Por Alicia García y Patricia Alejandra Vasconi (*)
Hacia el 170º Aniversario de la sanción de la Constitución Nacional
Por Alicia García y Patricia Alejandra Vasconi (*)
A fines del siglo XVIII surge el Romanticismo, como un movimiento filosófico de reacción al racionalismo iluminista, enfatizando el valor de las emociones y la sensibilidad, el "alma" nacional, la libertad, la originalidad, el historicismo, entre otras ideas. Su epicentro fue Alemania y se extendió al resto de los países de Europa occidental. Llega al Río de la Plata con la Generación del 37, integrada por Esteban Echeverría, José Mármol, Marcos Sastre, Juan María Gutiérrez y Juan Bautista Alberdi, entre otros. Así recorre un camino, no sin oscilaciones, hasta que la llamada Generación del 80 introduce, impone y difunde el Positivismo.
El Romanticismo no se limita al campo filosófico, sino que se expresa en toda la vida cultural. La usina generadora en la moda femenina fue Francia. A nuestro país arriba hacia la segunda mitad de la década de 1830 -cuando sustituye a la vestimenta neoclásica- y se mantiene hasta la década de 1870. Para los tiempos de la sanción de la Constitución Nacional hegemonizaba las tendencias.
La estructura social urbana de la época, en nuestro país y ciudad, era básicamente dual. Las clases altas se diferenciaban de los sectores populares compuestos por criollos, miembros integrados de los pueblos originarios, africanos y sus descendientes, que desempeñaban trabajos de artesanos, servicios domésticos, costureras, zapateros, vendedores ambulantes, entre otros. Esta situación se expresa en la vestimenta. Las mujeres trabajadoras adoptaron una versión sumamente simplificada: una blusa, acompañada de rebozo cuando hacía frío, y una pollera fruncida de escasa amplitud que se llevaba sobre una sola enagua.
Las telas usadas eran paños rústicos, en su mayor parte importados de la industria textil inglesa, porque con la apertura al comercio internacional, la manufactura local del tejido, sobre todo de Catamarca y La Rioja, estaba declinando. La pintura de Prilidiano Pueyrredón "Patio porteño en 1850" registra, en una escena de la vida cotidiana, el contraste social de las vestimentas entre tres mujeres: "(…) la sirvienta negra con los huevos, la señora tirando el maíz a las gallinas, la señorita de la casa mirando los polluelos". (Amigo, Roberto en https://www.bellasartes.gob.ar/coleccion/obra/3182/)
La moda romántica en las clases altas -las únicas que podían seguir sus dictados- se caracterizó por vestidos cortados a la cintura, con la parte superior ceñida y anchísimas faldas con volados. Esta particular moldería exigía el uso de complementos. En la parte inferior, la gran amplitud se lograba, al comienzo, con ocho enaguas almidonadas. Más adelante se reduce su número y se agrega la "crinolina" cuyo importante armado lo otorgaba una tela tejida con algodón o lino, en la trama, y crin de caballo, en la urdimbre. Hacia 1850 apareció otra versión, denominada "miriñaque" -aunque algunos autores utilizan los dos nombres indistintamente-, similar a una jaula, confeccionada con aros de acero o mimbre unidos por cintas elásticas, que ahuecaban las faldas y sustituían las enaguas.
En cuanto al torso, para reducirlo hasta límites casi asfixiantes, se recurrió al corsé, que no era nuevo en la historia de la ropa interior, pero había sido desterrado por la moda neoclásica de principios de siglo. Estaba confeccionado en tejidos de algodón, de elevada resistencia, como la cotonía, el cutí y el mahón, a menudo forrados con telas más lujosas (tafetán, muaré, raso) para darle un toque elegante. Para lograr rigidez se adosaban, a la prenda, ballenas o varillas de hueso, metal o madera. Como prueba de la dureza que alcanzaban, en el Museo Arqueológico Nacional de España, se conserva el corsé de la Reina Isabel II que, en 1852, la salvó de morir acuchillada en un atentado, porque su firme estructura impidió al estilete penetrar más profundamente.
Retomando la descripción del vestido romántico, los escotes eran amplios tapándose, lo que se pudiese mostrar "indecentemente", con un pañuelo de gasa, cruzado, que recibía el nombre de fichú, palabra francesa que alude a una tela triangular llevada, por las mujeres, sobre la espalda y el pecho. Las mangas presentaban un gran volumen, a juego con las faldas. Otros complementos estaban constituidos por chales, capotas y zapatos de tacón bajo. Los peinados dividían el cabello por una raya al medio, terminando con bucles o recogido; se adornaban con flores y moños.
Tanto derroche en cantidad y calidad de telas como seda, raso, tul, gasa, terciopelo- entre otras- era restrictiva a las elites. Por otra parte, la incomodidad que suponían esas vestimentas sólo era posible de ser soportada si se llevaba una vida alejada de las tareas domésticas más exigentes.
Mientras que sólo los hombres desempeñaban funciones dirigentes, sus mujeres tenían un rol secundario, tal como lo hallamos, por ejemplo, esbozado en el autor de las Bases: "En cuanto a la mujer, artífice modesto y poderoso que, desde su rincón, hace las costumbres privadas y públicas, organiza la familia (…) su instrucción no debe ser brillante (…) Sus destinos son serios; no ha venido al mundo a ornar el salón, sino para hermosear la soledad fecunda del hogar".
Así, sus salidas estaban restringidas al culto religioso, a tertulias en casas de familia, o a otros eventos sociales de mayor envergadura en los cuales acompañaba a su marido o padre, engalanada para exhibir la posición de aquellos. Como muestra de ello citamos el Acta de Fundación del Club del Orden, creado en 1853: Los miembros del Club del Orden, como padres y como hermanos y esposos aspiran que la mujer santafesina tenga ocasión de mostrar el relevante mérito que debe a la naturaleza y a la educación; a este fin establecerá reuniones de baile e implorará a las señoras y señoritas su cooperación para hacer a los desgraciados alguna ofrenda de beneficencia en determinados días del año. También se menciona otra de las actividades consideradas femeninas, la beneficencia.
No todas fueron miradas complacientes con la situación descrita de la mujer. También se alza, todavía en solitario, la voz de la escritora y educadora Juana P. Manso (1819-1875) quien, con clara conciencia, denuncia: "¿Libertad? Sí, la de vestirse, la de engalanarse; aquella que le dio Dios escrita en la propia organización de su alma, no. La mujer es esclava de su espejo, de su corsé, de sus zapatos, de su familia, de su marido, de los errores, de las preocupaciones (…)".
(*) Contenidos producidos para El Litoral desde la Junta Provincial de Estudios Históricos y desde la Asociación Museo y Parque de la Constitución Nacional.
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