Sentimiento prorruso. Casi el 97 por ciento de los crimeos apoyó en el referéndum la reunificación con la federación rusa que conduce Putin. Aquí, un adulto y dos niños hacen flamear la bandera de ese país frente al mar, en la bahía de la estratégica Sebastopol. Foto: Zurab Kurtsikidze/Efe
por Rogelio Alaniz ralaniz@ellitoral.com
Casi el noventa por ciento de la población votó a favor de la incorporación de Crimea a la Federación Rusa. El resultado era previsible y no creo que las amenazas de Europa o los Estados Unidos alteren lo que para los rusos ya era una decisión ahora legitimada por los votos. El regalo hecho por Nikita Kruschev hace sesenta años bajo la sugestiva inspiración del vodka y la resaca vuelve a sus fuentes. Los rusos quieren a Crimea porque aseguran que les pertenece históricamente, porque la inmensa mayoría de los habitantes de la península así lo desean y porque un país como Rusia no puede darse el lujo de que su poderosa flota en el Mar Negro dependa de las oscilaciones de la imprevisible política ucraniana. ¿Hay mejores razones? Por el momento no se me ocurren otras. En las mismas circunstancias, Estados Unidos no hubiera vacilado en actuar como Putin; tal vez con otra retórica, pero con idénticos objetivos. A los argentinos, por lo pronto, nos resultan sugestivas las declaraciones que el canciller ruso Serguei Lavrov le hiciera en Londres a su colega norteamericano John Kerry: Crimea es más importante para nosotros que las Islas Malvinas para los británicos. Palabras sugestivas y verdaderas a las que Kerry respondió con un incómodo silencio. Vladimir Putin ha probado una vez más que el poder es la clave de la política y de la diplomacia, una verdad que ningún dirigente occidental desconoce, más allá de la fraseología humanista, las chicanas legalistas o las lágrimas derramadas por el inveterado despotismo ruso. Indignados por la prepotencia de Moscú para resolver la anexión de Crimea, los políticos de la UE y los EE.UU. no han podido responder hasta el momento a una pregunta interesante y perturbadora: ¿Por qué lo que no vale para Crimea vale para Kosovo? No sólo Estados Unidos y Europa están enojados por lo sucedido en Crimea. El flamante primer ministro de Ucrania, cuyos títulos democráticos -dicho sea de paso- dejan mucho que desear, ha dicho que “la tierra arderá bajo los pies de los separatistas”. Palabras duras, escatológicas, más relacionadas con la impotencia que con las inclemencias de la realidad. Habría que decir, al respecto, que son los actuales dirigentes de Ucrania, quienes deben estar atentos a que no les arda a ellos la tierra bajo los pies. El gobierno del primer ministro Arsen Yatseniuk seguramente tiene motivos para estar furioso por la jugada que le hizo Moscú con el beneplácito de muchos ucranianos, pero está claro que salvo enojarse no son muchas las alternativas que se le presentan hacia el futuro. A las flamantes autoridades de Ucrania no les costó demasiado derrocar a Víktor Yanukovich, pero una cosa es poner punto final a un gobierno de ineptos y corruptos y otra muy diferente es gobernar para toda Ucrania bajo la mirada recelosa del anciano pero atlético oso ruso. Ucrania hoy es un país partido por la mitad, por lo que el problema más serio que se le presenta hacia el futuro inmediato no es la pérdida de Crimea, sino la guerra civil y la probable disolución nacional. Rusia por el momento se ha conformado con engullirse a Crimea, pero si los políticos de Ucrania persisten en atizar las disidencias, Rusia no vacilará en ocupar otros territorios con el aplauso cálido y ruidoso de muchos ucranianos que siguen considerando que lo mejor que les puede pasar es volver a ser una provincia autónoma de Rusia. No todas son flores para Putin. Por lo pronto, la anexión de Crimea sale cara. Construir autopistas, redes viales, desarrollar la infraestructura, brindar gas y petróleo y mantener tropas capacitadas para rechazar agresiones externas o conspiraciones internas, cuesta mucha plata. Las sanciones internacionales que se vienen no harán vacilar a Putin, pero el golpe no es menor. Por su lado, la oposición dispone de razones para protestar, aunque me temo que en términos de adhesión popular Putin hoy es invencible, temido y respetado. ¿Como los viejos autócratas rusos de todos los tiempos? Exactamente, como los viejos autócratas rusos de todos los tiempos, con los cuales no disimula su intención de compararse. Hoy, Occidente está aprendiendo que subestimar a Rusia ha sido, en el mejor de los casos, un grueso error. Ahora se sabe que una cosa es que el comunismo se haya caído a pedazos y otra, muy diferente, es que ese certificado de defunción alcance a Rusia. Veinte años después -o veinticinco si se quiere-, Putin le demuestra a un Occidente incorregible y empecinado en tropezar con la misma piedra que “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”. Los acontecimientos de Siria y lo que está pasando en Crimea así lo demuestran. Rusia se está comportando como un protagonista central de la política internacional, un actor que defiende intereses, teje sus propias redes de alianzas y sostiene estrategias de mediano y largo alcance. El “alma rusa”, el mito fundacional defendido con diferentes argumentos pero con idéntica vocación de poder por los zares y Stalin, sostenido míticamente a través de la literatura, el cine y la filosofía, recupera su terreno bajo la conducción de Putin, un dirigente hecho a medida para el cumplimiento de objetivos que incluyen protagonistas tan contradictorios como Fiodor Dostoievski y Alexander Solzhenitsyn, todos convencidos -más allá de los rigores de las ideologías y la política- de que Rusia tiene un destino propio y que ese destino está avalado por la historia y la fe. Como dijera un analista internacional, Rusia hoy no pretende reestructurar a la URSS, sino articular una zona de influencia que por comodidad podemos denominar como Eurasia. Occidente a ese proceso no lo puede detener y mucho menos controlar. Rusia no será un país dócil integrado a la Unión Europea, y sus valores serán los de “Asia”, no los de “Occidente”, como se dice en estos casos: nada nuevo bajo el sol, por lo menos bajo el sol de la modernidad. Para la irascibilidad de halcones y conservadores, Moscú hará su propio juego. Putin mismo se encargó de aclarar que no pretende retornar a los tiempos de la Guerra Fría, pero sí a los tiempos en los que Rusia era respetada e incluso temida. ¿Podrá cumplir con sus metas? No lo sé. Lo que sí sé es que la retórica amenazante de la UE o de los EE.UU. no lo va a impedir. El clima de Yalta, es decir, el reparto de zonas influencias entre los grandes países establecido después de la Segunda Guerra Mundial, se reactualiza. Por lo tanto Ucrania, Crimea, o, si se quiere, Chechenia o Georgia, pertenecen al área de Moscú. La ONU y la Otan podrán decir lo que quieran, pero a todo ese bullicio, Putin le responderá con un desdeñoso encogimiento de hombros. Un experto en el realismo político como Henry Kissinger, da en al tecla cuando advierte que mucha de esa verborragia estéril de Occidente disimula mal la ausencia de políticas efectivas. Por lo tanto, lo que corresponde hacer no es comportarse como un sheriff, sino como un árbitro, tratando de alentar, por ejemplo, los acuerdos en Ucrania, no para que se sume a la Unión Europea sino para que sea un interlocutor de Occidente ante Rusia y un probable emisario de Rusia ante Occidente. La estrategia no es nueva, en realidad algo parecido es lo que se ha hecho con Finlandia. Pero lo nuevo, en este caso, sería admitir que Rusia ya ha superado la crisis de los noventa y que, por lo tanto, todo lo que se quiera hacer en esa zona del planeta debe contar con su aprobación.
Occidente está aprendiendo que subestimar a Rusia ha sido un grueso error. Una cosa es que el comunismo se haya caído a pedazos y otra, muy diferente, es que ese certificado de defunción alcance a Rusia.