Por Luciano Lutereau (*)
Por Luciano Lutereau (*)
El destete es mucho más que el abandono del hábito de dejar la teta. Hoy en día, cuando se habla de “pecho a demanda” u otras variantes de lactancia, se corre el riesgo de olvidar que la alimentación del bebé tiene una función psíquica, y que no se reduce a una mera cuestión fisiológica.
Por cierto, podría haber bebés que dejen de ser amamantados y, sin embargo, no se hayan destetado. También es un síntoma de nuestra época el creer que el destete podría no implicar algún tipo de trauma. Es un imperativo actual, basado en la culpa, pensar que un niño podría atravesar la lactancia sin conflicto, que podría haber una relación con el pecho que no sea más o menos dramática, que una madre podría adaptarse de manera armónica a las necesidades del recién nacido. Son éstas todas expresiones de la culpa con que se vive la maternidad en nuestro tiempo, y que lleva a forjar ideales normativos de cómo deberían ser las cosas para que una madre sea “buena”.
¿Quién podría decir que es “bueno” en relación con lo materno? En realidad, antes que “buena” o “mala”, podría decirse que hay madre o no. Y lo singular del encuentro entre un bebé y su madre no puede ser juzgado desde diversos saberes que pretenden ser científicos y no son más que una moral defensiva que justifica los miedos que ese lazo, el más íntimo de todos para un ser humano, espontáneamente produce.
El destete representa el primer acto psíquico de constitución del niño como sujeto. Y se manifiesta a través del rechazo del alimento. En cierto momento, más temprano o más tarde, respecto de la leche o no, el niño comienza a expresar cierto desdén. Puede ser que muerda el pezón, o bien que pida la teta y luego gire el cuello en señal de desprecio, o bien que coma y vomite, etc. En fin, en cierto momento el bebé produce un acto de negación en su relación con el otro.
Podría ser con la leche o no, porque hay niños en los que el destete se produce cuando ya han dejado la lactancia, por ejemplo, en relación con los alimentos sólidos. Se trata de aquellos niños que, por ejemplo, comían “cualquier cosa” y, de repente, se ponen remilgados, dejan el plato a medias, comienzan a jugar con la comida, o bien sitúan algún alimento como un mal radical... aunque quizá nunca lo hayan probado. Es sabido lo que un padre tiene que hacer para que un niño coma algo en estos casos: decirle que va a comer algo que le gusta (y, para el caso, llamar “pollo” al pescado). Esta vieja artimaña, que muestra la desesperación del adulto, refleja cómo la relación del niño con el alimento no es “natural” sino que está basada en un sentido psíquico y fundamentalmente vincular.
Es algo que los padres también expresan cuando a veces comentan cómo el niño que en su hogar no come casi ningún alimento en casa de otros los ha comido sin problemas. Esto demuestra de qué manera la relación con el alimento simboliza el vínculo con los padres. A través del rechazo del alimento, el niño inscribe una primera distancia con el Otro. El rechazo del alimento es un rechazo del Otro, necesario para que el niño pueda trascender la relación de incorporación que había organizado con el mundo hasta ese entonces.
Que la relación con el mundo sea de incorporación quiere decir que plantea un funcionamiento psíquico disociado: todo lo bueno es interno (del bebé) mientras que todo lo malo está afuera. Este funcionamiento disociado se conserva en algunos adultos que, a pesar de su edad, todavía tienen muy poca tolerancia al fracaso (y, por ejemplo, les cuesta aceptar los resultados adversos, o culpan a otros de éstos) o creen que “merecen” cosas tan diversas como la felicidad, el amor, la vida, etc. O incluso se comprueba en un aspecto que explota la publicidad de nuestro tiempo, la idea de que al consumir determinados productos adquirimos las propiedades “sanas” de esos objetos. El delirio contemporáneo en torno a lo “saludable” se basa en una fijación oral.
La necesidad de trascender esta fijación en la infancia implica el camino que lleva a la asunción de la frustración como un componente de nuestra vida psíquica. Todo acto impone un efecto diferente al esperado. Nadie recibe lo que quiere, quizá con el tiempo puede querer lo que recibió. Éste es el núcleo fundamental del destete como factor de crecimiento. A veces hay personas que hacen su destete recién en la adultez, con mucho dolor en la experiencia de un análisis, mientras que otros niños viven el destete como una experiencia gratificante, que les permite subjetivar el conflicto como motor del crecimiento.
(*) Doctor en Filosofía y Magíster en Psicoanálisis (UBA). Docente e investigador de la misma Universidad. Coordina la Licenciatura en Filosofía de Uces. Autor de los libros: “Celos y envidia. Dos pasiones del ser hablante”, “Ya no hay hombres. Ensayos sobre la destitución masculina” y “Edipo y violencia. Por qué los hombres odian a las mujeres”.