas (del latín nihil: nada), se entiende que la vida en sí carece de significado. La consecuencia directa de este axioma sin esperanza, es que el nihilista contempla absorto el vacío infinito que se abre delante de sí. Punto y aparte. Si en el sentimiento religioso el enigma posee una respuesta, en el nihilismo no la hay ni podría haberla en modo alguno. En uno y otro caso un sujeto se excluye de su parte en el asunto, sea porque el sentido preexiste más allá de él, sea porque no hay más sentido que el retorno a la nada misma.
En la práctica psicoanalítica, solo una perspectiva entre muchas otras, el acento recae esencialmente en el tratamiento posible del vacío de sentido. Si se admite que la vida no tiene sentido por sí misma, entonces es tarea de cada uno inventarlo. No es un acto de arrogancia, sino una necesidad más bien pragmática. Descubrir no es lo mismo que inventar: se descubre lo que ya está allí a la espera, se inventa a partir de lo que no existe. Se advierta o no, inventar sentidos es un trabajo en el cual cada uno está comprometido y empeñado.
Es posible que un sujeto se oriente en la existencia a partir de los proyectos de vida que su cultura ofrece, los cuales mutan conforme cambia la época. Por ejemplo, en las generaciones que nos preceden un proyecto de familia era la opción tradicional, mientras que en las coordenadas simbólicas de nuestro tiempo las posibilidades se han diversificado. Al mismo tiempo se constatan invenciones más singulares, por fuera del repertorio estándar, las cuales cumplen igualmente su propósito.
En ocasiones se trata de un modo de habitar el mundo de los afectos, otras veces un hobby, trabajo, oficio o profesión, también una Causa que se apoya en ideales, sean políticos, sociales, humanistas o de otra naturaleza. Aunque las opciones son virtualmente infinitas, tantas como personas caminan por el mundo, más allá del sentido en sí, lo que importa es su función, a saber, tratar el vacío de sentido.
En adelante, el sentido que cada uno crea, funciona hasta que deja de funcionar, de allí la necesidad de inventar nuevamente de tanto en tanto. Cuando este dinamismo se aprecia desde un punto de vista exitista, entonces se precipita la idea de fracaso. No obstante, los sentidos no son eternos ni podrían serlo. A veces una contingencia exterior los hace trastabillar, otras veces cesan como consecuencia de su propio movimiento, o simplemente el deseo cambia su rumbo sin previo aviso. Nadie está exento de estas coyunturas vitales.
Por extraño que resulte, para complejizar un poco más las cosas, hay sentidos que nos sostienen y sin embargo ignoramos. Dicho de otro modo, es por las consecuencias de su caída que podemos reconocer que allí había un sentido en plena vigencia. Más complejo aún, hay sentidos que funcionan y al mismo tiempo nos embrollan la vida. No siempre lo problemático es el sentido en sí, sino también el modo de empujarlo. A veces de forma demasiado literal o, en su reverso, interponiendo un sinfín de rodeos y pretextos.
Sea como fuere, la cuestión es cuando el malestar subjetivo se torna costoso. Suele ser una encrucijada que decide al inicio de una psicoterapia, entre otras vías posibles. Al contrario de lo que puede pensarse, no es el propósito de una psicoterapia inventar sentidos a cada quien, sino acompañar y propiciar las condiciones de posibilidad de una nueva invención cuando sea necesaria. Más allá de las posiciones tutelares o incluso paternalistas, nadie puede ahorrarle a un sujeto su parte en el asunto. He aquí uno de los principios de la ética psicoanalítica. En conclusión, cada uno decide su modo singular de tratar el vacío de sentido.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.