Puede decirse que cada uno tiene delante de sí una decisión particular en la relación con el mundo circundante. O bien nos conformamos con las explicaciones que el sentido común proporciona en el afán de comprender y la prisa por concluir sobre tal o cual asunto, o bien nos orientamos por una curiosidad que vuelva a abrir esos mismos interrogantes, aunque al precio de confrontarnos con las inconsistencias que siempre habitan allí. En su mínima expresión, optamos por adormecernos o inquietarnos.
No es diferente en lo que respecta al campo de la salud mental. Los manuales de diagnóstico contemporáneos no hacen más que crecer exponencialmente en sus clasificaciones de los llamados "trastornos mentales". Desde un punto de vista estadístico, en sus inicios un manual americano contaba con ciento cincuenta páginas, hoy su última versión alcanza las mil páginas. No estamos hablando de un libro marginal, sino de un manual internacional impuesto por las burocracias sanitarias a todo profesional de la salud mental a la hora de realizar un diagnóstico.
Entonces, es posible asumir que tanto la psiquiatría como la psicología son disciplinas que avanzan decididamente en la identificación y formalización de nuevos trastornos mentales, inadvertidos hasta ahora, o podemos preguntarnos si en dicho crecimiento exponencial existen también factores que son exteriores a la práctica clínica. La diferencia entre descubrimiento e invención no es para nada sutil. Se descubre lo que ya está allí a la espera de ser traído a la luz, se inventa aquello que no existe, pero que se torna necesario en la demanda de la época. Es preciso asumir que no estamos solamente ante un problema de orden médico, también interactúan factores culturales, económicos e incluso ideológicos.
Desde los años ´50 la tendencia es que a un diagnóstico en salud mental le corresponde la prescripción de un medicamento. La estrategia farmacológica es un recurso valioso en muchas circunstancias, sin embargo, su instrumentación se extiende más allá de la prudencia. Dejando de lado aquí el afán comercial de las empresas farmacéuticas y sus tácticas de mercadotecnia, el estado de situación no sería posible sin un consentimiento pasivo del conjunto social. He aquí el factor cultural, la creencia en la promesa de la felicidad química mediante la medicalización de la vida cotidiana, y el fármaco como un objeto de consumo privilegiado en la oferta del mercado. Es un hecho constatable en la práctica extendida de la automedicación con psicofármacos, a pesar de sus múltiples efectos secundarios.
No hay oferta que perdure sin una demanda sostenida, por eso los análisis maniqueístas incurren en reduccionismos. No es una historia de buenos y malos, sino un funcionamiento social del cual cada uno participa a su modo, incluso sin saberlo. Por último, el factor ideológico reposa en la omnipresencia de las tesis organicistas, aquellas que reducen la subjetividad al organismo y en especial a las variables mesurables del órgano cerebral.
En el siglo XIX, después de ejercer su práctica en muchos hospitales psiquiátricos en Francia, un eminente psiquiatra escribió una frase bastante lúcida aún hoy: "No me fue posible, más allá de lo que haya hecho, distinguir por su sola naturaleza una idea loca de una idea razonable". Si las ideas no son delirantes por sí solas, entonces se necesita un criterio externo para sancionar cuál se clasifica como idea loca y cuál no. El criterio externo es siempre cultural, siempre arbitrario, no fundamentado en ninguna esencia de las cosas. Eso explica por qué hoy se consideran patológicas una serie de conductas, prácticas y posiciones subjetivas que antes no y viceversa. Sólo basta examinar los desplazamientos en las clasificaciones de los trastornos mentales vigentes para notar una correlación con aquello mismo que, por las mejores o peores razones, esa misma sociedad rechaza.
El paso siguiente es comprender que la idea de normalidad funciona como una ficción comúnmente aceptada, incluso estadística. De allí el ensañamiento con los arreglos, invenciones y soluciones subjetivas atípicas que escapan a la sensibilidad de la cultura, especialmente en lo que atañe a las psicosis más allá de sus descompensaciones y episodios de crisis.
Hace tiempo que en psicoanálisis la distinción normal/patológico ha perdido consistencia, en tanto asumimos que todo el mundo es loco, según un aforismo del psicoanalista francés Jacques Lacan. En la tradición existe una modulación de uso común, aquella que dice "de cerca, nadie es normal". Lejos de ser sólo una frase simpática que nos arranca una media sonrisa para luego volver a las ficciones de siempre, es un principio clínico y ético que tiene valor de orientación.
Desde esta perspectiva el problema no es la locura en sí, de la cual nadie puede exceptuarse del todo, sino cuando sufrimos de nuestra locura. En general se trata de coyunturas donde los arreglos construidos en la existencia dejan de funcionar, sea por su propio dinamismo o por una contingencia exterior que los conmueve. Si en este contexto un sujeto se decide a iniciar un tratamiento psicoanalítico, la dirección de la cura buscará circunscribir aquello que no marcha para cada cual en su singularidad, ya no sobre la base de un criterio externo y general. Toda otra intervención clínica corre el riesgo de degradarse en un proceso de normalización que reeduca al sujeto para adecuarlo a los ideales de la cultura que habita.
Los argumentos que anteceden constituyen las ideas directrices del próximo curso virtual "Las psicosis más allá del déficit", el cual inicia el sábado 21 de octubre y es organizado por Lacan Big Data. En esta oportunidad invitamos a revisar y problematizar la concepción clásica de las psicosis. Más información: lacanbigdata@gmail.com