Enrique Mammarella salió del salón del consejo superior de la UNL distendido. Acababa de presidir la apertura de una muestra de los bocetos de Alice sobre el cuadro de los Constituyentes del '53, y de una muestra de fotografías de El Litoral -que editó un suplemento especial-. sobre la reforma del '94. Hombre de la universidad, al rector le cambió el rictus ante la pregunta obligada sobre el veto presidencial a la ley de financiamiento universitario: "veníamos del 73% del PBI para el financiamiento de las universidades; hoy estamos en 54%".
El diagnóstico contable es locuaz; el precepto en defensa de la educación pública es legítimo. La ley de financiamiento universitario, ¿es la herramienta adecuada a los fines que se alegan?
Temeroso de perder el "fuego sagrado" de la institución democrática, pública, autónoma, plural y con desarrollo territorial, el radicalismo abrió al menos dos potenciales vasijas de Pandora en la universidad pública. Hija de la Reforma de 1918, pilar del Estado de bienestar, marca identitaria de la Argentina, la institución educativa se estremece entre el estrangulamiento presupuestario y el cautiverio a manos de especulaciones partidarias que no necesariamente la honran.
"La universidad pública no puede formar a sus verdugos. No solamente tenés que formar a buenos profesionales". Son palabras textuales del vicerrector de la Universidad de Buenos Aires (UBA), Emiliano Yacobitti, quien además afirmó que "no es compatible educarse en la UBA y votar a Milei".
Sus expresiones son síntomas inequívocos de su pretensión: la reducción universitaria al dispositivo de adoctrinamiento. Es una marca del mismo ADN populista que ya se llevó puesto otro "bien universal" de la Argentina democrática, cuando el kirchnerismo malversó las políticas de Estado de derechos humanos, sometiendo el discurso y los organismos a pretensiones sesgadas.
Peor aún, las palabras del ex diputado nacional por la UCR tuvieron por destino a dos ex graduados de la universidad pública Argentina: Luis Caputo y Federico Sturzenegger. Lo que tiene de legítima la posición política del ex legislador, es un mal inaceptable en el claustro universitario.
Registros de la Constitución a 30 años de la reforma. Crédito: Flavio Raina
Hay otro problema que acecha. La ley sancionada en el Senado -que Javier Milei se apresta a vetar- dispone una base presupuestaria, lo que de por sí no es cuestionable. Pero le ordena a las autónomas unidades de estudio cuánto le deben pagar a los docentes y no docentes. ¿Son mejores sueldos, acaso dignos?
El tema no es el monto; el modo puede resultar en un antecedente tenebroso para la autonomía, de cara a circunstanciales mayorías parlamentarias que le impongan a los rectores otros presupuestos y -peor aún- otros destinos de dónde y cuánto gastar, o con qué sesgo doctrinario. La Argentina no necesita más huevos de serpientes.
Según el Consejo Interuniversitario Nacional, a julio pasado, el 92 % de los docentes sin antigüedad cobraba un salario por debajo de la línea de pobreza; el 87 % de aquellos con 10 años de antigüedad, también. En igual condición revistaban el 79 % de los nodocentes sin antigüedad y el 63% de sus pares con 10 años de antigüedad.
La ley sancionada propone actualizar los créditos presupuestarios destinados a cubrir los gastos de funcionamiento universitarios al inicio del ejercicio 2024 por la variación anual del Índice de Precios al Consumidor (IPC) en 2023 (fue de 211,4%), y luego, bimestralmente ajustar el monto resultante por el IPC informado por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC), descontando los aumentos ya otorgados en lo que va del año.
De la misma manera, establece una recomposición de los salarios del personal docente y no docente desde el 1/12/2023 y hasta el presente, tomando a cuenta aumentos ya otorgados, y luego una actualización mensual por la inflación informada por INDEC.
La indexación, la Argentina lo sabe, es uno de los dispositivos más eficaces del pobrismo.
El subsecretario de políticas universitarias, Alejandro Álvarez, dijo en el pasado mes de abril -durante una exposición en la Universidad de San Martín- que "hay cosas que poner en claro: Universidades de reciente creación en diciembre, sin autoridades con apenas el nombre de un rector pero les transfirieron 400 millones de pesos a cada uno sin ningún tipo de control".
Si el debate de las ideas que se disputan desembozadamente la razón es una de las condiciones necesarias de la universidad pública, el uso de los recursos de la institución para financiar una novela de Andrea del Boca, la multiplicación de carreras de abogacía para ganar espacios en el Concejo de la Magistratura -sólo por mencionar dos degradaciones- son alertas que ya se encendieron sin modificar modos ni rumbos.
Según la oficina de presupuesto del Congreso, la ley de Financiamiento tiene un costo de $738,6 mil millones (0,14% del PBI), una cifra que no amenaza el superávit fiscal. Alvarez dice que el costo en realidad es tres veces ese monto: debería echar luz sobre ese argumento; su mero enunciado no es evidencia aceptable.
En los planteos sostenidos por los impulsores de la norma, la defensa de la universidad pública y los salarios dignos son bienes a preservar. Pero la instauración de un privilegio frente a muchos otros estamentos de la sociedad no menos necesarios, indispensables o dignos, convierten la buena intención, al mismo tiempo, en un privilegio corporativo.
El Congreso debe debatir en breve el Presupuesto Nacional, con todos los recursos y gastos sobre la mesa, en el marco de lo que proponga el presidente y de las facultades que la Constitución le da a los legisladores. La sociedad civil tiene derecho a peticionar y expresarse; los universitarios -y no sólo ellos- lo hicieron de manera pacífica y republicana el pasado 23 de abril. Hay buenas maneras de procurar que la ley de financiamiento, que la de Presupuesto, que toda ley, se alumbre con la luz que nunca debe extinguirse. Para que la ley sea ley justa, digna de una República.