Néstor López (*)
El autor de la nota comercializó el showbol con la presencia de Diego Maradona y cuenta una hermosa anécdota que también sintetiza la parte humana del ídolo que se fue.
Néstor López (*)
A cada uno de nosotros, seguramente, se nos nubla la mirada y se afina la voz cuando hablamos de nuestro padre. El mío, un vasco duro por dónde se lo mire. Aún me parece verlo, trabajando en la chacra familiar que, por ser el mayor de tres hermanos y con dos mujeres que lo secundaban, no tuvo opción de eludir la responsabilidad. Nunca me golpeó, ni aún en terribles travesuras que hice a la edad que todos o casi todos las hacemos. No terminó ni la primaria y nunca lo ví usar una calculadora para alguna cuenta, pero seguramente lo marcó porque siempre fue el que más se preocupó para que estudiásemos.
A mi viejo lo ví llorar en dos oportunidades. En el Valle de Río Negro hay dos partes del año que son cruciales para la producción de manzanas y peras, en la floración con heladas tardías y en plena cosecha con tormentas de granizo casi del tamaño de un huevo; en un verano, una de estas granizadas irrumpió sobre el sector de nuestra chacra y me fui corriendo hasta el galpón donde el ruido aturdía sobre el techo de chapas y lo encontré sentado, devastado sobre el tractor; me vio mojado y atinó a retarme, a decirme qué hacía ahí con esa lluvia, entonces me alejé y lo dejé solo, sabía que lo que le había dolido era que lo viese llorando.
Cuando a los 18 años decidí irme de mi pueblo y dejar la casa paterna, llegué a buscar mi valija y mi madre me dijo: "Tu papá te dejo muchos abrazos y besos pero no te pudo esperar porque hoy tiene turno de riego en la chacra". Supe que era una excusa, él no quería verme partir.
Diego -de más está decir que se trata de Maradona- en una tarde fría de junio de 1973 deleitaba a todos los presentes en cada práctica de Crisol, le escuela de Argentinos Juniors y, como todos los días, volvía a su humilde hogar de Villa Fiorito. Mí padre nunca me pidió nada, pero yo sabía cuál era su sueño: conocer la Bombonera y a Diego.
Cuando arreglé para comenzar a comercializar Showbol, supe que ambos sueños se los cumpliría. Fue en uno que realizamos en San Juan, un Argentina-Chile en un estadio (Aldo Cantoni) que explotó. Viajamos sólo los dos, un día antes que viajara la delegación. Diego ya sabía y cuando llegaron al hotel, dejó su equipaje y fue a buscarlo. Ese fin de semana se lo dedicó plenamente a Jorge, así se llamaba el Vasco. Cuando lo despedí, me abrazo fuerte y me dijo algo que aún hoy me retumba en mis oidos y en mi memoria: "Sos todo lo que yo quise ser". Y como era su costumbre, se dio media vuelta y se alejó.
Esa fue la última vez que nos vimos, al mes sufrió un infarto en su chacra y nos dejó. Lo que sí estoy seguro, es que ese día que se perdió por la manga en nuestro último abrazo, lagrimeó. Y fue la segunda vez. Seguramente hoy ambos, dónde estén, recordando esos dos días que compartieron; seguramente, leerán esta columna, el viejo estirará sus brazos para darme otro abrazo como aquel último en San Juan y Diego apretará fuerte hacia su pecho a Doña Tota y a Don Diego. Ahí, justamente ahí, en ese mismo momento, volveremos a ser mi viejo, Diego y yo.
(*) El autor comercializó durante tres años el espectáculo donde Diego Maradona jugó por última vez, denominado Showbol.