Dr. Hugo D. Valderrama (*)
Dr. Hugo D. Valderrama (*)
¿Por qué esta pregunta? Porque destaca la gran importancia que le da su cerebro a la música, e invita a reflexionar entonces si le está sacando todo el provecho. Reemplace por salados si son sus preferidos y piense si los dejaría por la música. ¿Le cuesta elegir? Lo ayudo.
La música que le resulta agradable puede parecer una recompensa abstracta, pero para su cerebro es tan concreta como un sabroso aperitivo. Libera igual o más dopamina (neurotransmisor del placer) que cualquier dulce o salado, pero puede “ingerir” toda la que quiera, sin tener diabetes, hipertensión o engordar. Si le parece muy reduccionista o simplista este argumento, pues bien: eso no es todo.
La música puede aumentar los neurotransmisores involucrados con períodos de felicidad, como endorfinas y serotonina, como así también disminuir los generados por estrés. Estas mismas sustancias trasladan las sensaciones al resto del cuerpo. Su corazón y pulmones literalmente bailan con los ritmos: cuando son lentos y agradables, disminuyen sus frecuencias; por el contrario, si son más vivos y frenéticos, las aumentan. Como si fuese poco libera oxitocina, la sustancia que genera apego con los demás seres humanos, repercutiendo sobre las actividades e interacciones sociales.
En el aire son sólo desplazamientos organizados de moléculas. Pero una vez que llegan a sus oídos, usted está genéticamente preparado para convertirlos en música y, según sus memorias y asociaciones, entra a una montaña rusa de emociones hasta sentir “piel de gallina” o llorar. Además de alegría, acaso impulsado por la curiosidad y la diversidad, puede elegir música que le dé miedo, tristeza o sorpresa, recorridos habituales en el arte cinematográfico.
El Dr. Stefan Koelsch, neurocientífico destacado en el estudio de la música y cerebro, envío a un colaborador al norte de Camerún (África central), e hizo una investigación con personas que nunca antes habían escuchado música occidental. A pesar de ello, estas personas determinaron: “Esta pieza suena muy alegre, esta otra bastante triste y aquella bastante aterradora”, con similitud a la mayoría de los occidentales.
¿Es posible entonces que, además, la música comunique tanta información? Lo invito a realizar un rápida experiencia, en base a una investigación realizada también por el Dr. Koelsch: busque en YouTube “String Trio, Op. 45”, del compositor Arnold Schönberg, y escuche un par de minutos. Al terminar, elija una de estas palabras: naranja, aguja, mesa, sombrilla. Haga una pausa en la lectura, para no adelantarse al resultado que está en el próximo párrafo.
No existe una correspondencia unívoca entre las emociones, la música y lenguaje, pero después de escuchar esa pieza de Schönberg, la gran mayoría elige la palabra “aguja”. Resulta que Schönberg sufrió un infarto cardíaco que casi lo mata, y unas semanas después realizó esta composición, describiendo las punzadas y otras sensaciones que tuvo durante el episodio.
Algo similar sucede si después de oír la frase “me gusta el café con azúcar”, le dan a elegir entre dos palabras: “leche” o “cortina”. Siempre escogerá “leche”, porque tiene más coherencia semántica con la frase. Esa coherencia sucede también entre la música y las palabras, ya que hay redes neuronales que las entrelazan directamente.
Inclusive, usted aprendió hablar al escuchar los sonidos musicales de aquellos que lo criaron. Hay estudios que demuestran que si los padres no hablan con sus bebés jugando con la entonación y ritmo, los niños son mucho más susceptibles de padecer trastornos del habla.
Gracias a la tecnología, la música tiene alcance global y es más accesible. No podemos —ni es saludable— llevar en nuestros bolsillos miles caramelos, pero sí miles de canciones para compartir y disfrutar en cualquier momento y lugar.
(*) Médico neurólogo - Máster en neurociencias (Mat. 5010)