Voté por primera vez el 11 de marzo de 1973. Hace medio siglo. Entonces tenía 23 años, pero la última vez que los argentinos habíamos ido a las urnas fue en 1965. Yo debería haber votado en 1968, pero para esa fecha el general Juan Carlos Onganía era el honorable virrey de esta republiqueta; virrey absolutamente persuadido de su rol, motivo por el cual se presentó en el acto de la Sociedad Rural subido a una galera de los tiempos de la colonia. Yo voté por la fórmula Oscar Alende-Horacio Sueldo. No voté muerto de entusiasmo, pero voté. Alende ese año iniciaba su giro a la izquierda después de haber sido radical, frondizista, gobernador de la provincia de Buenos Aires y colaboracionista de la dictadura de Roberto Marcelo Levingston. Sueldo era demócrata cristiano. Simpático, creador de paradojas, pícaro, con esa picardía de parroquia y tono chestertoniano que se le atribuye a los democristianos y que mi amigo Alfredo Pichón Nogueras la admitía entre sonrisas y suspiros. La fórmula Alende-Sueldo era apoyada por el Partido Comunista. No les fue muy bien, porque en esas elecciones a los únicos que el destino les tenía asignada la gloria era a la fórmula peronista. El otro candidato, sin posibilidades electorales ganadoras, pero con votos, era el radical Ricardo Balbín, acompañado de Eduardo Gamond, una fórmula que los flamantes jóvenes radicales alfonsinistas votaron con desgano, pero votaron. Unos meses antes Raúl Alfonsín se había decidido enfrentar a quien consideraba su maestro. Lo acompañó en la patriada Conrado Storani. Perdieron, pero se instalaron para siempre en la política partidaria. Insisto en el voto de los jóvenes radicales a los ganadores de la interna; pero también recuerdo alguna de las consignas que canturreaban en voz baja: "Balbín, Gamond…Tutankamón", para aludir no solo a la edad de los candidatos, sino también a que representaban al viejo partido, al partido de "los viejos", como decían los muchachos, a veces con ironía, a veces con afecto. El otro candidato con expectativas era Paco Manrique, acompañado en este caso por Rafael Martínez Raymonda, demoprogresista, joven, "pico de oro", como se decía entonces y apoyado por la mayoría de la dirigencia partidaria, aunque Luciano Molinas y su hijo Ricardo, manifestaron su disidencia por acordar con un ministro de la dictadura. Era bravo Paco Manrique. Bravo y talentoso. Yo lo vi la mañana que fue a LT10 para una entrevista de campaña. Un amigo demoprogresista que lo acompañaba en el auto me contó muchos años después que Agustín Lanusse le había asignado protección oficial: dos o tres motos manejadas por guardias armados. Cuando Manrique advirtió la vigilancia hizo detener el auto y le preguntó al oficial a cargo del operativo quién le había asignado esa tarea. El oficial respondió: "El general Lanusse". La respuesta de Manrique sonó como un latigazo: "No necesito custodia; y a Lanusse, dígale de mi parte que se vaya a la puta madre que lo parió".
Voté en la Escuela Industrial. Vivía entonces en una casa de estudiantes de calle 9 de Julio casi Santiago del Estero. Vivía con un radical entrerriano y dos izquierdistas independientes de Mendoza. No pensábamos lo mismo en muchas cosas, pero todos éramos antiperonistas sin fisuras. Perón, además del tirano prófugo y el fascista redomado, era el viejo camandulero que no venía a hacer ninguna revolución sino a frenarla. Con los muchachos de la Jotapé las relaciones obviamente no eran buenas, pero con más de uno compartimos mesas de vino y cerveza en los bares de la zona, muy en particular en el bodegón de Ferreyra de bulevar y 9 de Julio, en el mismo lugar en donde ahora hay una sucursal del Correo. Recuerdo que los días previos a las elecciones hicimos una apuesta entre nosotros acerca de cuánto tiempo iba a demorar Perón en cagar a la juventud maravillosa. Todos considerábamos que "la noche de los cuchillos largos" se celebraría antes del año. No le erramos por mucho. A Héctor Cámpora más que detestarlo lo despreciábamos: por alcahuete y por ignorante. Recuerdo que cuando llegó a Santa Fe lo acompañaron en un acto Sylvestre Begnis, Eduardo Cuello y Vicente Solano Lima. El único honorable de esa tribuna era Sylvestre Begnis. Cámpora lo proclamó y, como era de prever, pronunció mal el nombre: "Beni", dijo, comiéndose la "g "y la "s". "¿Son brutos o se hacen?", preguntó una amiga trotskista, la flaca Lipuma. La barra de la Jotapé mientras tanto se desgañitaba cantando consignas. La más repetida era: "Duro, duro, duro, con los Montoneros que mataron a Aramburo". Buenos muchachos. Juventud maravillosa. Después quisieron escandalizarlo a Solano Lima, caudillo conservador de la provincia de Buenos Aires. Empezaron con tono de joda cantando: "Solano montonero, soldado de Perón, el pueblo te saluda para la liberación". Si suponían que don Vicente se iba a poner colorado con la consigna se equivocaron. Solano Lima agarró el micrófono y copó la parada como solo un conservador de los años treinta sabía hacerlo. "Claro que soy montonero; mis abuelos cabalgaron con las tropas de López y Ramírez, la melena al aire, el poncho flameando y la lanza en la mano". Los muchachos se quedaron de una sola pieza. Imberbes. Pretender correrlo a Solano Lima con consignas ruidosas, justamente a él, fogueado desde joven a violar urnas pistola en mano, a copar mesas electorales, a subirse a tribunas en las que más que temerle al silbido de los oyentes había que temerle al silbido de las balas. Imberbes.
Ese 11 de marzo de 1973 el resultado estaba cantado. Si alguna duda había, era si los peronistas ganaban en la primera vuelta o iban al balotaje. A la noche, cuando ya se había levantado la veda y tomábamos un vino en lo de Ferreyra, nos enteramos que el peronismo no llegaba al cincuenta por ciento de los votos, pero superaba el 49 por ciento. A casi treinta puntos de diferencia estaba Balbín, luego venía Manrique y, con casi ocho puntos, Alende. Lo demás era chiquitaje. Balbín admitió que Cámpora era el nuevo presidente. Es decir, consideró que con esos resultados el balotaje era innecesario. Los que votamos a Alende, no estábamos chochos de la vida, pero tampoco considerábamos que era un desastre. Sabíamos que era la hora del peronismo y todo estaba a favor de ellos. También sabíamos que la fiesta no iba a durar demasiado y que más temprano que tarde los muchachos de Montoneros iban a empezar a los tiros con los muchachos del Comando de Organización. En ese punto no teníamos dudas: a la fiesta le sucedería la tragedia. El olor a pólvora y sangre estaba en el aire, se percibía en las consignas, en los rostros crispados y rencorosos de los que supuestamente deberían estar alegres. Esa noche fuimos a cenar a un bolichón de calle Obispo Gelabert, casi llegando a San Lorenzo, al lado del viejo cine Apolo. Allí nos esperaba un viejo trotskista, jubilado de las viejas luchas y rosarino, famoso por su sabiduría, su mal humor y su preferencia por el buen vino. El Viejo era todo un personaje, esos personajes que solía forjar la izquierda de los años treinta y cuarenta, y que han desaparecido porque desaparecieron las condiciones que los forjaban. Estábamos todos con la cara larga porque, a decir verdad, la victoria del peronismo no nos gustaba para nada. A bancársela pues, acompañado de buen vino, dos amigas de izquierda encantadoras y las ocurrencias del Viejo, una de ellas que entonces nos pareció la más estrafalaria de todas, la que nos hizo pensar en su momento que el viejo había empezando a chochear, aunque con el paso de los años comprobamos que seguía siendo sabio y lúcido. ¿Qué había pasado? Sencillo: el viejo nos confesó que ese día no votó en blanco, ni voto a Juan Carlos Coral, ni al Colorado Ramos, mucho menos a los candidatos del fascismo, sino que había votado por Balbín. "¿Por Balbín?", exclamé. El Viejo respondió después de saborear un trago de vino: "Si, claro; nunca creí que pudiera ganar, pero siempre creí que era el único candidato que en caso de ganar estaba en condiciones de evitar la tragedia que nos amenaza".