Viernes 26.7.2019
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Seis siglos después de la disrupción fundamental que significó la invención de la imprenta -la máquina de reproducción seriada que desactivó el monopolio del conocimiento y alentó la masificación de la enseñanza- la llegada de Internet ha revolucionado la matriz educativa: su poder transformador se concentra en la aparición de un nuevo sujeto de aprendizaje que, a diferencia del tradicional concepto de “alumno”, asimila conocimientos de manera no programada bajo una estructura no monitoreada por el Estado ni las religiones.
Esta nueva experiencia de incorporación de saberes es el punto de partida de una trama que Rivas -investigador y director del departamento de Educación de la Universidad de San Andrés- descompone en “¿Quién controla el futuro de la educación?” ( Siglo XXI Editores), donde desarma mitos en torno a la excelencia de los paradigmas educativos del pasado, redefine la importancia del Estado para regular los aportes de las nuevas plataformas digitales y recorre los experimentos que incorporan los nuevos recursos tecnológicos para crear modelos de justicia educativa.
— Télam (T): ¿Qué incidencia están teniendo los avances tecnológicos sobre los debates en torno al sistema educativo?
— Axel Rivas (A.R.): Por primera vez en cinco siglos, vivimos un tiempo en el que estamos discutiendo a fondo la esencia de la educación. Y esa discusión nos genera confusión, dilemas y para muchos un deseo de volver al pasado, a un tiempo donde todo estaba ordenado; los alumnos prestaban atención y la autoridad docente funcionaba. Algunos tratan de plasmar ese deseo en políticas, como está pasando actualmente en Francia que trata de volver el tiempo atrás con una serie de medidas disciplinarias y donde hasta su presidente, Emmanuel Macron, se expidió diciendo que hay que volver al dictado, como si fuese ése el anhelo educativo que se ha perdido.
“¿Por qué aprenden los alumnos?” es una pregunta que nos permite entender mejor qué es el aparato escolar, la máquina que en estos cinco siglos hemos construido y naturalizado, y que en sus mismas entrañas tenía una doble cara: por un lado la posibilidad de que millones de sujetos accedan al conocimiento y por otro lado a una versión del conocimiento limitada, alienante y que en muchos casos no generó el deseo de seguir aprendiendo y por lo tanto construyó un piso de conocimientos pero también un techo y un modelo excluyente.
— T: En la Argentina abundan desde hace un tiempo las visiones nostálgicas que justamente evocan al ideal sarmientino como paradigma
— A.R.: Lo que hay en ese sentido es, por un lado, un ideal del orden y, por otro, aquello que tiene que tiene que ver con el papel político de la educación, ya que en la Argentina tuvo un rol muy importante el Estado en la construcción de la ciudadanía.
La escuela era una herramienta de equiparación básica pero en definitiva los sectores más aventajados de la sociedad eran los que tenía acceso a educación de más calidad y entonces el sistema educativo terminaba siendo un reproductor de la estructura social. Con lo cual, ese pasado nostálgico sarmientino también tiene que ser discutido porque si bien representó un gran avance también tenía en sí mismo las semillas conservadoras del orden.
— T: ¿Por qué la incorporación de tecnología no redundó en mejores condiciones para el aprendizaje?
— A.R.: El sistema educativo mundial se ha convertido en un laboratorio donde se concretan distintos experimentos de aprendizaje con tecnología digital, probando distintas formas de incentivar a los alumnos con modelos cada vez más sofisticados de lectura.
Las nuevas herramientas permiten obtener un conocimiento elaborado acerca de cómo aprenden los alumnos. Todo esto potenciado por la inteligencia artificial que está generando un gran atajo a partir de mecanismos que vuelven a modelos muy antiguos o que habíamos empezado a dejar atrás que son los paradigmas conductistas, es decir, la idea del aprendizaje guiado por incentivos externos, que hoy aparece perfeccionado por algoritmos. Este fenómeno llamado gamificación se da cuando un chico inicia una actividad en una plataforma -en el caso de las educativas referido al aprendizaje- y recibe pequeños empujoncitos: un puntaje, una medalla, un mensaje de logro, etc... que reproduce la lógica de los videojuegos.
Toda esta lógica que alienta a seguir haciendo ejercicios para pasar a la siguiente etapa es muy tentadora, pero también es riesgosa porque bajo ella no se genera en el que aprende un proceso de apropiación de por qué está aprendiendo. No hay una puesta en juego del deseo y la voluntad propia, del sentido y la utilidad de adquirir un saber determinado. Si uno proyecta ese escenario puede ser peligroso porque estamos reemplazando el aprendizaje tradicional centrado en la obligación por un sistema de microincentivos cada vez más perfeccionados.
Una educación que “no repita lo que ya sabemos”
— T: En un tiempo de algoritmos que identifican hábitos de consumo para clientelizar a los usuarios de aplicaciones y redes sociales, donde nos confrontamos a una escena saturada de algoritmos que anticipan patrones de consumo y a la vez inhiben el contacto con la diversidad, ¿cómo opera esa trama en la reformulación actual del sistema educativo?
— A.R.: Facebook puede hacer un algoritmo para que las personas consuman muchas noticias porque lo que quiere es que pasen la mayor parte del tiempo en la aplicación. Ese algoritmo deriva en que posiblemente muchos usuarios consuman noticias que confirman lo que ya creían o pensaban, porque a uno le gusta leer lo que refuerza sus preconceptos.
Para que Facebook genere mayor permanencia en sus contenidos necesita un algoritmo que reproduzca la burbuja ideológica de las personas. En cambio, imaginemos que una plataforma pública educativa quiere que las personas piensen y generen empatía. ¿Cómo diseñamos un algoritmo de empatía que produzca una comprensión del otro, que nos hagan ver los puntos de vista de diferentes personas?
La cuestión es cómo diseñamos algoritmos que aprovechen que hay una experiencia educativa obligatoria, es decir, el hecho de no tener que empujar a los usuarios a una plataforma simplemente por su deseo de hacer click. Para que eso ocurra es decisivo el rol del Estado, no tanto para crear esos algoritmos sino para regular, comprar y distribuir contenidos.
Es necesario que el Estado tenga capacidad de innovar en un tiempo donde la innovación disruptiva va a gran velocidad. Hay que entablar otra conversación sobre la educación que no repita lo que ya sabemos.