Mons. José María Arancedo
Mons. José María Arancedo
Cuaresma es un tiempo de gracia y conversión. La liturgia nos va a acompañar en este camino personal y eclesial que nos invita a seguir a Jesucristo en la hora de su Pascua, fuente de nuestra fe, esperanza y caridad. Vivir la Cuaresma es reconocernos destinatarios de este momento culmen de la historia de la salvación que nos habla de nuestra condición de hijos de Dios, del sentido de nuestra vida en el mundo y del camino hacia su plenitud. Con mucha claridad lo afirma el Concilio Vaticano II, al decirnos que: “El misterio del hombre sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado” (G.S. 22). En cada Cuaresma somos invitados a subir con Cristo a Jerusalén (cfr. Mt. 20, 18), para celebrar el misterio de su “hora” que es la fuente de nuestra vida.
La teología de la gloria está indisolublemente unida a la teología de la cruz. Comprender esta verdad de la fe es el comienzo de esa sabiduría que nos introduce en el misterio pascual, que hunde sus raíces en la persona y en la obra de Jesucristo. La cruz sin el horizonte de la Pascua no es cristiana, es más, nos puede aislar, victimizar y destruir. No se trata de buscarla ni de sentirnos héroes, sí de asumirla cuando llega, ella es parte de nuestra condición humana y discipulado, y ponerla junto a la cruz del Señor.
Antes de hablar de la cruz debemos hablar del amor de Dios que la precede, como a Cristo, somos amados en su Hijo: “En quien tiene puesta toda su predilección” (Lc. 3, 22). Esto significa que nuestra configuración a Cristo es camino de vida, porque en ella, en Cristo, somos amados por Dios. Somos hijos en el Hijo. La cruz, el dolor y la ingratitud que nos pueden rodear, sólo en la cruz de Jesucristo se convierte en fuente de redención que da sentido, esperanza y paz a nuestra vida.
Estamos llamados a entrar en esa intimidad con Dios para vernos a la luz de su mirada de Padre. No necesitamos explicarle mucho ni justificarnos, sólo presentarnos ante un Dios que nos ama y nos ha enviado a su Hijo para sanarnos y darnos vida. Cuando mi pecado, temores y fragilidad se refieren a un Dios que es Padre, y: “Que ve en lo secreto” (Mt. 6, 1-6), se da el comienzo de algo nuevo. No busquemos justificar actitudes, las conoce y nos ama en nuestra pequeñez y pecado, él nos ofrece a su Hijo como camino nuevo de vida.
El Señor sólo nos pide que le abramos un espacio por donde poder ingresar, necesita de nuestra humildad y libertad. ¡Cuántas veces, incluso en una vida de fe y oración, estamos cerrados al ingreso del Señor con su luz y exigencias de cambio! Parecería que no lo necesitáramos, que sabemos todo lo que tenemos que hacer y que no tenemos necesidad de cambiar, le damos, incluso, explicaciones que en apariencia nos dejan tranquilos. Se puede ir adormeciendo la conciencia y dejar de ser esa voz, ese centro de sanción interior que nos ayuda a crecer. Somos responsables de formarla y mantenerla viva a la luz del Evangelio con sus exigencias.
Cuaresma es, además, un tiempo de renovación eclesial, es decir, de pensarnos desde nuestra condición de miembros vivos de la Iglesia. Siempre es bueno volver al texto de San Pedro, cuando nos dice: “También ustedes, a manera de piedras vivas, son edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo” (1 Pe. 2, 5). Esta relación que nos une a Cristo: “La piedra angular” nos compromete, porque ella es el origen de nuestro ser cristiano: “Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquél que los llamó” (1 Pe. 2, 9). Cuaresma es un tiempo eclesial para examinar nuestra presencia y participación. No somos algo más en la Iglesia, somos parte viva de su vida y misión. Una espiritualidad que no nos lleve a descubrirnos en su camino de santidad, apostólico y misionero, no responde al plan de Cristo. No hay Iglesia sin Cristo, pero tampoco hay Cristo sin Iglesia.
Hablar de la Iglesia no es hablar de una idea, o de la adhesión a una cultura. La Iglesia tiene un rostro concreto y cercano, se expresa localmente en la vida de una comunidad que celebra la eucaristía, y que asume el compromiso de la caridad y de la evangelización. Podemos decir que el nivel y la fuerza de la Iglesia están en la vida de sus comunidades. Si bien la trasmisión de la fe tiene en la familia su lugar primero, la comunidad cristiana es el espacio de su fuente y complementación, de su crecimiento y madurez eclesial.
La misma catequesis sacramental de iniciación cuando no encuentra un camino de continuidad en la comunidad pierde su desarrollo y necesario complemento. A esto lo veo, ante todo, como un desafío a nuestra responsabilidad de pastores, pero también a la disponibilidad de religiosos y de laicos a participar en las diversas áreas pastorales de cada comunidad, en la viva comunión con la Iglesia diocesana. En este camino ocupan un lugar preponderante las diversas instituciones escolares como movimientos apostólicos.
Cuando hablamos de conversión eclesial nos hace bien recordar lo que nos decía Aparecida: “Ninguna comunidad debe excusarse de entrar decididamente, con todas sus fuerzas, en los procesos constantes de renovación misionera” (Ap. 365). La sola continuidad sin renovación nos termina debilitando y, tal vez, aferrándonos con nostalgia a un pasado que nos exime de una presencia en el hoy de la Iglesia. Cuaresma es tiempo oportuno para pensar hoy, a la luz de la fe, nuestra relación con el Señor en la vida de la Iglesia concreta. Que María Santísima, Nuestra Madre de Guadalupe, nos acompañe en esta Cuaresma que siempre es tiempo de gracia, conversión y participación en la Iglesia.