Lunes 6.9.2021
/Última actualización 11:00
Un niño camina por el oscuro pasillo de la escuela. Sigiloso, busca evitar que el sonido de sus zapatos alerten sobre su presencia. Es domingo y el edificio está vacío. El habitual bullicio llegará mañana con el primer campanazo. Ahora el niño abre despacio la puerta del museo escolar y entre aves embalsamadas está él esperándolo, majestuoso, soberbio, imponente. El pequeño se llama Ariel Ramírez y tiene apenas cuatro años. Avanza hipnotizado por la curiosidad, sus piernas cuelgan cuando se sienta sobre el almohadón del banco, extiende un brazo, con su mano levanta la tapa de madera y observa una por una las teclas blancas y negras, blancas y negras, blancas y negras. Entonces cierra los ojos y deja caer el peso de sus pequeños dedos extendidos sobre el piano. Las ondas sonoras se propagan por todo el salón, rebotan por las paredes y vuelven, es una danza invisible y encantadora, la música que llega a su vida y se quedará para siempre. Sin saberlo entonces, lo trascenderá. Porque esas ondas sonoras más tarde serán melodías que recorrerán el mundo.
Aquella preciosa escena de cuando Ramírez vivía junto a sus cinco hermanos y sus padres, Rosa Blanca y Zenón, en los altos de la escuela N°290 "Simón de Iriondo", de la localidad de Gálvez -cuyo director era su padre-, será recordada más tarde una y otra vez por el consagrado compositor musical santafesino, del que este 4 de septiembre de 2021 se recuerda su nacimiento ocurrido en esta ciudad capital. "Allí puse mis manos sobre un piano y no las retiré nunca más", dijo alguna vez el músico embajador de nuestra cultura. Y aquel piano todavía se conserva en el salón de actos de la escuela. Un siglo más tarde todavía se escuchan las más de 500 composiciones de su autoría, entre las que se destacan grandes obras de trascendencia mundial como la Misa Criolla, Alfonsina y el mar, o Juana Azurduy, entre otras; o aquella melodía de raigambre litoraleña cuya letra recuerda al "paisano santafesino / nacido en los pajonales / donde beben los sauzales / la luz del Carcarañá"... Santafesino de Veras.
El paisaje de la llanura santafesina llena de campos sembrados y de ríos y arroyos que desembocan en el Plata marcó a fuego gran parte de la obra de Ramírez, sobre todo en sus comienzos, antes de descubrir el mundo. En sus melodías se oyen los juncos al viento en la orilla, el silencio de la isla, y aparecen imágenes de pescadores y de la laboriosa gente de este rinconcito del planeta.
Archivo El Litoral. Niño. A los 4 años, Ariel descubrió el piano y se enamoró para siempre. Fue en la escuela N°290 de Gálvez, donde su padre era el director y vivía la familia.Niño. A los 4 años, Ariel descubrió el piano y se enamoró para siempre. Fue en la escuela N°290 de Gálvez, donde su padre era el director y vivía la familia.Foto: Archivo El Litoral.
Pese a su reconocimiento mundial hay pocas huellas de Ariel en su ciudad natal. Ninguna calle o paseo lleva su nombre. Tampoco está señalizada su casa natal, sobre calle Buenos Aires al 235 (luego cambió la nomenclatura), en barrio Sur. Apenas un espacio en el Liceo Municipal de Artes conservó durante los últimos años su piano y algunos objetos donados por Inés Cuello -su viuda-, los que lo recuerdan. Ahora, con motivo de los 100 años de su nacimiento, la actual gestión municipal creó un auditorio que llevará su nombre en el edificio de la ex Estación Belgrano, y trasladó allí los objetos que se encontraban en el Liceo. Pese al olvido, cada vez que suena alguna de sus melodías aparece Ramírez y su piano, retumbando en la memoria.
El "paisano santafesino" se crió en un hogar en el que no faltaba el pan pero tampoco sobraba nada. Aquellas limitaciones económicas le impidieron al músico llevar adelante con velocidad sus estudios. A los 8 años tuvo su primer piano y a los 9 compuso su primera canción para su madre. Pero las mieles duraron apenas dos años, ya que con la crisis del '30 con mucho dolor su familia debió desprenderse del instrumento. "Recuerdo que salía por las calles de Santa Fe y miraba un piano en una vidriera. Me latía fuerte el corazón. Ni yo entendía entonces cómo me había atrapado este instrumento", recordaría muchos años más tarde. Por entonces ya estaba convencido de lo que quería.
Transcurrió bastante tiempo hasta que apareció nuevamente un piano en su hogar. Era un piano vertical. Y junto al instrumento, una profesora del histórico barrio Sur de Santa Fe: la señorita Angélica Velardez. Con sus enseñanzas, en apenas tres años aquel pequeño ya interpretaba a Beethoven, Bach y Haydn. "Su método de enseñanza era sensacional", la recordaría sobre el final de su carrera.
Ramírez se recibió a los 19 años como maestro normalista. En su formación musical, se enfocó en los sonidos del Litoral, como el chamamé, la chamarrita y el aire pampeano. Pero sentía que le faltaba algo. Fue entonces que sintió como un latido en su interior la fuerte necesidad de recorrer el norte del país para descubrir "la otra música".
D.R.Primera exploración musical
Aquel viaje en 1941 fue una aventura. Sin dinero ni contactos, viajó primero a Córdoba y se instaló en una casa para estudiantes donde conoció a dos amigos, una relación que perduraría toda la vida. Eran los hermanos tucumanos Félix y Raúl Mothe. Ellos le alquilaron un piano y organizaron una velada para escucharlo. De "yapa" cayó un invitado sorpresa. Un morocho, alto y con cara seria. El fulano traía una guitarra. Era Atahualpa Yupanqui.
Esa noche cambiaría el curso de su vida.
Después de la cena, Ramírez quedó asombrado al escuchar la guitarra de Yupanqui. Y más tarde fue su turno. El joven santafesino interpretó su música del Litoral. Atahualpa le pidió luego que toque una zamba.
-No sé hacerlo -le contestó Ramírez.
-¿Un carnavalito? -retrucó Yupanqui.
-No lo sé -volvió a responder Ramírez-. Yo toco la música del Litoral -le dijo al maestro.
Yupanqui, que se había quedado atraído por las interpretaciones de Ramírez, lo miró a los ojos y le hizo una propuesta. "Usted se va a ir a Jujuy y va a llevar unas cartas que yo le voy a dar". Efectivamente, al día siguiente Ramírez recibió las tres cartas, un pasaje en segunda clase y $ 10 de la época.
Al llegar a Jujuy se instaló en el hotel Alvear, que tenía piso de tierra, donde por $ 2 diarios dormía en un catre y comía. Luego fue a llevar la primera carta a una tal Yolanda Carenzo, que era una reconocida pianista y compositora a la que todos llamaban "La Niña Yolanda". Al recibirla, la mujer leyó aquellas líneas escritas por Yupanqui, levantó la vista sobre el joven que estaba parado al frente y lo sentó en un piano. Junto a ellos, escuchó también con atención aquellas melodías un médico de la Quebrada de Humahuaca, quien a su vez era músico y poeta, Justiniano Torres Aparicio.
Cuando el piano se cerró, las melodías ejecutadas por Ariel Ramírez quedaron en la cabeza de aquellos selectos privilegiados. Sin dudas, estaban frente a alguien que era distinto. Asombrado, Torres Aparicio lo subió a su auto y lo llevó a escuchar "la otra música", la de la Quebrada, que por entonces todavía no había trascendido al resto del país. Y lo alojó en su hogar.
Fue un año glorioso para Ramírez, andando por aquellos valles llenos de música donde además la vida lo cruzó con quien más tarde lo acompañaría con sus instrumentos de viento por el mundo, el gran Cipriano Tarquino, un indio aymará de gran porte que había cruzado desde Bolivia y tocaba el erke, el pincullo y el sikuri como los dioses. De aquella gran amistad musical se recuerda hoy una anécdota muy risueña, cuando durante una gira por Europa, en Leningrado (Rusia) Tarquino les terminó vendiendo en vida su cabeza a unos investigadores para que estudien el origen de su raza aymará.
Ramírez lo contó a su manera en una entrevista: "Hubo una disertación del chaqueño Armando Cerruti en el Museo Antropológico sobre la raza aymará. Tanto les interesó el tema a los sabios rusos que decidieron hacerle una curiosa oferta a Tarquino, único ejemplar de esa raza que podían tener a mano. Tarquino pensó filosóficamente que más vale 150 dólares en vida que la integridad física después de muerto. De modo que firmó los papeles y embolsó los dólares, con el compromiso de que una vez muerto, su cabeza viaje a Leningrado".
Más allá de esta historia, en Salta Ramírez también conoció a "Cuchi" Leguizamón, a César Perdiguero y a los Dávalos, entre otros. Por entonces el joven pianista santafesino era una esponja que absorbía con pasión todas aquellas melodías que iban sonando en su juventud. Así fue como a poco de estar en Humahuaca partió hacia Tucumán, Santiago del Estero, La Rioja, San Juan, y Mendoza a descubrir la zamba, la chacarera y otras músicas que lo enriquecieron. Se ganaba la vida tocando en las radios y en pequeños conciertos, con la ayuda de algunos amigos que recogía en el camino.
Durante aquel periplo, estando una tarde del '45 en la casa paterna de sus amigos Mothe en Tucumán, Ariel compuso una de sus grandes obras, la zamba "La Tristecita". De aquel momento recordaría años más tarde: "Era una casona bellísima en medio de los cañaverales en las afueras de Simoca. Estaba rodeada de jardines donde me gustaba caminar en soledad para pensar. Aquella tarde oí que me llamaban, eran las cinco y, como buenos descendientes de franceses, tenían el hábito de tomar el té siempre a esa hora. La mesa estaba tendida pero aún no había nadie. Entonces fui directamente al piano, me senté y toqué por primera vez una zamba completa como si la hubiese sabido por años. La dueña de casa, que estaba escuchándome, comentó:
-Que zamba tan tristecita, ¿cómo se llama?
-La tristecita -le respondí-, y durante ese día creo haberla repetido unas doscientas veces".
Sangre del ceibal / que se vuelve flor / yo no sé por qué / hoy me hiere más / tu señal de amor /, dice una de las estrofas de la letra que escribió más tarde sobre aquella composición musical María Elena Espiro.
Tras su paso por el noroeste del país, recién en 1943 Ramírez pisó por primera vez Buenos Aires. Y allí lo esperaba nuevamente Yupanqui.
Atahualpa convocó entonces a varios músicos del noroeste argentino y organizó por primera vez en la gran ciudad un espectáculo que se llevó a cabo en el teatro Alvear, sobre calle Corrientes. Aquellas luces y butacas deslumbraron a un jovencito Ariel Ramírez. Pero al parecer todavía los porteños no estaban preparados para recibir al folklore argentino. El evento fue un fracaso. Paradójico es que pocos años más tarde aquella música del interior iba a invadir los corazones de la gran ciudad.
Sin teatro y con un futuro incierto, por aquel tiempo Ramírez quedó en la calle. En esa situación de desamparo se alojó en un hotel de la calle Cerrito, el Du Midi, donde conoció a otro huésped, un salteño que tocaba la guitarra. Era Eduardo Falú.
Así la vida le fue tejiendo al gran compositor santafesino una historia musical que pocos años después lo trasladó de Buenos Aires al viejo mundo. Tras una incursión radial en El Mundo, que se interrumpió por razones políticas, a mediados del '50 quedó una vez más "en la vía".
Un puñado de amigos hizo una colecta, le compró un boleto en tercera clase en barco a Europa, y le puso 100 dólares en su bolsillo. Se embarcó en un buque que traía inmigrantes. Tenía capacidad para 1.200 pasajeros pero sólo viajaron 30 personas. Aquel barco llevaba grabado sobre la borda un nombre muy caro a sus sentimientos: Santa Fe.
Entre los pocos pasajeros a bordo del Santa Fe también viajaban otros músicos que formaban parte de la orquesta de tango de Ernesto Bianco, a quien lo esperaba una multitud en el puerto de Génova. Desde allí Ramírez viajó a Roma y se alojó en un caserón ubicado en La Farnesina, donde funcionaba un instituto para artistas argentinos. Las puertas de aquel caserón se las abrió un coterráneo, el cineasta Fernando Birri. Allí residían 20 artistas: músicos, pintores, cineastas y escritores.
"No teníamos agua caliente ni dinero para comer. 'Corríamos la liebre'", recordaría más tarde Ramírez, "pero era una maravilla de lugar y no se pagaba un peso". Con una cama asegurada en donde quedarse, el músico santafesino recorrió Europa. El piano le abrió las puertas en todos los países y se pasó cuatro años por Austria, Alemania, Holanda, España y Francia e Inglaterra, donde alcanzó a tocar hasta en la BBC de Londres. Por entonces Europa ya despertaba al gusto musical por el folklore argentino. Pero aquel periplo se truncaría por la nostalgia. Ariel Ramírez extrañaba a sus padres, que ya eran ancianos. Y decidió embarcarse en Londres con rumbo a Argentina, para regresar a Santa Fe y reencontrarse con ellos. "Entonces me atrapó Buenos Aires", dijo el maestro alguna vez. "Pero una vez más las razones políticas me impidieron quedarme". Ahora su búsqueda continuaría por Latinoamérica.
Con la brújula al Altiplano
Primero recaló en Bolivia y en Perú, donde se quedó todo aquel 1954 en un hotel que compartía con el escritor y periodista Miguel Brascó, quien era un sibarita oriundo de Sastre, Santa Fe. La compositora de marineras Rosa Mercedes de Morales lo recibió en su hogar y lo llevó a una fiesta en El Choclón, un refugio de artistas de toda Lima, como Chabuca Granda. El músico santafesino quedó estupefacto por todas aquellas nuevas melodías. Esa noche mágica él era un desconocido y entre una conversación y otra los presentes se enteraron de que también era compositor musical. "Siéntese en el piano y toque", le pidieron. Así nació un romance musical con esa cultura que duró un año, hasta su regreso a Argentina. Antes de ello, Ramírez se hizo lugar y tocó decenas de conciertos tanto en los círculos más elegantes como en los barrios populares de Lima y el resto de Perú. También compuso piezas inspiradas en aquellos aires, como el vals "El Choclón", y en el Alto Perú disfrutó de los carnavalitos, huaynos y yaraví.
Con todo ese acervo musical, en 1955 volvió a la Argentina, donde organizó la Compañía de Folklore Ariel Ramírez para llevar adelante un espectáculo coreográfico musical convocando a artistas de distintas regiones del país, entre los que se destacan Jorge Cafrune, Jaime Torres, Raúl Barboza y Los Fronterizos, además de los bailarines. Aquel proyecto perduró durante dos décadas y recorrió además otras latitudes, con obras memorables como Agua y sol del Paraná, Los inundados, Volveré siempre a San Juan, Allá lejos y hace tiempo o El Paraná en una zamba.
Archivo. Europa. Un retrato de su primer viaje al viejo continente. Aquí, frente al Instituto Ítalo Argentino de Roma, Italia, en 1950.Europa. Un retrato de su primer viaje al viejo continente. Aquí, frente al Instituto Ítalo Argentino de Roma, Italia, en 1950.Foto: Archivo.
Estando en Europa llegó a Meersburg, ciudad ubicada a unos 100 kilómetros de Frankfurt, Alemania. Invitado por un sacerdote holandés con quien había entablado una amistad se alojó en un convento religioso. Aquella experiencia le daría al mundo una de las grandes obras de Ramírez, la Misa Criolla.
Por el desconocimiento del idioma alemán, durante los primeros tres meses el compositor santafesino permaneció casi incomunicado. En el intento de entablar diálogo con alguien, empezó a conversar con un grupo de monjas que se dedicaban a la cocina. Ellas no hablaban español pero sí portugués. En una de las tantas charlas, mientras observaban el jardín y el parque verde del paradisíaco lugar, una de las monjas le contó a Ramírez que poco tiempo antes aquel convento había sido un centro de detención de judíos durante el régimen nazi (1933-'45). Conmovidas, aquellas religiosas les llevaban comida a escondidas durante las noches -le contaron-, a riesgo de morir en la horca, que era lo que ocurría con quienes ayudaban a los judíos. Pese a la bondad de las monjas los detenidos más tarde fueron trasladados a los campos de exterminio. Ese relato altruista conmovió profundamente al músico santafesino. "Fue la primera vez que pensé que tenía que componer una obra religiosa, para recordar a aquellas monjitas", diría más tarde Ramírez.
Lo que vino luego fue un trabajo de estudio e investigación muy grande que realizó Ramírez para conocer a fondo el estilo de la obra que iba a componer. Una música sacra que debía al mismo tiempo ser popular. Fue un gran proceso de maduración musical. Y la decisión del Papa Pablo VI de permitir que en las misas se deje de cantar en latín y sean cantadas en las lenguas originales de cada pueblo fue lo que le faltaba para cerrar el círculo.
En un madrugón creativo, entrados los años '60, Ariel Ramírez compuso cinco de los seis villancicos que tiene el lado B del vinilo de la Misa Criolla, como por ejemplo la huella pampeana "La Peregrinación". Aquella noche lo llamó a Félix Luna y juntos trabajaron apasionados. "Yo terminaba un villancico y él atrás le ponía la letra", recordó Ramírez, que luego de dos meses de aquella noche compuso el sexto y último.
Para completar la obra, un amigo de su infancia le acercó los textos litúrgicos que había traducido del latín al español. Era nada menos que el recordado cura tercermundista Osvaldo Catena, párroco del barrio Villa del Parque, en su Santa Fe natal. De aquella traducción fundamental habían participado también los sacerdotes Alejandro Mayol y Jesús Segade, encargados de los arreglos corales.
Cuando la Misa estaba lista hubo que convencer a la discográfica Philips. Ellos decían que a nadie le iba a interesar un disco con una misa. "Yo no la escribo para que la canten, la escribo por necesidad", les respondió Ramírez.
La Misa Criolla, con la interpretación de Los Fronterizos, salió a la venta en la víspera de la Navidad de 1964. Y contra los malos pronósticos del sello, durante el primer mes se vendieron 50 mil discos. Luego el éxito se propagó por todo el mundo. Ya en el '88 Ramírez la volvió a grabar con la interpretación de José Carreras y las ventas superaron los 14 millones de discos. El santafesino ya era un compositor del mundo. Y desde entonces no paró de recorrerlo presentando grandes espectáculos musicales.
La infinidad de composiciones que tiene la obra del maestro Ariel Ramírez no se quedó en la Misa. De la admiración mutua con el historiador y escritor Félix Luna nació una zamba emblemática de la canción argentina: Alfonsina y el mar. "Me trajo la letra a casa una noche", contó Ramírez. "Te vas Alfonsina con tu soledad / ¿qué poemas nuevos fuiste a buscar? / una voz antigua de viento y de sal / te requiebra el alma y la está llevando / y te vas hacia allá como en sueños / dormida, Alfonsina, vestida de mar", suena en un pasaje la letra junto al piano de Ramírez, en una de las melodías más bellas del folklore, la que recuerda a la gran poeta Alfonsina Storni.
Storni se quitó la vida en Mar del Plata el 22 de octubre de 1938, tras escribir tres días antes sus últimos versos "Me voy a dormir". Las vueltas de la vida hicieron antes que cuando llegó al país desde Suiza, en 1892, su familia se afincara con la niña Alfonsina en la ciudad de Coronda. "Justamente donde nacieron mis padres", recordaría luego la coincidencia Ariel Ramírez. Y otra coincidencia es que hoy son apenas unos cinco metros los que separan la tumba de Storni de la de Ramírez, en el cementerio de La Chacaríta, en Buenos Aires.
Alfonsina, al igual que otro conjunto de canciones, conformaron una obra conceptual excepcional, titulada "Mujeres Argentinas", grabada con la voz de Mercedes Sosa, letras de Luna y composiciones de Ramírez. El disco fue lanzado por Philips en 1969, y aborda de manera musical la vida de 8 mujeres emblemáticas: Juana Azurduy, Rosario Vera Peñaloza, Dorotea Bazán, Guadalupe Cuenca, Manuela Pedraza, Mariquita Sánchez de Thompson, la "Gringa" Chaqueña y Alfonsina Storni.
Durante la década del '70 Ariel Ramírez continuó componiendo grandes creaciones, como la "Cantata sudamericana" (1972) y la "Misa por la paz y la justicia" (1981), al tiempo que compuso también música de películas, entre ellas, la de "Los Inundados" (1962), de su amigo Fernando Birri.
"Cuando me recibió el Papa Pablo VI le llevé el disco 'Cantata Sudamericana' de regalo y me dijo: 'Ya lo tengo rayado de tanto escucharlo'", contó.
Archivo. Misa Criolla. El maestro Ramírez junto a José Carreras, en oportunidad de una interpretación de la obra maestra.Misa Criolla. El maestro Ramírez junto a José Carreras, en oportunidad de una interpretación de la obra maestra.Foto: Archivo.
Ariel Ramírez se casó con María Elena Espiro. De aquella primera relación nació el 17 de febrero de 1949 su hija Laura Elena (fallecida). Luego el músico se casó con Martha Rosalía Clucellas, con quien tuvo a Mariana, el 20 de abril de 1963, y a Facundo, el 20 de enero de 1965. Finalmente el "Paisano santafesino" se casó con Inés Cuello, con quien no tuvo hijos, y lo acompañó hasta el final de sus días.
"Cátulo Castillo me encontró en la calle una mañana de 1968, me invitó un café y me dijo que estaba buscando gente para trabajar en Sadaic. Me erigió presidente de la entidad y me guió en la formación de lo que significa el derecho de autor. Fue una de las grandes personas que pasaron por mi vida. Él fue mi maestro", dijo Ramírez.
La de dirigente fue entonces otra faceta en la vida del músico santafesino, que estuvo al frente de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música, en cinco períodos, del '70 al '77 y del '93 al 2005. De su paso por Sadaic, Ramírez afirmó alguna vez que "el derecho de autor es el pan de toda persona que trabaja con una canción, más allá del éxito que ella tenga".
Y de aquella amistad con Castillo hay una gran anécdota. "Un día estando juntos en Madrid, Castillo me invitó a una reunión con un hombre que lo esperaba para tomar el té a las cinco de la tarde.
-¿Quién es? -le preguntó Ramírez.
-Mirá, no me invites porque estoy en la otra vereda.
-No, vos tenés que conocerlo -le contestó Castillo-. Y estoy seguro de que él también te quiere conocer.
Después de discutir el tema, a las cinco en punto estaban ambos parados al frente de la casona ubicada en el barrio Puerta de Hierro de Madrid donde los esperaba Perón. "El General descendió la escalinata y se fundió en un abrazo lleno de lágrimas con Castillo. No se veían desde el exilio. Después Cátulo me presentó y Perón dijo: '¡Qué alegría! Todas las paredes de mi casa están llenas de cuadros con sus discos'. Conversamos desde las cinco de la tarde hasta las 21.15 en pleno verano. Allí conocí a otro Perón, distinto al de las luchas políticas y lo que decían los diarios. Un hombre extraordinario a quien admiré", contó Ramírez.
Aquella tarde Perón le prometió al pianista santafesino que, a su regreso del exilio, la música argentina ocuparía la mayor parte de la programación radial. "Y así fue, cumplió su palabra", dijo el maestro.
Ariel Ramírez continuó su prolífica carrera musical componiendo y publicando discos hasta la década del '80. Y uno de los últimos fue Misa por la paz y la justicia.
El 5 de agosto de 1992 se realizó un concierto en su homenaje en el Teatro Colón de Buenos Aires bajo el título "Ariel Ramírez, 50 años con la música nacional", en el que participaron algunos de los más importantes intérpretes de la música popular argentina, y en cuyo transcurso se ejecutaron exclusivamente obras suyas.
El Paisano Santafesino murió el 18 de febrero de 2010, a los 88 años, en Monte Grande. Sufrió una afección respiratoria agravada por una descompensación general de su salud. Fue velado en el Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la Nación, acompañado por los folkloristas Eduardo Falú, Peteco Carabajal y Zamba Quipildor, entre otros reconocidos músicos que asistieron a la ceremonia. "El mundo entero lo llora porque era un hombre tan fino, tan hermoso, tan caballero y sutil", expresó aquel día Patricia Sosa acerca de Ramírez, a quien consideró "el melodista más grande del folklore en su historia", reseña la crónica de la época.
Sus restos descansan en el Panteón de Sadaic, en una esquina del Cementerio de la Chacarita, donde su tumba se destaca por el refinado mármol oscuro con la figura de las teclas de un piano y una gran lápida de acero inoxidable -como su música- que reza "Misa Criolla… Alfonsina y el mar… La tristecita… Santafesino de veras". Allí está rodeado de grandes artistas y personalidades.
El legado de Ariel Ramírez persiste hoy en el cancionero popular argentino. Está vivo y vigente. Se podría decir que casi no hay recital folklórico en el que no suene una melodía compuesta por el músico santafesino. Su hijo, el pianista y compositor Facundo Ramírez, también se ha encargado durante los últimos años de hacer perdurar la obra. Un siglo después de su nacimiento.