Domingo 28.8.2022
/Última actualización 12:39
El 27 de junio de 1990, Antonio Vanrell reapareció después de 40 días de ocultamiento, frente a los diputados provinciales -mayoría peronista- que lo acusaban en juicio político por fraude reiterado en perjuicio de la administración pública. El fallecido ex vicegobernador tuvo en esa instancia dos gestos decisivos: les reconoció a los legisladores en su alegato, de manera explícita, el rol institucional que debían cumplir; también les advirtió: "mellizos son los mellizos".
¿Asumía el compañero "Nito" que primero estaba la Patria? En los hechos, reconoció la preeminencia del movimiento que en ese momento lideraba Carlos Menem.Y sobre todo se sometió al cauce institucional que regulaba las consecuencias políticas y jurídicas de sus actos, sin perjuicio de su propia declaración sobre lo que se le imputaba.
El acusado -uno de los poderosos 12 apóstoles del entonces presidente- se comportó con sentido de lealtad, aún cuando tenía pruebas para arrastrar a algunos de sus acusadores -y a parte de los senadores que oficiaban de jueces- al lodo común de las prácticas corruptas. Lo hizo, si no por los valores éticos que no tuvo cuando pagó cuentas inventadas, por un corporativo sentido de preservación del colectivo político al que pertenecía.
Los instintos -y los sagaces artilugios- de preservación que le posibilitaron a aquél peronismo santafesino reconfigurar su oferta política y mantenerse en el poder bajo procedimientos democráticos, se han extraviado en la escena nacional contemporánea. Cristina Fernández está acusada de hechos más serios que las facturas apócrifas de juguetes que nunca se compraron.
La vicepresidenta no reconoce el rol independiente de la administración de Justicia. La líder kirchnerista no está proscrita; será -cuanto menos- candidata a senadora nacional por Buenos Aires y renovará sus fueros. Especula con su poder de veto en el Congreso, y ante un Poder Judicial en el que avanza apenas una de las muchas causas en su contra.
Cristina supo conjurar procedimientos para lograr sentencias absolutorias sin juicio: todo un portento parainstitucional. Su influencia se extiende sobre inefables personeros de insidiosa parsimonia, que pueden también dejar prescribir causas de insoportable flagrancia. Como la voladura de un regimiento en Río Cuarto para ocultar pruebas de tráfico de armas.
Ella se autopercibe inocente ante la historia, sentencia que interpretó a viva voz por ante los jueces del tribunal que la juzga. Se excluye del cauce institucional en el que se mantuvieron Vanrell y su partido cuando la corrupción fue inequívoca. Amenaza a quienes -siempre según sus inapelables fueros íntimos- podrían ser condenados por hacer lo mismo que a ella la exonera.
Esa confesión de parte con accesoria de omertá, se emparenta en un Partido Justcialista en alerta y movilización, que se planta en las antípodas de aquél que supo juzgar por conductas reprochables al vicegobernador de Santa Fe, respetando los procedimientos judiciales.
La libertad de afiliación a una organización política o adhesión a una idea, es sagrada como la de expresión. Pero si una marcha se convoca de manera explícita como acto contra la Constitución, y si se promueven conductas en orden a impedir el normal funcionamiento de la justicia, la organización de la República tiene el deber de usar todos sus dispositivos legales en orden a mantener la paz social y el imperio de la ley.
"Nisman se suicidó; espero que no haga algo así el fiscal Luciani". La tenebrosa manera con la que el presidente Alberto Fernández concibió su respuesta ante las acusaciones de quien llevó adelante la investigación de los contratos de Vialidad en Santa Cruz, se descalifica por sí misma, sin necesidad de adjetivos. Es imprescindible en el país un peronismo protagonizado por quienes creen en la República, con el necesario respeto por el poder constituido desde los votos, ejercido bajo el imperio de la ley.