Santa Fe está rodeada de ríos; por lo tanto, estamos en zona de riesgo latente. Ahí están el Paraná y el Salado: a veces mansos y otras, rabiosos gigantes que pisan fuerte. Ante esa amenaza visible, que nos acompaña desde los tiempos de los primeros descendientes de Juan de Garay, no podemos bajar la guardia; tenemos que tomar medidas apropiadas para que los golpes de las futuras crecidas no sean mortales.
Los efectos del anegamiento de la ciudad en 2003 podrían haberse evitado o, al menos, aminorado. Sintéticamente, podemos afirmar que esa inundación fue letal porque: la defensa oeste estaba inconclusa; faltó un plan de monitoreo y de alerta de la vida del río; se desoyeron las voces de advertencia que venían de diversos puntos cardinales (entre ellos la UNL); carecíamos de un plan de evacuación y de contingencia pensando que el Paraná era el verdadero peligro; nuestros imprudentes gobernantes nos pedían que nos quedáramos en nuestras casas, ya que no nos iba a pasar nada. También, a los efectos del cambio climático (eventos lluviosos más frecuentes, intensos y concentrados) sumemos: el desenfreno del "boom sojero", que iba de la mano de la descontrolada deforestación de las zonas vecinas al curso del Salado. Esa sobreexplotación del suelo debilitó las barreras naturales de las crecidas que multiplicaron su violencia.
Este desastre fue nuestra "República Cromañón", fue nuestra "crónica de una muerte anunciada" aunque todavía resuenen en nuestros oídos las palabras de los irresponsables que se atajaban diciendo: "Yo no sabía… a mí nadie me avisó". Desde 1983 hasta ese fatídico 2003, habían pasado veinte años del regreso de la democracia; veinte años de gestión del mismo signo político en la provincia, con caras repetidas que se iban turnando en la danza del poder. Es decir, ese "yo no sabía" fue un descarado manotazo de ahogado (¡Qué ironía!) porque no cabía la excusa: "¡La culpa fue de la gestión anterior!" Tal vez, por todo esto y más que no cabe en estos párrafos, no sea exagerado definir lo que nos pasó como: "crimen hídrico". Estos gobernantes no apretaron el gatillo pero nos llevaron ante el pelotón de fusilamiento. Eran conscientes del grado de responsabilidad que les cabía y por este motivo se abrazaron y se escondieron sin pausa tras una banca legislativa: ¿Quién los votó y les dio esta impune salida de emergencia?
Lo que el agua trajo y se llevó
El Salado se apoderó de Santa Fe. Se llevó vidas, puestos de trabajo, emprendimientos comerciales, ahorros, recuerdos, muebles, libros, mascotas, el sueño del auto y la casa propios. Nos dejó dolor, angustia, indignación, vergüenza, consternación. Nos inundaron las preguntas, la necesidad de reparación, la sed de justicia. Las aguas se retiraron de la ciudad pero quedamos averiados por dentro y por fuera. ¿Y cómo se repara eso? ¿Cómo nos reconstruimos para no morirnos con los restos del naufragio?
Según Petit, una crisis surge cuando, debido a cambios de carácter brusco, o debido a una violencia continua y generalizada, los esquemas de regulación (tanto sociales como psíquicos, hasta entonces vigentes) se vuelven inoperantes. En ese contexto, las personas se vuelven vulnerables. Eso varía según los recursos materiales, culturales y afectivos con que se cuenta y el sitio en el que se vive. Las crisis acarrean angustia y rupturas: especialmente, si están acompañadas por una separación de los seres más allegados, por la pérdida del hogar o de los paisajes familiares. Las crisis desembocan en un tiempo inmediato, sin proyecto, sin futuro; en un espacio sin línea de fuga. Reviven viejas heridas, reactivan el miedo al abandono, afectan el sentimiento de continuidad propio y la autoestima. En ocasiones, provocan una pérdida total del sentido y, paradójicamente, reinvenciones.
En estos contextos, las palabras se vuelven clave en la reconstrucción de las vidas rotas. Porque tenemos la urgencia de reinventarnos, refundarnos y recomponernos no sólo material, sino además imaginaria y simbólicamente. Los escritores (entre otros artistas) son los que encienden las antorchas que nos guían en las tinieblas.
Escribir con el agua al cuello
En el caso de la inundación de Santa Fe, Roberto Malatesta escribió "Por encima de los techos": un esfuerzo por transfigurar esa ingrata experiencia que vivió en carne propia en su casa de Barrio Roma en 2003. La escritura emerge de las profundidades como un salvavidas: "Advierto que no tengo tinta ni papel/ y el río crece. Para mí y para mi perro/ lo único seguro es el techo de la casa./ Quiero gritar, pero mi grito es tinta/ y no tengo papel en dónde derramarlo./ Detrás de la llovizna/ veo la cara húmeda de Dios./ Me digo: -aún tengo Dios- y me doy bríos".
Malatesta es fiel a su estilo: verso libre, casi informal, con aire de espontaneidad; verso breve pero contundente, hecho "en el frente de batalla". Una suerte adversa se convierte en tema literario y documento histórico del dolor del poeta que también es el de todos: "Perro en el techo: No entiende nada,/ apenas sabe cómo fue a parar allí./ Mira hacia abajo, ve agua, tiene hambre./ Por la noche ladra y casi no duerme./ Miles de amos que alzaron a sus perros/ miran hacia abajo, ven agua, tienen hambre,/ apenas saben cómo fueron a parar allí./ Suerte de perro".
Leemos en la introducción de la obra: "Este es un libro surgido de la necesidad, ni preciosuras ni autoayuda. Este es un libro desprolijo, no hay cronologías, todo el hecho es uno. Este es un libro que tenía que escribir para acabar con el tema. Y por sobre todo es un libro que debía buscar al lector puesto que no podía permanecer solo sin perder su sentido. Y es un libro, también, para decir: Gracias". Ante la adversidad, el libro se convierte en techo, en refugio y le devuelve habitabilidad al territorio devastado; es un conjuro contra la tristeza, la soledad, el abandono y la muerte.
El libro es testimonio del "sálvese quien pueda", de la anarquía, de la avaricia de los comerciantes inescrupulosos y del oportunismo de los desamparados saqueando a los desamparados: "A la noche se oyen los disparos,/ disparos y sus respuestas,/ ráfagas/ de fuego sonoro, secas, cortantes./ El malviviente utiliza la noche,/ pero de día, sin fuego y sin vergüenzas,/ el atorrante vende azúcar a cinco pesos". El libro es un grito compartido con forma de verso y de denuncia social con forma de epigrama: "nuestro mejor gobierno es el sol".
En una entrevista radial, Malatesta me contó que desde pequeño había tenido una relación muy cercana con el río y la pesca. De hecho, su último libro de poesía se llama "Libro del pescador" (2019). Claro que, por aquel 2003, lo que nunca se imaginó es que el río iba a venir a su encuentro con otro aspecto: "Las aguas del Salado visitaron mi barrio,/ fue una lengua enorme, sedimentosa, oscura,/ no se parecía al río manso de mi infancia,/ más bien era el mismo demonio/ que estiraba su lengua sobre nosotros./ Todos los vecinos subieron a los techos,/ y yo juro, y mi perro jura,/ vimos a Dante y a Virgilio/ pasar en bote por mi calle/ rumbo al purgatorio".
Esta inundación se resignifica a la luz de otras inundaciones históricas y literarias. El artista no está solo porque dialoga con la literatura precedente que canta otros distantes diluvios feroces que asolaron a la humanidad. La tragedia también enseña el verdadero valor de las cosas. Vivimos acumulando, consumiendo compulsivamente. Cuando sobreviene la adversidad uno descubre: "Cuántas cosas inútiles teníamos-/ le dice la vecina a mi esposa,/ y las casas iban quedando vacías,/ y el vacío mismo era un sentido, y, / aún en medio del desasosiego,/ ¡Se parecía a la esperanza!"
El poeta amasa el dolor, reensambla las piezas rotas y resignifica la fatalidad: "Ahora la calle se limpia pero/ no tardará en salir otro vecino y echará/ otra torre de basura húmeda y podrida a la calle. /Esta gente sabe, conoce por años lo que es vivir/ en lo inestable, en lo inseguro, /y persisten, /limpian la casa y vuelven,/ se adelantan a todo vaticinio, a la tristeza misma/ y se resuelven a vivir."
Es verdad que no basta la lectura para "reparar" a quienes han padecido situaciones dramáticas: también se requieren vínculos sociales, amor, amistad, proyectos compartidos y, con frecuencia, una intersubjetividad con profesionales entrenados para escuchar, con quienes podamos hablar. Pero la lectura de obras literarias como la de Malatesta sí ayuda, porque somos seres de narración y necesitamos "alimentos culturales" que nutran de manera decisiva nuestra actividad psíquica y nos ayuden a sobrellevar la adversidad.