Miércoles 2.9.2020
/Última actualización 17:17
En 2014, la vida de la familia Palacio dio un giro de 180 grados. Al segundo de los hijos de María José Robles y Martín Palacio Peralta, Máximo, de 2 años y medio en aquel entonces, le diagnosticaron autismo. "Empezó a perder el lenguaje. A las dos palabras que tenía, que eran nena y agua, ya no las decía más. Nos dimos cuenta de que pasaron unas semanas y no respondía. Esa fue nuestra primera alerta, característica del autismo. Empecé a llevarlo a la pediatra para preguntarle qué había pasado. Y me dijo que no era nada, que todo era producto del nacimiento de su hermana (Martina, 2 años más chica. También está Aixa, de 18, que estudia Terapia Ocupacional), algo que estaba dentro de las posibilidades", comenzó el relato con Multimedios El Litoral María José Robles.
A la pérdida de las únicas dos palabras que decía le siguió el no hacer más contacto visual con otra persona. Otra de las típicas características del autismo: "Lo llamaba por su nombre y parecía sordo, no me miraba. Volví a la pediatra e insistí, porque algo estaba pasando. Le hicieron los estudios auditivos y se corroboró que no era sordo. Pedí la atención de una fonoaudióloga, para saber porqué no hablaba más: también me dijeron que era muy chico".
La desesperación empezó a adueñarse de los padres de Máximo, porque el niño empezó a tener movimientos repetitivos con sus manos, a girarlas, sumado a que no prestaba atención ni miraba a los ojos. Fue en ese momento cuando los derivaron a un neurólogo y, después de un test; les confirmaron el diagnóstico: Máximo tenía autismo.
"Inicialmente fue algo muy difícil de comprender, porque no entendíamos el autismo y no sabíamos cómo ayudarlo. Por eso decidí capacitarme y estudiar. Después que tuve todas las herramientas, estaba convencida de tener lo suficiente para ayudar a Máximo. Además, somos una familia muy unida", expresó Robles.
A María José le dijeron que Máximo no iba a hablar más, que no tendría jamás vida social. En definitiva, que no sería un niño como cualquier otro. "Para una mamá, que lo primero que quiere es que su hijo le diga 'te amo', es algo muy doloroso. Pero justamente el amor hace cosas maravillosas, y ayudar a un hijo y trabajar en equipo hace que no estemos tan solos".
Máximo, como muchos chicos autistas, es muy conductual. En su momento era muy agresivo, no podía comunicarse porque no tenía lenguaje. Después de cinco años pudo tenerlo, y así empezó a expresar sus sentimientos y hacerse entender. Hablaba con pictogramas, es decir, con imágenes y apoyo visual. Era mucho trabajo durante todas las horas del día: el objeto y la palabra. Así aprendió a hablar.
Hoy -pandemia incluida-, Máximo cursa el tercer grado de la Escuela Beleno, un lugar que se brindó desde el primer momento para su contención y educación, siempre (pero siempre), apoyado bien de cerca por su mamá. Y así como avanzaba en la escuela y con el lenguaje, también la vida social de Máximo empezó a ser cada vez más activa. No obstante, en un chico con sus características, era importante que la gente sepa un poco más, en caso de acercarse a él, sea para relacionarse o en algún momento.
Martín Palacio, el papá de Máximo, le puso ese nombre justamente por la película. Un luchador. Y es así: una lucha permanente para tener una vida social: "Mi objetivo siempre fue darle una mejor calidad de vida a mi hijo. La idea es que tengan una vida social como cualquier otra persona. Aprenden de una manera diferente, pero lo hacen; tienen sentimientos como cualquier otra persona, pero no lo saben expresar. La sociedad debe entender eso, que ellos son parte, vinieron a este mundo, están acá y serán aceptados tal cual", concluyó Robles.
"La idea de las pulseras nació hace dos años. Pensé en ponerle una a Máximo porque cuando está desorganizado, no puede acercarse a cualquiera y decirle lo que le pasa. Y cuando está así en un lugar público, con mucha gente y lo aturde, al ser hipersensorial, Máximo atina a salir corriendo. Cuando vamos a una plaza somos tres que estamos alrededor de él. En un descuido sale corriendo, ve una multitud de gente, se pierde y la idea es que sea identificado", detalla Robles en cuanto al nacimiento de las cintas identificatorias.
La madre de Máximo trabajó junto a gente de Paraná, y fue allí donde comenzaron con la producción, haciendo una capacitación con 100 pulseras. Después hicieron algo similar en El Trébol y también en María Susana. "La repercusión fue muy grande. Tuvo trascendencia nacional y, por carácter transitivo, internacional. "TEA Azul es a nivel mundial, entonces vamos publicando lo que hacemos, para ayudar al otro. Y al ver nuestra iniciativa me empezaron a 'llover' pedidos, y no tenía para toda la gente. Entonces empezamos a hacer eventos solidarios para juntar dinero y fuimos comprando. Cuando se me fue de las manos, me parecía que el Gobierno tenía que hacerse cargo. Así fue que mandé un proyecto a Nación y a Provincia, pero la pandemia demoró todo. Ellos son actores clave -además de lo económico- para hacer la difusión: es decir, que sea información que la sepan policías, bomberos, personal de salud, hospitales de niños", manifestó.
La pulsera azul y el simbolo del autismo