Por Alejandro A. Damianovich
Por Alejandro A. Damianovich
Preocupados por las incertidumbres del caso, asustados por las asechanzas del futuro en un país de crisis recurrentes, parecería no quedarnos ánimo como para detenernos a recordar a un muerto ilustre de hace doscientos años, por más que de él sepamos que fue uno de los padres fundadores de la argentinidad, uno de los principales generales de la independencia, un hombre público íntegro y honesto, y un perseguidor incansable de ideales altruistas.
Sin embargo, es en tiempos como el que vivimos en los que Manuel Belgrano se convierte en nuestro contemporáneo. Convendría olvidarnos, para descubrirlo entre nosotros, de todo ese ropaje de bronce y de laureles que lo agobia y lo oculta bajo capas superpuestas de placas y nombres de calles, ferrocarriles y barcos de guerra, de decenas de escuelas y centenares de aulas, de plazas, parques, barrios y hasta centros urbanos, de toneladas de granito y de ríos de tinta.
El Belgrano que vamos a descubrir, muy parecido al argentino que hoy pelea cada día por su supervivencia, es un hombre que ha abandonado sus intereses personales y su vida privada para abrazar la causa de la revolución, como un simple militante. Un hombre que no decayó ante las dificultades más extremas en pos de un objetivo que muy pocos de sus contemporáneos defendieron con la misma convicción y entrega.
Habiendo nacido en el seno de una familia adinerada, enriquecida en la práctica del comercio de su padre italiano, pudo gozar del poder y la abundancia propia de su condición social, acrecentados por los prestigios de sus estudios universitarios en la metrópoli y la distinción que le confería dentro de la elite colonial su cargo de secretario del Real Consulado de Comercio de Buenos Aires. Desde este lugar y desde el periodismo, planteó ideas renovadoras en materia económica y educativa, mientras traducía a autores consagrados desconocidos aquí.
Ese era el Belgrano que pertenece a otro tiempo, en el que las jerarquías y las legitimidades eran otras. Cuando “el soberano” no era el pueblo sino el rey, y la monarquía de “origen divino” y poder absoluto, estaba santificada por una Iglesia a su medida.
Pero el Belgrano en el que podemos reconocernos, porque tuvo que hacer milagros en las peores condiciones, como en el día a día de muchos argentinos de nuestra época, es el revolucionario, el que consagra sus energías al bien público por sobre los intereses particulares, el que muchas veces no tuvo para darle de comer a sus soldados y el que compartía la misma ración cuando la había.
El que no pudo formar una familia a pesar de haber amado a dos mujeres en medio de la guerra (María Josefa Ezcurra y María de los Dolores Helguero) con las que concibió dos hijos: Pedro Pablo (criado por Rosas y su mujer) y Manuela Mónica, a la que menciona en sus últimas disposiciones.
Tenemos por un lado a ese general que se hizo a sí mismo en la suma de marchas interminables, batallas perdidas y malos tragos.
El que fue vencido en los campos paraguayos en una campaña que él mismo condenó después; depuesto de su cargo de vocal de la primera Junta por el autogolpe saavedrista del 5 y 6 de abril de 1811 y obligado a abandonar su campaña contra Montevideo; rechazado como jefe por los Patricios en el motín de las trenzas del 7 de diciembre de ese año; amonestado por el Triunvirato por haber creado la bandera celeste y blanca; vencido nuevamente en Vilcapugio y Ayohuma; traicionado por sus subalternos y desplazado del mando del Ejército de Operaciones por el Acuerdo de Santo Tomé de 1816; criticado duramente por su propuesta de una monarquía incaica.
En contraste aparece el Belgrano triunfador, el vencedor de las dos grandes batallas dadas en el actual territorio argentino durante la guerra de independencia, las de Tucumán y Salta, con las que salvó a la revolución y la esperanza de la causa americana. El que mereció los elogios y los premios acordados por la Asamblea del Año XIII, y el que destinó la suma de cuarenta mil pesos que le adjudicaron para establecer cuatro escuelas que nunca se hicieron. El que pudo ver que la bandera que nos legara era adoptada como pabellón nacional por el mismo Congreso que declaró la independencia en Tucumán. El que mereció la admiración incondicional de San Martín.
Las breves Memorias de Belgrano nos muestran su actitud de autocrítica, gesto que aparece permanentemente en su correspondencia. Parte de admitir su desconocimiento absoluto del país sobre el que debía operar como militar, reconociendo que avanzaba sobre el territorio como “descubridor”. Cuando es reemplazado por San Martín al mando del Ejército del Norte pide continuar sirviendo bajo el mando de quien consideraba que, a diferencia de él, era un verdadero general.
Después de haber declarado cada vez que tocaba el tema, que los federales trabajaban para los españoles, supo reconocer su error en 1819 cuando conoció que Estanislao López, contra quien se le había ordenado operar, se avenía a un acercamiento luego de haberse impuesto de la gravedad de la hora en papeles interceptados de San Martín. Fue en esos días en que lo calificó como su “antiguo compañero de armas”, y en los que también admitió, luego de haber dicho muchas veces que los montoneros correrían ni bien vieran aproximarse a su ejército, que le era imposible poner fin a esa guerra por las armas.
Mantuvo en cambio firmes hasta el final de sus días sus concepciones sobre la constitución de un estado monárquico parlementario y centralista, sin que en esto encontremos una subordinación de su parte hacia los intereses porteños dirigidos a dominar el mercado rioplatense, sino una auténtica convicción, propia de su formación en las ideas de la modernidad.
La pandemia ha hecho imposibles los grandes homenajes a los que el bicentenario hubiera dado lugar en épocas normales. Apenas algunos funcionarios, militares y académicos se aproximarán con palmas a los monumentos y habrá discursos breves entre mediciones de temperatura, alcohol en manos y tapabocas. Más campo de acción hemos tenido los historiadores, los comunicadores y los docentes en sus clases virtuales. Las redes sociales se saturan con el cuadro de Carbonnier y la miniatura de Boichard.
Belgrano, nuestro contemporáneo, estaría complacido con estas obligadas simplicidades conmemorativas, acordes a la forma en que murió en el retiro más completo, en la pobreza más radical, consciente de la enorme crisis del país que no ofrecía un horizonte de solución a la vista, dispuesto a la renunciación total de sus últimos bienes.
Belgrano, nuestro contemporáneo, seguramente repetiría, tras dar un vistazo a nuestras pantallas y a nuestras redes: “Ay patria mía”, y aquellas últimas palabras que dicen que dijo, con el hilo de voz que su edema pulmonar le permitió emitir, podrían convertirse a coro por nosotros, sus contemporáneos de siempre.