Sábado 20.8.2022
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El infierno, el averno, el orco, el inframundo; desde la noche de los tiempos, distintos nombres han intentado abarcar o describir el lugar en el que, para distintas culturas, habita la esencia del mal y a cuyo ámbito descienden para sufrir tormentos eternos los que se apartan de la ley de Dios (o de los dioses). Para los católicos, en síntesis, los que quebrantan los Diez Mandamientos.
En Occidente, se trata de un lugar asiduamente visitado por los principales cultores del arte religioso a través de la historia, quienes han dejado testimonio de sus interpretaciones en gárgolas y tímpanos de las iglesias, así como en pinturas, retablos y esculturas interiores; catecismos icónicos fundados en una pedagogía del miedo.
Quizás la obra más famosa, en este sentido, sea el Juicio Final pintado por Miguel Ángel en la pared del altar de la Capilla Sixtina, con precedentes que influyeron en la visión del gran artista toscano, como el mosaico de influencia bizantina que cubre la contrafachada de la iglesia de Santa María Asunta en la isla véneta de Torcello (siglo XI) o el gran mural de Luca Signorelli en la Capilla de San Brizio, dentro de la catedral de Orvieto (obra iniciada el último año del siglo XV).
La intención, en todos los casos, era desalentar conductas que ofendieran a Dios y perturbaran la convivencia de las comunidades de creyentes. Y si bien es cierto que los últimos papas, sobre todo desde Juan Pablo II a Francisco, han dejado de lado esta secular concepción y sus acentos punitivos -artísticamente expuestos en las principales iglesias de la cristiandad-, las obras están a la vista, tanto como la intención que en siglos pasados activó pinceles y cinceles.
Me detengo un minuto en la obra de Buonarroti, porque es quien, con su infierno (que también era personal), me permitirá introducir a otro, bien americano, realizado por Tadeo Escalante en la iglesia de San Juan Bautista de Huaro, ubicado al sur de Cusco. Muy distintos en lo que a calidad, creatividad y destreza refiere, quedan, sin embargo, vinculados por el tema, y la "terribilitá" de las respectivas ejecuciones.
Esa característica, que sus contemporáneos advertían en el genio del italiano, se acentúa como en ninguna otra obra en el "Juicio" de la Sixtina, donde por única vez en su itinerario artístico, Cristo aparece con una expresión de enojo y una actitud castigadora. Para entenderlo, se debe recordar que Miguel Ángel fue testigo ocular del saqueo de Roma de 1527 por las tropas de Carlos I de España y V de Alemania, experiencia que lo dejó muy afectado por el desborde de maldad en todas sus vertientes. Por eso, los condenados que pueblan su extraordinario mural (1536 – 1541), cuando son arrastrados por los demonios hacia la oscuridad de las profundidades, abren los ojos con expresión de locura al advertir su destino irrevocable. Fue el modo que Michel Angiolo encontró para condenar "la banalidad del mal", según el acertado encuadre de Hannah Arendt respecto de similares conductas en tiempos modernos.
La obra de Escalante, nacido en el pueblo andino de Acomayo, es mucho más elemental, más simple, más naíf, más antigua en su concepción, ya que abreva en fuentes europeas medievales, como lo demuestran el diablo oscuro, alado y peludo, armado de tridente, que preside la escena, y el Leviatán que abre su boca para tragarse a los condenados, mientras demonios de distintos tipos; humanoides, algunos, ejemplares de bestiarios antiguos, otros, revolotean entre los cuerpos desnudos pero despojados de sexo, para llevarlos a cumplir su sanción eterna, previa tortura de su carne.
Algunos estudiosos del mural, que en su primitivismo atrae con fuerza irresistible las miradas de los visitantes, señalan que el pintor peruano (1770 – 1840), tenía once años cuando asistió a la feroz ejecución de Túpac Amaru II y su familia en la plaza mayor de Cusco. Y jamás lo pudo olvidar. Llegado el momento, cuando como pintor plasmó su infierno en un muro del sotocoro del templo (obra que firmó con sus pinceles en 1802), castigó con especial encono a la figura del corregidor hispano José Antonio de Areche, quien purga sus pecados homicidas en el Infierno de Tadeo. Aparece acostado, con un diablo encima que le arranca la lengua con una tenaza -como él mandara hacer con Condorcanqui- en esta manifestación de "terribilitá" andina.
Muchos son los que sufren tormentos, incluidos un cardenal, un obispo y un cura (reconocibles, respectivamente, por su sombrero rojo, su mitra y su tonsura) que se cocinan a fuego lento, junto a muchos otros, en una gran olla, rodeados de demonios que los castigan. Como dato de interés puede mencionarse el uso de otro típico recurso de la pintura cusqueña: el empleo de textos que complementan a las imágenes. En este caso, dos cintas blancas, que por contraste facilitan la lectura de las grafías, atraviesan horizontalmente la escena. En una, ubicada en la parte superior, encima de Satán, se lee (modernizo el texto): "Ay de nosotros, para qué pecamos, ya no hay remedio en el infierno adonde no hay que ver algún orden sino eterna confusión". La otra, en la parte media, expresa: "Ay de mí que ardiendo quedo, Ay que pude ya no puedo, Ay que por siempre he de arder, Ay que a Dios nunca he de ver".
Otro elemento que permite relacionar a ambos artistas, el renacentista y el barroco andino, es la inclusión de personajes de su tiempo en sus respectivos murales. Escalante castiga al corregidor, como antes Miguel Ángel había hecho con Biagio di Cesena. Es que el maestro de ceremonias del papado, había bregado para destruir su obra "indecente", motivo por el cual el artista habrá de representarlo con orejas de burro y una serpiente mordiéndole el sexo. Así perdura en el ángulo inferior derecho de la composición, lugar muy próximo al que el pintor cusqueño le dedica al funcionario español en la suya.
Por fin, cabe decir que, tanto en la Europa católica, como en la América de la Conquista, las mayorías populares eran analfabetas, y por esa razón, como lo entendió el Concilio de Trento, se privilegió el uso de la imagen como vehículo de evangelización. Máxime en América, donde fue, mucho más que la palabra, un eficaz instrumento para lograr conmover a los originarios. En particular, a través de impactantes pinturas que infundían un indecible temor al infierno.