Por más que busco y busco en la desordenada pila de papeles, fotos y documentos de todo tipo, que mi obsesión por el edificio me hizo acumular, no encuentro la fecha exacta en que cerró sus puertas el majestuoso Hotel Ritz, emblema de mi ciudad. De mi ciudad que pudo ser. De mí desamparada ciudad. De mi propio desamparo. Mi Santa Fe.
Sobran noticias de su letargo; de las urgencias de los nuevos dueños banqueros por hacerse cargo; de la preocupación de sus empleados; pero del cierre, del fatídico día en que cerró sus puertas para siempre, ni una palabra.
Presumo que hubo intereses para tapar el momento. No todos los días naufraga un gran sueño, y menos a la vista de todos. Está claro que, de alguna manera, la crisis terminal del hotel impactó en la ciudad. ¡Aciago momento! Pobre mi ciudad condenada a convivir con un gigante y bello cadáver en pleno centro. A la vista de todos. ¡Procaz distracción!
Entonces me pregunto: ¿Cómo mueren lo hoteles? Seguro que muy diferente que los comercios, que las fábricas, e incluso que las personas. Debe haber necesariamente una larga agonía, un sangrado, como cuando una ciudad pierde a sus habitantes y se vuelve fantasma.
Por caso, la agonía del último hospedado. Quizás un terrateniente de esos que se alojaban por una noche de camino a Buenos Aires para vender cosechas y animales. O acaso un político en campaña o un artista de renombre en gira siempre triunfal por el interior del país.
Portal de entrada del antiguo Hotel Ritz, tal cual puede apreciarse en la actualidad. Foto: Gentileza
O, tal vez, un vendedor de multinacional que por esos tiempos estaban compelidos a visitar personalmente una vez al mes los comercios más importantes. La agonía del último cocinero en la inmensidad de la siempre resplandeciente cocina de Don Rafa y del Oso Bolche, impregnada, en cuenta regresiva, de olores de mares remotos, de fuegos criollos y del, todavía estimulante, aroma de las especies de tierras lejanas.
La agonía de la última de las mucamas, que por el final ya anunciado, se permitió la licencia de tirarse a llorar en la cama King Size de la suite presidencial del quinto piso, con secada de lágrimas y mocos incluida en las sábanas de terciopelo beige con bordado sempiterno en rojo y plata del Ritz Santa Fe.
La agonía abatida del viejo Antonio Gauna, el jardinero de Rincón, que día tras día regaba, desojaba y lustraba, hoja por hoja, los enormes ficus de planta baja y renovaba los plantines de flores, supuestamente exóticas, de la terraza, cuya existencia, a partir de ahora, estaría determinada por el clima impredecible de la zona.
Pero nada; absolutamente nada comparable, con la agonía culposa de Don Martín Canelo, el último gerente del Hotel Ritz Santa Fe. En principio, intentó aferrarse a lo que decían los diarios: "un periodo cerrado para modernizar instalaciones y en breve la gran reapertura". Pero, cuando comenzaron a husmear los del banco, se dio cuenta que la jugada era definitiva. Definitiva y final.
Dios fue testigo del esfuerzo que hizo por no exponerse, por mostrar su rostro profesional, solemne. Pero no pudo. Su mundo se derribaba. Indefectiblemente. El almanaque, siempre profano, fue consumiendo los últimos días. Y la agonía se fue haciendo cada vez más evidente. Contagiaba, o mejor dicho, contaminaba. Contaminaba todo.
Logo del Ritz Hotel Santa Fe. Estaba presente en blancos, mantelería y vajilla. Foto: Gentileza
El lunes, por calle 25 de mayo, esperó y despidió a los proveedores de carnes y verduras. Nietos de los primeros. El martes en el escritorio; liquidó el sueldo de los cocineros, los botones, los camareros y las mucamas. El miércoles saludó desde el hall central a los últimos hospedados "estén atentos en breve, gran reapertura" mintió.
El jueves soledad y recuerdos. Cien cigarrillos, un café y dos whiskies o, quizás, algunos más. El viernes se despidió del edificio…planificado ritual. A paso lento, botella en mano, recorrió cada uno de los pisos, controlando que las habitaciones se encuentren a dos vueltas enllavadas. Se detuvo en el cuarto 421 como siempre, y se aseguró que el parteluz y la celosía falseada se hallen bien trabados. Pateó las cenizas que a diario se acumulaban en la puerta. Ya no tenía sentido ser discreto.
En el salón mayor del primer piso controló que el tablero de las luces se quede apagado y, como de costumbre, cerró la tapa del piano Gaveau, que Nelson como siempre olvidaba de la noche. En la cocina, se permitió un olvido intencional. No valía la pena renovar el queso de las trampas ni el veneno de las cucarachas. Intuyó, con acierto, que de aquí en más este sería su mundo perfecto. ¡Qué se encarguen los del banco!
Bajó por el ascensor y desconectó la energía. Por costumbre, ingresó en la oficina privada a descambiarse. Pero no. Hoy se iría a casa caminando por Humberto Primo de traje, corbata y zapatos sistema delgado. Para que cuidar, si hasta era bastante probable que no volvería a usarlos hasta el próximo velorio.
Y por primera vez en treinta y ocho años, cerró desde afuera la reja de hierro forjado a calle San Martín. Parado, en la vereda, levantó la vista, apretó con fuerza su puño y con el pañuelo de seda a tono del bolsillo superior secó su frente y un poco, sólo un poco sus viejos ojos azules.
Y eso, eso sería todo.
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"Veinte relatos posibles" son aventuras literarias entre la ficción y la realidad, que recorrerán las distintas etapas del Edificio Plaza Ritz. Tu historia puede inspirarnos y podés enviarla a: [email protected]