Se sabe que en 1983 los argentinos recuperamos el Estado de derecho, pero también conviene saber que la recuperación de la democracia fue acompañada de algunas certezas que cuarenta años después importa recordar. El autoritarismo militar, la intolerancia política, el instinto criminal será reemplazado por la tolerancia, el pluralismo y la creencia de que en democracia nadie es dueño de una verdad absoluta y que todas las convicciones políticas, religiosas y culturales merecen ser respetadas por razones humanistas, pero sobre todo porque pueden ser portadoras de una cuota de verdad que merece escucharse. Se sabe que los hombres suelen tener la costumbre de elaborar o recordar frases o proverbios que representan con elocuencia la sensibilidad de una época o de un tiempo histórico. Me consta que en 1983, en los círculos políticos e intelectuales, se citaba con frecuencia el enunciado de Voltaire: "No estoy de acuerdo con lo que usted dice, pero voy a defender a muerte su derecho de decirlo". Después de siete años de dictadura, la frase era una bendición laica.
La otra certeza política compartida era el rechazo al diagnóstico elaborado por los extremistas políticos de derecha e izquierda acerca de "la sociedad enferma", una sociedad que exigía una inmediata intervención quirúrgica, prescindiendo incluso de la anestesia o de cualquier otro paliativo. La Argentina estaba al borde de la muerte y solo podían salvarla "cirujanos" decididos a clavar el bisturí sin miramientos y sin compadecerse de los lamentos del paciente, el mismo que luego agradecería los dolores padecidos y aprobaría a los profesionales encargados de proporcionarlos. Pues bien, el arribo de la democracia abrió espacios para que se supiera que el diagnóstico de la sociedad enferma no era más que la miserable coartada de cirujanos inescrupulosos y siniestros. Dicho con otras palabras, la Argentina, como cualquier país, podía atravesar por momentos difíciles, pero ninguno de ellos autorizaba la solución quirúrgica: ni la revolución proletaria o nacional popular promovida por la izquierda, ni la restauración de jerarquías, valores y privilegios promovidos por la derecha.
Cuarenta años después me temo que aquellas certezas fundadoras de una genuina cultura democrática y republicana están a punto de ser derogadas por dirigentes que valiéndose de los estados de confusión, desesperanza e incluso desolación de la sociedad, no vacilan en recurrir a la conocidas soluciones autoritarias e intolerantes. La verdad es una sola, el portador de esa verdad es un líder, un caudillo, un iluminado que promete orientarnos hacia la tierra prometida, advirtiéndonos de que la travesía será dura. Como toda profecía autoritaria, se auspicia el castigo para luego otorgar la redención. Y como toda profecía autoritaria, hay enemigos perversos que acechan a nuestro alrededor y que deben ser destruidos sin compasión. El dogma de fe, la verdad absoluta del fanático, reemplaza progresivamente la deliberación democrática. "La duda es una jactancia de los intelectuales", dijo alguna vez un militar alzado en armas contra la democracia. Ya no se habla, se grita; ya no se discute, se insulta. El adversario es desplazado por el enemigo. Conclusión: la democracia representativa, liberal, republicana y democrática está en peligro. Sus errores, sus vicios no son más que el pretexto para abolir su verdad profunda. No se pretende corregir o reformar, se pretende avasallar y destruir. Y en más de un caso, avasallar y destruir lo que funciona. Si no se ha hecho más no es porque no se ha querido, sino porque se lo han impedido.
Don Arturo Illia decía que un país está en problemas cuando un presidente se atribuye el derecho de decir lo que se le da la gana. Sabemos que esta pretensión solo la pueden ejercer en plenitud los dictadores. La Argentina sostiene contra viento y marea el Estado de derecho, pero está claro que el presidente de la nación es un hombre decidido a decir lo que se le da la gana. Y si esas ganas rinden honores a su ego o a sus pretensiones narcisistas, mucho mejor. ¿O acaso es posible otra interpretación con un presidente que insiste en considerarse el mejor del mundo, el más inteligente, el más creativo, el más audaz, el más preferido por Dios? El presidente no solo se jacta y anticipa para su honra premios y honores, sino que no vacila en descalificar con los adjetivos más humillantes y vulgares a quienes osan contradecirlo. Paradójicamente, en las últimas semanas los destinatarios de los insultos más duros, más soeces, no fueron los detestables izquierdistas sino los académicos e intelectuales que durante años expresaron el pensamiento liberal en la Argentina. Las riñas en la mayoría de los casos son más personales que políticas. El presidente no solo se considera superior, sino que está convencido de que quien ponga en duda esa evidencia es un enemigo que como tal merece ser tratado.
Illia no exageraba cuando advertía sobre los riesgos que corre una república con un presidente que dice lo que se le da la gana. La temporada vivida en Europa le permitió conocer los recursos de los que se valían los fascistas y los autócratas de todo pelaje, incluso aquellos que en algún momento se vieron obligados a convivir en un orden democrático. Nunca olvidar que la violencia se inicia en el lenguaje. Y siempre tener presente que la política es una actividad necesaria y noble de la humanidad. Y que a la mala política se la corrige con buena política. Los años, las lecturas y la experiencia me han enseñado que la democracia está en peligro cuando el mandamás de turno le atribuye a "la política" la responsabilidad de todos los males. Ese fue el lenguaje de José Félix Uriburu, de los fascistas de 1943, de Juan Carlos Onganía y sus lenguaraces, y de Rafael Videla y su jauría de torturadores. El escenario no es el mismo, claro está; la legitimidad del poder tampoco es la misma, pero la pulsión autoritaria late en la misma sintonía. Desde los tiempos de Homero, Virgilio, Dante y Shakespeare la relación de la sociedades con el poder y la pulsión de los hombres para abusar de él ha sido, en lo fundamental, la misma. Es la historia de la humanidad y la historia del siglo XX (para no irnos tan lejos) la que se empecina en enseñarnos que la violencia política, la violencia que coloca a una sociedad en la antesala de la guerra civil, siempre se inicia con palabras. Y si el titular de ese lenguaje es el presidente los riesgos se multiplican. Las diatribas, los insultos, de Javier Milei no son una anécdota, un dato pintoresco, un detalle menor. Si la democracia nos importa, lo que está ocurriendo es peligroso. Y el hecho de que vivamos en tiempos de confusión, en tiempos de cambio, en tiempos de incertidumbres o en tiempos de canallas, agrava el panorama porque ya se sabe que en esos tiempos las multitudes, el pueblo suele optar por soluciones desesperadas de las siempre se paga un alto precio.
Uno de los argumentos a favor del presidente es que no va a cumplir lo que promete. Convengamos que la esperanza que nos ofrecen es de una pobreza franciscana. Hay que apoyarlo a Milei a pesar de lo que dice porque no lo va a cumplir. No estamos en tiempos de jarana, porque de no ser así convengamos que como inspiración humorística la frase es de una desoladora eficacia. Se dice que el pueblo lo apoya. Admitamos que el presidente dispone de una adhesión importante que de todos modos es inferior a la que exhibieron otros presidentes a los seis meses de gobierno. Politólogos, psicólogos, sociólogos exprimen sus neuronas y sus conocimientos para tratar de hallar la categoría que califique al presidente. Hasta ahora no la han encontrado. No sé si existe el concepto que lo exprese, pero sí sé que políticamente se alinea en la extrema derecha del siglo XXI, que su personalidad manifiesta desequilibrios emocionales más que evidentes y que a su favor dispone de una oposición que está pagando el precio de los errores cometidos, así como de un poder económico concentrado que por el momento, y más allá de insultos, agravios y modales bizarros, está decidido a apoyarlo porque los beneficios que les promete son absolutos; tantos, que hasta ellos mismos desconfían de que sean posibles.